Este pasado martes tuve uno de esos días interesantes. Uno de esos en los que no pisas el despacho para nada, liado entre comisarías penosamente abandonadas por el presupuesto (sí, nuestros impuestos van a cosas mucho más importantes, como pagar informes sobre el impacto de género de la limpieza del alcantarillado), detenidos, toma de huellas y largas esperas (la Administración es la Administración, incluso en el sector de la seguridad ciudadana), donde poco más hay que hacer que hablar de lo divino y de lo humano con el detenido y los policías que lo custodian, en un cordial corrillo. La realidad suele ser mucho más peculiar que cualquier ficción.
El caso es que dio tiempo de un café a media mañana, en una tradicional y folclórica cafetería, en cuyo televisor aparecía, como ruido de fondo, la vista del juicio en el Tribunal Supremo, por el circo que organizaron los independentistas en Cataluña.
Escuchando durante un rato lo que iba saliendo por la boquita del tal Jordi, me fue imposible no comparar lo que allí sucedía con lo que suele ocurrir en cualquier juicio penal, donde el imputado es un simple mortal no elevado por el toque divino de la política, ni se retransmite en directo por televisión.
Soy consciente de que todo el mundo ha visto suficientes películas y series de abogados, y ha escuchado bastantes tertulianos televisivos, de modo que el nivel de conocimientos sobre el proceso penal es elevadísimo en general. Sin embargo, no está de más recordar, para posibles despistados (que puede haber), algunos datos elementales sobre los que basar los comentarios posteriores:
Lo que ocurre en un juicio penal, se regula en la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Para entendernos, es el manual de instrucciones que le dice a todos los que participan qué va a ocurrir, quién lo va a hacer, cuándo y en qué orden, entre otras cosas (y para tapar huecos hay que acudir a la Ley de Enjuiciamiento Civil, que es la norma supletoria). De modo que ya sabemos donde se positivan (se les da una redacción concreta) los principios jurídicos aplicables a los procesos penales, como por ejemplo el de economía procesal.
Este es un principio importante, porque un proceso debe ser lo más sencillo posible, evitando dilaciones innecesarias y yendo al grano. Marear la perdiz, crear confusión, aburrir a las piedras, irse por los cerros de Úbeda… en situaciones desesperadas pueden resultar estrategias atractivas (ese viejo axioma de “si no puedes convencerlos, confúndelos”), pero siempre va en contra de la Justicia. Así, el artículo 683 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal dice:
«El Presidente dirigirá los debates cuidando de impedir las discusiones impertinentes y que no conduzcan al esclarecimiento de la verdad, sin coartar por esto a los defensores la libertad necesaria para la defensa.»
Lo que además se reafirma, cuando se refiere a los testigos, en el Artículo 709:
«El Presidente no permitirá que el testigo conteste a preguntas o repreguntas capciosas, sugestivas o impertinentes.»
Para llegar a donde quiero ir, hay que prestar atención a la palabra impertinente, que para lo que nos ocupa, podríamos definir como lo que es inútil a los efectos del pleito.
Y son útiles sólo los detalles relativos al tipo penal, es decir, las circunstancias que de acuerdo con la redacción del Código Penal, hacen que una conducta sea un delito. Cuando se juzgan, por ejemplo, unas lesiones, lo que interesa es si efectivamente existen esas lesiones, su gravedad, y si están provocadas directamente por una conducta del imputado tendente a producirlas. Como circunstancia subjetiva sólo interesa si, demostrado lo anterior, el acusado sabía que su conducta podía racionalmente provocar el daño (lo que se llama dolo, o coloquialmente mala leche), porque de lo contrario, podríamos estar ante otro delito diferente (lesiones por imprudencia, por ejemplo).
De modo que cuando el imputado se ponga a relatar que el denunciante es una persona horrible (que lo odia mucho, no recoge las cacas de su perro, se cuela en la cola de los supermercados y suelta ventosidades en el ascensor) el juez lo cortará en seco, al igual que cuando el denunciante se ponga a contar lo mismo del denunciado. Eso causará una gran indignación en el interrumpido, que a pesar de que su abogado ya se lo habrá explicado, sigue sin entender que todos esos detalles son inútiles (impertinentes, en palabras de la ley procesal).
Resulta evidente que durante el juicio entran en colisión principios que pueden llegar a tener límites difusos. Frente al citado de economía procesal (realmente frente a toda la regulación del procedimiento) y por encima de todo, se encuentra el derecho a la defensa del imputado, consagrado en el artículo 24 de la Constitución, que entre otras cosas dispone que quien sea juzgado, tiene derecho «a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa».
¿Eso significa que un imputado puede hacer y decir lo que le venga en gana y que el Tribunal debe permitírselo sin más? Evidentemente no. El juez o magistrado que preside la vista tiene que mantener un equilibrio, no siempre fácil, entre permitir un amplio margen de actuación al imputado para su defensa, y evitar divagaciones inútiles, sin relación con el caso, y que sólo sirven para perder el tiempo.
Cualquiera que tenga cierta experiencia en los juzgados o tribunales del orden penal, sabrá que la solución que se da en la práctica a este conflicto depende mucho del juez o magistrado que toque en cada caso concreto.
Si bien los tribunales suelen tener más manga ancha que los juzgados (cosa comprensible, debido a que tienen más tiempo y menos juicios que se acumulan en la misma mañana), el tema depende mucho de la persona en concreto encargada de dirigir los debates. De esta forma, no es raro estar ante un juez que corta sin misericordia cualquier respuesta del imputado (y no digamos ya de un testigo) que no se ciña exactamente, casi con monosílabos, a los hechos concretos enjuiciados, y dentro de ellos, a lo estrictamente relevante para considerarlo o no infracción penal. Y están los que tienen algo más de paciencia y permiten cierto desahogo de los declarantes. Pero lo que todos tienen en común, es que de lo único que se permite hablar es de hechos, nunca (con alguna muy rara excepción relevante para el caso muy concreto) de opiniones, deseos ni inclinaciones políticas o sociales.
Sin embargo, la permanente espada de damocles del tiempo hace que hasta juez más permisivo acabe con poca paciencia, en general. Si en un juicio, el magistrado o juez no ha reconvenido varias veces a un declarante para que se ciña a los hechos, se sale de allí como si faltase algo.
Por eso me resultó muy curioso ver a un imputado por rebelión, divagando durante minutos acerca del sentimiento colectivo y popular, provocado por el control que Hacienda ejercía sobre las cuentas de la administración autonómica, y demás opiniones irrelevantes para el estudio de los hechos enjuiciados.
No pude dejar de imaginar a un choricete, pobre y anónimo, haciendo lo mismo ante un Juzgado de lo Penal cualquiera, en un juicio que no se retransmitiera por televisión, y ante un juez no tan preocupado porque cualquier gesto pudiera ser considerado reprochable, en un hipotético futuro recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. De los 15 minutos de mitin político que escuché y que soportó estoicamente el Tribunal, a un raterillo no tocado por la gracia política, no le habrían permitido decir ni mu. Y añado yo, con razón.
Entiéndaseme bien. No estoy en contra de pecar de exceso de garantías en juicio, y por supuesto, hacen bien los juzgadores en preocuparse por que se cumplan en toda su extensión los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución y en los tratados de los que España es parte.
Pero cualquiera que haya tenido que sufrir los plazos reales de la justicia, más parecida al movimiento de las placas tectónicas, inexorable pero inhumanamente lenta, estará de acuerdo que permitir perder el tiempo inútilmente no beneficia a nadie. Al menos a nadie con un mínimo de buena fe. Y más importante, la evidente diferencia de trato en función de la pertenencia o no a la aristocracia política, desprestigia más la Justicia que cualquier recurso estimado en Estrasburgo.
Y por lo visto con las declaraciones posteriores de imputados y testigos, todos los que por allí están pasando van con la misma idea de descartar el pequeño detalle de encontrarse en un juicio, y quedar bien ante sus feligreses, que los verán por la televisión, comentados por sus expertos tertulianos favoritos.
El caso es que el café del martes dió para más de una reflexión, que me voy a permitir escribir aquí. Escuchando a aquel tipo explicando opiniones que no importaban para nada al tribunal, recordé a mi antiguo profesor de filosofía del Derecho, cuando hablaba de los procesos penales que se seguían en países democráticos contra terroristas y otros acusados de intentar destruir el sistema para sustituirlo por totalitarismos asesinos (revolucionarios idealistas, según sus propagandistas). En esos casos, el reo se encontraba ante el dilema de optar entre dos estrategias de defensa:
La primera era aceptar la legitimidad del sistema que lo juzgaba, traicionando sus ideas, y ceñirse a una defensa técnica. Sacrificando la legitimidad de su causa y usando las posibilidades ofrecidas por la legalidad vigente, tenía muchas probabilidades de ser absuelto o acabar con una condena leve.
La otra posibilidad era no aceptar la legitimidad del tribunal, manteniéndose fiel a sus ideas, y ceñirse a excusas políticas. En este caso, se convertía en un mártir ante a los suyos, pero se aseguraba ser condenado.
Viendo al tal Jordi hablando ante el tribunal, recordé el tema. Teniendo en cuenta que está acusado de delitos con escasa interpretación jurisprudencial posterior a la Constitución, podía perfectamente ceñirse a una defensa muy técnica y concreta, intentando que el Tribunal establezca una interpretación de los elementos del tipo penal que lo beneficiase, y valorando los hechos atendiendo a los detalles que se ajusten más a esa interpretación del tipo más beneficiosa. Claro que eso pasaría indefectiblemente por traicionar el discurso nacionalista que ha sostenido hasta ahora.
En lugar de eso, me parece claro que fue consciente en algún momento que ha estado cabalgando un tigre, y ahora no se atreve a bajarse. Y hace lo que se espera de él: aparecer como un mártir víctima de un opresor injusto, y soltar arengas con vistas no a una defensa eficaz, sino para mantener la cohesión de sus fieles. Y rezando, sin duda, por un mágico apaño político que presione al Tribunal, o un próximo indulto, regalo de un gobierno comprensivo con los delincuentes que se escudan en causas políticas.
Me temo que el circo que está actuando al mismo tiempo que se celebra el proceso penal, aún tiene números de payasos y equilibristas de sobra. Así que nos queda diversión para rato. Pero no está de más tener unas nociones de lo que es y de lo que debiera ser.
En algún momento pensé que estaba en un mitín político. Y no solamente con los acusados, sino hasta con el mismísimo Rajoy. Solo me di cuenta de que no era un mitín porque el que hacia el discurso estaba sentado.
Por lo demás, muy buen artículo. Gracias.
Pues si, Miguel Angel, ya podían ceñirse a los hechos, pero en la era de la posverdad lo que importa es el relato. Los hechos sólo le interesan al que tenga que juzgarlos no al que lo que quiere es oír lo que ya juzgó, emocionalmente de antemano.