Derecho penal, teatro clásico y otras disquisiciones

Despojando de la vida y la libertad, para imponer la libertad y la felicidad. Lo de siempre, vamos.

Sé que ya he hablado anteriormente sobre lo que es el Derecho Penal, sus garantías y principios, y de cómo siempre ha sido la rama del Derecho más permeada por la moralidad del momento. A riesgo de parecer pesado, reiteraré que si la idea de Justicia es ya una abstracción generadora de montañas de papel escrito, las disquisiciones más concretas sobre qué aspectos de la vida humana merecen un castigo son aún más problemáticas.

Una vez alcanzado un consenso civilizatorio sobre la necesidad de que un árbitro (más o menos) imparcial decida quién y cómo debe ser castigado, consenso que tardó varios miles de años en asumirse, el problema del quién, el cómo y por qué de esos castigos se mantiene vigente.

Aunque nos parezca un problema reciente, los actuales principios básicos y elementales del asunto ya se discutían en tiempos del Imperio Romano, e incluso antes, porque los problemas humanos siguen siendo los mismos. Poco a poco, los juristas fueron estableciendo unas bases elementales, cimentadas en lo que ellos entendían que debía salvaguardarse. Al fin y al cabo, el Derecho en general, y el penal en particular, van de eso: de salvaguardar unos valores frente a ataques. Cuando esos ataques son “injustos”, la cosa es fácil. Pero lo habitual es que nos encontremos ante una colisión de derechos (o intereses, o valores, o principios) todos moralmente defendibles y susceptibles de protección. Y ahí es donde empieza la diversión: Qué derecho tiene prioridad, qué valor debe decaer para que prevalezca otro.

Y ahí entran en juego las convicciones morales y los resultados prácticos. Como decía, son ya bastantes siglos de prueba y error sobre el tema, sin que se haya alcanzado una solución perfecta que, realmente, dudo que pueda existir jamás. Sobre los estudios teóricos de los juristas romanos y sus resultados prácticos, la escolástica elaboró sus propias teorías, que dieron paso a nuevas consecuencias fácticas, estudiadas y adaptadas por los ilustrados, que se cuidaron mucho de admitirlo, para formar un cuerpo doctrinal cuyos resultados (muy filtrados por guerras mundiales y revoluciones) aún experimentamos.

Pero dentro de la inevitable imperfección de cualquier sistema, han existido soluciones cuyos resultados han sido más eficientes que otros. Esta consideración práctica es siempre problemática y peligrosa. Decidir qué resultado es mejor siempre depende de qué se considere importante, claro, de modo que la moral fue y sigue siendo el filtro usado para valorar los hechos.

Cuando las comunidades humanas consistían en grupos familiares ligados por vínculos de lealtad (con sus diversas formas de plasmación jurídica) a otros, lo que se solía entender por un resultado eficiente era el que mantenía statu quo, preservando la paz, pero molestando lo mínimo posible a los siervos, que ya tenían suficiente con lo que tenían. Y porque si no, no había para comer. Recordemos a Calderón de la Barca cuando decía:

 

«Don Lope: ¿Sabéis que estáis obligado

a sufrir, por ser quien sois,

estas cargas?

Pedro Crespo: Con mi hacienda;

pero con mi fama, no;

al Rey, la hacienda y la vida

se ha de dar; pero el honor

es patrimonio del alma,

y el alma sólo es de Dios

 

Ojo, que estamos ya viendo qué bienes y derechos eran considerados preferentes frente a otros. Que la lealtad al señor es superior al derecho de propiedad e incluso al derecho a la vida, pero debe decaer ante principios inmateriales como el derecho al honor. Lo que hoy llamaríamos la dignidad del individuo (concepto entonces embrionario, de origen latino e incluso anterior, que se asienta gracias al principio religioso del libre albedrío, pero no sigo por ahí, porque ya nos meteriamos en un berenjenal mucho más largo). Y esta convicción popular (recordemos el tipo de obra ante la que nos encontramos) tenía necesariamente su reflejo jurídico.

El gusto por los latinajos en Derecho ya viene de lejos.

Hay quien me dirá que antes de la generalización de las redes sociales y sus campañas solidarias de apoyo a las causas bonitas, todo esto no tenía virtualidad, y el mundo era un lugar oscuro, lleno de reyes fachas que echaban a sus súbditos a los cocodrilos por diversión. Y yo podría responder hablando sobre la doctrina escolástica del regicidio justo, consecuencia de entender que el monarca gobierna la república (sí, no me he confundido, de res publica, en latín) por la Gracia de Dios, que se refleja en la aceptación de los súbditos a ese monarca. De modo que si los siervos descontentos no quieren al gobernante, es que éste ha perdido el favor de Dios, por lo que puede y debe ser depuesto.

Pero no me voy a poner aquí a escribir de cómo ha evolucionado la legitimidad del poder, partiendo de unos principios morales, hasta nuestra actual concepción de soberanía popular, que me conozco y no acabamos. Tan sólo, y ya que estamos en racha de citas anteriores a los actuales intelectuales twitteros, recordemos algún otro detalle sobre esas épocas. Aunque sea sólo por el placer de hacerlo:

 

«Pedro Crespo: Detened,

señor capitán; que yo

puedo tratar a mi hijo

como quisiere, y no vos.

Juan: Y yo sufrirlo a mi padre,

más a otra persona no.

Don Álvaro de Ataide: ¿Qué habíais de hacer?

Juan: Perder

la vida por la opinión.

Don Álvaro de Ataide: ¿Qué opinión tiene un villano?

Juan: Aquella misma que vos;

que no hubiera un capitán

si no hubiera un labrador

 

Ya estamos fijando de forma popular el principio de limitación de los poderes públicos, y de paso, un rudimentario orden de prelación de bienes susceptibles de ser protegidos. Por no hablar de la legitimidad para imponer castigos.

Pero ya estoy divagando mucho y me arriesgo a alejarme demasiado del tema principal. El caso es que con la evolución (hay quien diría invención) de los Estados-nación, los seres humanos de determinada región geográfica del planeta, pasaron de estar vinculados por su compartida obligación de lealtad a un príncipe, a estarlo por ser ciudadanos de un territorio geográficamente definido, bajo la jurisdicción de un gobierno también limitado territorialmente, y con leyes generales y comunes a todos.

El cambio de mentalidad y de legitimidad que ello supone no se produjo de una manera sencilla ni pacífica, y aún hoy, los síntomas de la difícil transición siguen coleando. Y desde el principio, la doctrina (y la práctica derivada de ella) se dividió en dos grandes grupos:

 

  • Los que entendieron que el individuo es el principio y el fin de la acción política (y por tanto, jurídica), y sus derechos están por encima de los de la colectividad, existiendo algunos derechos intocables por el poder. Llamémosles, por ejemplo, liberales.
  • Los que entendían que los derechos e intereses de la colectividad están por encima de los del individuo. Llamémosles, por acordar un término, socialistas.

 

Podemos decir que una vez convertida nuestra civilización en La Civilización, los grandes conflictos políticos y jurídicos (en ocasiones solventados con varios millones de muertos y continentes devastados), derivan del choque de esas dos visiones del mundo, que además nunca se dan en su estado puro. Y esas dos concepciones no sólo difieren en su planteamiento teórico, sino principalmente, en lo que consideran deseable como resultado práctico.

En el Derecho penal, que al fin y al cabo es por donde iniciamos este texto (no sé si alguien se acordará a estas alturas: culpa mía), comenzó primando la visión liberal. Así, frente al objetivo de mantener al colectivo seguro frente a la actuación criminal (un objetivo práctico que desde un punto de vista colectivista se ha tratado de imponer en ocasiones, con resultados desastrosos, y es ser muy generoso con el adjetivo), primaron una serie de principios y garantías individuales, fruto de una dilatada experiencia sobre el tema. Siglos de práctica jurídica donde esos principios no existían o eran muy limitados, con sus consecuencias, estaban ahí.

Así, detalles que ahora nos parecen evidentes se asentaron incluso de forma constitucional, porque el riesgo de que desde el poder se usase el Derecho Penal arbitrariamente, para convertirse en tiranía, no era una fantasía, sino una situación bien conocida:

 

Un clásico ejemplo de justicia popular.

Para empezar, estaba el derecho a un juicio justo con garantías. Porque los linchamientos son divertidos, refuerzan el espíritu de comunidad y dan cierta sensación de seguridad, menos cuando te toca a ti ser el linchado. Y eso, siendo malo, no es lo peor. Dejando aparte el aspecto moral y descendiendo al más mundano y práctico, un linchamiento corre un serio riesgo de equivocarse de delincuente y permitir que el auténtico continúe cometiendo sus fechorías. Por no hablar del clima de inseguridad que provoca, en ocasiones peor que el propio delito.

Así que viene a ser mucho mejor que a un sospechoso lo juzgue alguien imparcial, predeterminado anteriormente, o al menos nombrado mediante unas reglas generales y objetivas anteriores y permanentes, en un procedimiento público (para que quien quiera, pueda comprobar que se respetan las normas), donde todos puedan defenderse alegando lo que les convenga y aportando las pruebas que crean necesarias.

Como garantía adicional, el delito debía existir como tal, en una ley, en el momento de su comisión (lo que llamamos principio de legalidad). No sólo para evitar castigar a alguien por cosas que el pobre tipo no sabía que estaban mal, sino porque así se evitan situaciones divertidas, del tipo de ingeniosos ciudadanos (especialmente en posiciones de poder) deshaciéndose de personas molestas, por la vía de acusarlos de las más variopintas acciones moralmente discutibles.

Dentro de esas garantías están la igualdad ante la ley y la igualdad de armas, que es su corolario inmediato, aunque no el único. Esa igualdad no puede ser de resultado (no hay nada que desprestigie más un sistema jurídico que imponer cosas imposibles), sino que lo que exige es que desde el poder, sea cual sea, se trate a una persona igual que a otra atendiendo a lo que es. Sin diferencias por nacimiento, raza, ideología, color de pelo, sexo, altura física, gustos musicales, peso…

Ojo, la igualdad es una igualdad de trato desde el poder, y atendiendo a las circunstancias propias de lo que el individuo es, no por lo que hace. Retrocediendo algunos siglos (ya que estamos en racha), una de las mejores definiciones la dió Cervantes:

 

«Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro

 

Y por ello, el testimonio de una persona vale tanto como el de otra, sin atender a si una es panadero y otra archiduquesa, a menos que existan circunstancias externas a las del propio deponente que hagan dudar de su sinceridad. Y eso vale para testigos, denunciantes, acusados y en general, cualquier ser humano.

Luego está eso tan denostado últimamente de la presunción de inocencia, que implica que nadie es un delincuente (ni por lo tanto puede ser castigado) sin haber sido condenado antes en ese proceso con todas las garantías, donde no deben quedar dudas razonables acerca de la comisión del delito, y de su autoría. Porque sin esto, lo todo anterior no vale para nada. De hecho, sin presunción de inocencia sobra todo lo demás. ¿Para qué queremos un juicio si ya se ha decidido que el acusado es culpable? Son ganas de perder el tiempo. Si alguien no ve el problema de eliminar esta garantía, se ha perdido los últimos 4.000 años de evolución social. Pero oye, la edad del bronce era muy divertida, con sus guerras de Troya, sus hititas y sus constructores de pirámides.

Y es que todas estas garantías procesales están interrelacionadas, de modo que la inexistencia de una convierte las otras en meros formalismos inútiles. Pasa también con el derecho a no declarar contra uno mismo. Porque a ver por qué no vamos a poder hinchar a bofetadas a un criminal para que confiese sus crímenes… salvo que no es un criminal hasta que se lo condena tras haber demostrado la comisión del crimen. Esto, que es tan evidente con la tortura física, en no pocas ocasiones se ha puesto en duda con otros medios para conculcar este derecho.

 

No voy a alargar mucho más estas disquisiciones, en las que ya he divagado demasiado. Pero de entre los principios y garantías que me he dejado en el tintero, me gustaría detenerme en dos concretos, porque no deja de sorprenderme que que a estas alturas, principalmente desde esas concepciones que pretenden la preeminencia de los colectivos (evidentemente, representados por unos pocos tipos tan inteligentes que deciden quienes lo integran y cuál es su voluntad) frente al individuo, se siguen poniendo en duda de forma machacona y constante.

 

En primer lugar, tenemos el principio de que nadie puede ser condenado por algo en lo que no ha participado de alguna de las formas previstas en la ley, que básicamente en todos los sistemas jurídicos de nuestro entorno, viene a ser autor, instigador, cómplice o encubridor. Parece algo evidente, pero nos encontramos con que no lo es:

Ni los hijos son culpables de los actos de sus padres, ni las familias de los de algunos de sus miembros. Y claro, ni todos los hombres son culpables de una violación, ni todos los musulmanes son culpables de un atentado terrorista, ni todos los gitanos son culpables de un robo, ni todos los ingleses son borrachos violentos…

De hecho, más allá de las concepciones prerromanas de la justicia, no nos encontramos aquí frente a una doctrina fruto de una determinada concepción del Derecho, sino ante una mera maniobra demagógica que parte de la política y tiene intenciones políticas. No hay ninguna teoría jurídica que trate de argumentar la legitimidad, o ni siquiera la necesidad práctica, de responsabilizar a grupos arbitrariamente establecidos, de actos de alguno de sus integrantes, estableciendo un castigo colectivo previo a la posible comisión de otro delito. No.

Lo que tenemos ante nosotros es a facciones políticas que tras descubrir un determinado grupo sentimental de pertenencia, se dirigen al mismo, establecen otro grupo al que temer y exigen contra él medidas extrajudiciales (por tanto vacías de cualquier garantía). Es decir, lo que se pretende es conseguir un poder coactivo, un poder político no limitado por ningún tipo de garantía. La facultad de castigar sin limitaciones, y de forma previa a la posible acción denostable. Por supuesto, sólo a los malos, pero definiendo arbitrariamente a los malos, y de forma suficientemente amplia.

Porque las garantías procesales, derechos humanos y demás zarandajas, son imposiciones etnocentristas de burgueses capitalistas europeos, que ignoran el bien supremo de la mayoría… Excepto cuando te toca dejar de ser de la mayoría.

Lo que se desea es pasar de un sistema político en el que dentro de un territorio, los ciudadanos son iguales ante el poder (que además está limitado), a otro sistema en el que el poder ilimitado establezca colectivos arbitrarios, ajenos a la decisión de sus integrantes, con diferentes derechos y deberes, sobre los que poder actuar mediante la fuerza, y permitiendo a miembros de unos grupos (autonombrados como sus portavoces) ejercer esa fuerza sobre los integrantes de otros, por el mero hecho de serlo. Algo a lo que ni siquiera se atrevieron las monarquías absolutas.

 

Y por último, está el tema de la intención subjetiva del criminal. Nuestra civilización adoptó el criterio de que para determinar la necesidad de castigar una conducta, y la gravedad del castigo, debían estudiarse dos aspectos: el bien jurídico atacado y el medio usado para ello. Así, atendiendo al bien conculcado, merecía más pena alguien que infringiese el derecho a la vida (un homicida) que el derecho de propiedad (un ladrón). Y desde el punto de vista de los medios usados, resultaba más grave el uso de la violencia en un robo, que un hurto en el que no se había dado tal violencia.

Y así, el castigo por el mismo acto violento entre desconocidos de similares circunstancias, era menor que cuando la misma violencia era ejercida dentro de unidades familiares (esposos, padres, hijos, hermanos) o contra personas cuya capacidad de defenderse estaba limitada (menores, ancianos, discapacitados…). En estos últimos casos, la pena se agravaba por la especial repugnancia social que siempre produjo la violación de la convivencia familiar o el abuso de superioridad.

Todo ello teniendo en cuenta que el poder del Estado para castigar siempre fue visto como algo excepcional (la última ratio, como lo llama la doctrina), limitado a situaciones especialmente graves, y que no podía extenderse a temas meramente morales, o problemas que podrían solventarse en otras jurisdicciones. Y además, estaba la sincera asunción de reconocer la imposibilidad práctica de conocer lo que el delincuente estaba realmente pensando. Sus motivos reales para cometer el delito.

En cambio, nos encontramos ahora con la tendencia de considerar como merecedoras de mayor castigo, cuando no como delitos en sí mismas, las intenciones.

Por poner un ejemplo candente, tenemos la especial regulación penal de lo que generalmente se conoce como violencia de género, que aunque en nuestro actual Derecho Penal se lo limite y denomine como violencia sobre la mujer, parte de la misma concepción. Así, al contrario del agravante antes comentado, por el que se castiga más un delito cometido contra un familiar, y más aún si concurre un abuso de fuerza o de posición dominante, lo que determina la aplicación de este nuevo criterio es una concepción según la cual, el autor del delito «atenta contra la dignidad e integridad física y moral de las mujeres por el hecho de serlo, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres» (por usar las palabras de la Ley andaluza 13/2007, de 26 de noviembre, de medidas de prevención y protección integral contra la violencia de género). Es decir, hablamos de una determinada intención moral, por la que el delincuente comete el delito como medio para imponer una determinada visión política y social.

A parte de lo evidente de que los ideólogos de esta corriente no han pisado un juzgado en su vida (y posiblemente viven aislados del mundo por algún tipo de problema), está claro que ante un delito violento, a menos que el acusado confiese o haya realizado algún tipo de declaración previa, es imposible saber si su intención al realizar la acción delictiva era «atentar contra la dignidad e integridad física y moral de las mujeres por el hecho de serlo, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres». De hecho, este humilde abogado siempre ha dudado de que en cualquier delito de este tipo, el agresor tuviera en mente cualquier convicción política o social sobre el tema.

Y como no es factible leer la mente del imputado (y de serlo, sería contrario al derecho fundamental a no declarar contra sí mismo), nos encontramos con una disposición legal que además de ser muy grave (permite al Estado aplicar castigos) resulta inaplicable y vacía de contenido. La cuestión, en la práctica, se ha solucionado asumiendo en el Código Penal que todo delito en el ámbito familiar cometido por un varón contra su pareja (siempre que ésta sea mujer), tiene esta motivación ética y de concepción del mundo. Así, por el mero hecho del sexo del ofensor y la ofendida, legalmente se presupone sin posibilidad de prueba en contrario, que esos delitos entran dentro de una calificación meramente moral de violencia de género.

No sólo se establece una agravante por la intención, sino que directamente dicha intención se presupone, sin posibilidad de defensa.

Unas consideraciones similares podríamos hacer con respecto a los llamados delitos de odio. Hubo un tiempo civilizado en el que si una persona agredía a otra, le hubieran aplicado una condena sin atender a quien era una u otra. Ahora, si el ofendido pertenece a una determinada raza, etnia, cultura religión o ideología política, diferente de la del ofensor, es una cuestión determinante si el delito se cometió porque el autor sentía algún tipo de odio sobre esos colectivos, o si tenía alguna motivación política o social.

Porque no sólo estamos de nuevo ante la dificultad de estar en la cabeza del delincuente. Estamos castigando una intención, una ideología, un sentimiento íntimo y privado, cuando lo grave es el hecho en sí, es decir, el bien jurídico atacado.

Y es que además, nos encontramos ante el problema de tener que discriminar la pertenencia de alguien a un determinado grupo, tan sólo por ser quien es. Retrocedemos a tiempos en los que lo importante, de nuevo, era quién se es, no qué se hace. Y así, bajo la excusa de defender colectivos (arbitrariamente determinados por características físicas o sociales), se institucionaliza el racismo y la discriminación por razón de cualquiera de esos motivos por los que la Constitución prohíbe discriminar. Y lo que es más grave, políticamente se incluye a los individuos en esos colectivos que se pretenden homogéneos, cuyos intereses o derechos abstractos pasan a estar en el mismo plano que los concretos e individuales.

 

Llegados a este punto, lo mínimo que puedo hacer es disculparme. No por divagar tanto (al fin y al cabo, quien me haya leído antes ya sabía el riesgo que corría), sino por escribir sobre unas cuestiones tan elementales. O que debieran serlo. Pero a la vista del nivel del debate público actual, me temo que no está de más recordar una serie de principios que nos definen como civilización, y cuya conculcación ha dado unos resultados más que probados en la práctica, pero de los que al parecer, nadie se acuerda.

 

Miguel A.Velarde
Miguel A.Velarde

Ejerzo de Abogado en Sevilla, además de estar implicado en algún que otro proyecto.

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