Érase una vez en un reino de fantasía, un archiducado gobernado con mano firme pero maternal por una gentil señora, heredera de una estirpe nobiliaria con larga tradición y arraigado poder en el lugar.
A pesar de los desvelos de la archiduquesa y de la lealtad inquebrantable de su sufrido pueblo, el país no era precisamente rico. Los súbditos desesperaban buscando una solución a sus muchas cuitas, y clamaban contra las fuerzas del mal que sin duda tramaban contra ellos desde algún lugar lejano, como así aseguraban los pregoneros que enviaban sus gobernantes.
Para bien gobernar, la archiduquesa estaba rodeada de fieles caballeros y mesnaderos que trabajaban incansablemente por ella, y se apoyaba en leales casas señoriales a las que a cambio de su obediencia inquebrantable, premiaba con merecidas regalías y nuevos cortijos. Como las cortes del reino, el monarca o los prestamistas ultramontanos ponían problemas para dar todo el oro que precisaba la familia archiducal, lo que astutamente se hacía era inventar gestas y trabajos a realizar por las casas señoriales, las cuales, tras cobrar su merecido botín, cedían una parte a la archiduquesa y sus mesnaderos. Además, y a igual fin, para otras empresas que otros héroes quisieran acometer, los leales caballeros de la archiduquesa les cobraban el estipendio que considerasen justo.
Una de estas casas señoriales, el ducado Azul, que se había distinguido por su lealtad y arrojo, precisamente por ello estaba pasando por unos momentos difíciles. El anciano rey les había concedido unas mercedes por las que tenían que abonar un estipendio. No pudiendo hacerlo, el buen monarca había pospuesto su pago, pero su sucesor de luengas barbas, celoso, sin duda, de la lealtad que profesaban a la archiduquesa, se lo reclamaba sin recato ni compasión. Ello unido a una serie de penosas circunstancias, hacía que los buenos duques de Azul se encontraran con el agua al cuello.
La bondadosa archiduquesa, como no podía ser de otra forma, no podía abandonar a su suerte a tan leales súbditos, por lo que decidió ayudarles, salvando al tiempo una de las fuentes por las que ella y su clan recibían los necesarios dineros.
Como el poco amable monarca, apoyado en tratos con poderosos reyes de allende las fronteras, no le permitía darles directamente el cofre con oro que precisaban, tuvo que idear un ingenioso ardid para solventar el problema. Banqueros del reino y potentados leales podrían dar al ducado Azul cuanto precisaran, siempre que tuviese algo con que respaldar su palabra. Y la ocasión surgió cuando recordó que en un cortijo cercano había una maravillosa torre de hechiceros, repleta de riquezas, lista para aquel que supiera tratar con las ominosas maldiciones que la guardaban.
Por supuesto, los peligros que encerraba esa torre eran enormes, y muchos magos habían desistido de entrar por miedo a ellos. No por casualidad, sus descontroladas hechicerías devastaron una gran parte de las tierras y las aguas circundantes. Pero al fin y al cabo, tan solo la querían para hacer creer a los malvados de fuera que tenían a su disposición una gran riqueza y, ¿quién sabía? Quizás en un futuro pudieran negociar con algún mago su entrada y conseguir parte del tesoro a cambio.
Como no podía ser de otra manera, el celoso rey también tenía algo que decir, pero la buena archiduquesa pudo convencerlo de permitir el acceso a la torre a quien fuese digno de ello. No podía, pues, entregarle directamente la torre a los leales duques de Azul, y debía ordenar públicamente a sus mesnadas que buscasen al mejor de los pretendientes. Pero ella era astuta, y sabría desfacer el entuerto.
Para hacer ver al rey barbado que todo discurría según las incomprensibles normas de las cortes del reino, celebró una fiesta a la que acudieron nobles y hechiceros de todas partes del mundo. Allí habló personalmente con un señor de allende los mares, el marqués del Arco Dorado, a quien aseguró que el archiducado era un prodigio de bondad, honradez y justicia, y que si presentaba un paladín al torneo, sería tratado con equidad e igualdad respecto de los nobles locales.
Al convencer al marqués de lejanas tierras, y junto con otro campeón del norte a quien también interesaban los ocultos misterios de la torre, podría la archiduquesa convencer al rey de que no había beneficiado a su súbdito Azul en contra de sus deseos y de las normas de las cortes, sino que había ganado el premio en buena lid. El futuro se veía así prometedor para el archiducado y sus leales, y mucho más cuando la propia archiduquesa, o más bien sus leales mesnaderos, elaboraron las reglas del torneo a su gusto y conveniencia.
Sin embargo, a la hora de presentar los planes que tenían para entrar en la torre, y enumerar los méritos y poderes que los asistían, no contaban con que los buenos y sencillos siervos del ducado Azul no sabían de asuntos de hechicería, mientras que sus contendientes tenían experiencia en luchas contra terribles dragones en lejanas tierras, y habían estudiado en terribles y arcanos grimorios. Contrariados ante la perspectiva de no poder justificar una decisión poco ajustada a las reglas del torneo, los duques de Azul decidieron pedir ayuda, y la encontraron también allende los mares.
A pesar del miedo que les profesaban, entraron en tratos con una tenebrosa orden de hechiceros oscuros, acostumbrados a hacer su voluntad y no responder ante poder terrenal alguno. Desde su pirámide oculta en tenebrosas junglas, el Cónclave Rojo consintió en apoyar a los duques de Azul, aunque haciendo notar que la torre que pretendían tomar era poca cosa comparada con las fuerzas arcanas y horrores ultraterrenos con los que estaban acostumbrados a lidiar, y que ellos no se dignaban a presentarse a justas ni torneos como vulgares caballeretes. Ellos tomaban lo que querían y no les merecía la pena el esfuerzo si no tenían la torre con seguridad.
De modo que el Cónclave Rojo consintió en que los duques de Azul acudieran a la contienda con las enseñas, estandartes, escudos y títulos de la Orden, pero advirtió que sólo se dignarían a aparecer cuando la torre fuera ya suya, momento en el cual se la quedarían para ellos solos, explotando en exclusiva sus poderes y riquezas, y que darían a los duques de Azul alguna migaja del tesoro. Al fin y al cabo, lo que los duques necesitaban era la imagen de ser poseedores de la torre, no la torre misma.
Y fue por eso que, llegado el momento del torneo, debiendo presentar sus planes detallados, los méritos y autoridad que los apoyaban, los buenos duques de Azul, inexpertos en tales lides, presentaron menos batalla que las liebres del campo. Para intentar evitar males mayores, viendo el problema en que se habían metido, los duques de Azul trataron de parlamentar discretamente con sus contrincantes, los señores del Arco Dorado. Así que les ofrecieron colaborar en lugar de combatir. Generosamente les explicaron que la archiduquesa les había prometido la torre de una manera u otra, y que ellos se la entregarían, a su vez, al marqués del Arco Dorado para su disfrute, a cambio, claro, de un justo aunque elevado estipendio.
Sin embargo, los litigantes de allende los mares no debieron comprender la oferta y se negaron algo sorprendidos a tales tratos, a pesar de que incluso caballeros de alto rango de la archiduquesa hablaron con ellos para explicarles bien la situación. ¿Pagarles por no hacer nada? ¿Por conseguir una torre que se suponía que sería entregada al vencedor del torneo? De modo que no fue posible el entendimiento.
¿Qué podían hacer pues, los mesnaderos de la archiduquesa, encargados de anunciar el triunfo de los duques en la justa? Pues decidieron que como al fin y al cabo nunca nadie se quejaba de sus acciones, respaldadas siempre por el poder del archiducado, no tendrían en cuenta la falta de armas y bagajes, ni los errores patentes en los planes de entrada a la torre, ni el total desconocimiento de hechicerías que demostraron en la justa. De modo que, a pesar de que un par de días antes, un cortesano había comentado a los señores del Arco Dorado que parecía que iban a ganar el torneo, porque sus contrincantes no llegaban a un nivel mínimo, el premio fue finalmente entregado a los duques de Azul y al Cónclave Rojo.
El archiducado y sus fieles celebraron con alegría una nueva solución a los problemas del feudo, pero ninguna felicidad dura cuando entran en liza hechicería y magos. El marqués del Arco Dorado acudió a los caballeros y mesnaderos para preguntar cómo había sido posible, y con justa indignación, éstos les respondieron que así era como debía suceder, y que más les valía acatarlo, si pretendía tener en un futuro cualquier negocio en aquellas tierras.
Sin embargo, los ambiciosos señores del Arco Dorado acudieron a la Justicia del rey para protestar, y un Juez decidió ver si se había quebrantado la justicia del reino. Para ello ordenó a un alguacil que investigara el asunto, trabajo que éste acometió con gran diligencia y esfuerzo. Mandó a sus mesnaderos a que recabaran documentos e interrogaran a quienes algo pudieran conocer de la justa celebrada.
El juez hizo caer el peso del poder del reino sobre los fieles caballeros leales a la archiduquesa, para gran consternación de todos los leales siervos de ésta, que veían con estupor como por primera vez, las leyes del reino también se podían aplicar a caballeros y mesnaderos de la archiduquesa, como si de vulgares vasallos y villanos se tratasen. Ellos, que siempre habían estado por encima de normas humanas y divinas, para mejor poder servir a su señora.
El juez y el alguacil comenzaron a afirmar cosas sorprendentes. Decían que los caballeros de la archiduquesa mentían. Que su proceder había sido contrario no sólo a los fueros del reino, sino a los del archiducado e incluso a las normas y usos de la propia caballería. Se preguntaban pasmados cómo era posible que lo que afirmaban los duques de Azul y sus aliados hechiceros fuese lo contrario de lo que les decían los caballeros de la archiduquesa. El alguacil recurrió a la sabiduría de magos poderosos que le expusieron que ni los duques de Azul ni el Cónclave Rojo serían capaces de abrir las peligrosas puertas de la torre sin causar gran calamidad y desolación a los vasallos del lugar.
Mientras, en vista de que la cosa se complicaba, la archiduquesa acudió directamente ante los hechiceros del Cónclave Rojo, quienes despreciaron y abandonaron a los duques de Azul y exigieron para prestar su ayuda no sólo la torre en disputa, sino una serie de preciados tesoros sobre los que, presa de la desesperación, la archiduquesa se puso a negociar.
Aunque cuando todo parecía perdido, la cosa comenzó a resolverse con bien para la archiduquesa y sus leales. Gentes de bien y con autoridad, tuvieron a bien hablar con el juez y el alguacil. Si bien este último se resistió y protestó, tuvo que cesar en su inquisitorial pesquisa sobre los duques de Azul y los caballeros de la archiduquesa, e incluso cuentan que algunos de sus mesnaderos, justamente intimidados, abandonaron su servicio.
Por su parte, nadie sabe qué pensó el juez para su fuero interno, pero una mañana apareció por su estrado y sacudiéndose el polvo de la toga, con cierto disimulo expuso que había cambiado de opinión, que donde dijo digo, decía ahora Diego, y que pelillos a la mar. Que la cosa se acababa allí porque el honor de un fiel caballero no debía ser puesto en duda por meros siervos, vasallos ni extranjeros. Y que si bien no podía negar que el asunto olía muy mal, no sería él quien osase averiguar nada más, ni pusiese en duda el poder absoluto de los leales nobles sobre las vidas y haciendas de los lugareños.
Claro que los señores del Arco Dorado no se dieron por vencidos y acudieron a instancias superiores para mantener sus pretensiones, al tiempo que alertaban infantes y caballerías para el combate, pero nada se obtendría ya en un tiempo razonablemente breve, y otros acontecimientos se precipitaron de forma súbita.
En esas estaba la cosa cuando el trono del reino quedó vacante, los bárbaros morados de las estepas atravesaron las fronteras, y la archiduquesa, al igual que otros grandes señores del reino, aprestaron sus tropas para pugnar por la corona en lo que prometía ser una cara y sangrienta guerra.
Y de momento, dejaremos aquí el cuento…
∼∼∼
– ¡Pero papá! ¿Qué ocurrió con los duques de Azul? ¿Y no protestaron los señores del Arco Dorado? ¿Y qué hicieron los oscuros hechiceros?
– Algunas historias, como ésta, no tienen aún un final. Se hacen esperar, y mucho.
– ¡Pero no puedes dejarlo así! ¿No puedes decirme aunque sea cuál es la moraleja del cuento?
– Pues sí. Eso sí. La moraleja podría ser… Que cuando se vive en un reino como el del cuento, para tratar con nobles, caballeros y demás lacayos del gobernante, más vale olvidarse de la ley y usar una navaja. En un callejón oscuro.
-Papá, esa moraleja no me parece muy moralizante.
-Sobre todo si se lo preguntas a los sicarios de la archiduquesa…
El padre arropó al niño y salió al pasillo camino del salón, desde cuya ventana podía verse, recién encendida la iluminación, un solitario rascacielos ahora propiedad de un banco con sede en una ciudad mediterránea.
¿Hay algún motivo real (por ejemplo tomar precauciones ante posibles represalias) para que el cuento tenga que ser tan «críptico» o solo se trata de una «licencia poética»?
Hay motivos muy reales.
La verdad es que me pensé mucho ir a las bravas y contar cierta historia real de terror en la que se basa, pero la mafia… Esto… La archiduquesa está tomándose este asunto con especial saña. Hasta extremos sorprendentes. Ya comento algo de los alguaciles…
Jejeje cada vez me resulta más evidente, que la realidad de las sociedades no cambian porque les pongamos una etiqueta u otra.
En concreto: España puede que hoy sea nominalmente una «democracia» y que teórica y aparentemente la censura se aboliera con la muerte de Franco.
Pero lo cierto y verdad, más allá de las apariencias,que se demuestra con tu «cuento» es si no tienes un grupo de poder detrás de tí, que te ampare y te proteja, el ciudadano común y corriente tiene un miedo más que justificado a airear los trapos sucios de los políticos en el poder, ya sean de un color o de otro.
En cualquier caso, dicen que la censura provoca algunas de las mejores obras artísticas porque agudiza el ingenio, así que espero poder leer la continuación del cuento.