Mucho se dice sobre la actividad política, las más de las veces con cierto desprecio. Queda claro que ha hecho méritos suficientes para gozar de ese desprestigio, y que ese resultado no es circunstancial ni aleatorio, sino la esperable consecuencia de tanta mala tarea y de sus aberrantes prácticas.
Buena parte de esa baja reputación tiene que ver con el modo de ejercerla y no con la actividad en sí misma. Sería bueno que quienes la han abrazado como vocación, asuman ese costo en vez de ofenderse con quienes hostigan a sus protagonistas. Algún famoso ex presidente dijo alguna vez “Se supone que la política es la segunda profesión más antigua de la Tierra. He llegado a la conclusión de que guarda una gran semejanza con la primera.»
Pero de todos los defectos que caracterizan a este oficio, tal vez uno de ellos sobresalga por su importancia, impacto y siempre sombría explicación. Se trata del origen de los dineros con los que se financian los partidos, con los que se hace viable la actividad política de modo cotidiano.
Si los partidos, si los dirigentes, no pueden explicar con transparencia y honestidad de donde salen los fondos que financian su actividad, mal pueden ser los motores del cambio, al menos no sin ser sospechados.
Preocupa la perversa relación entre dineros públicos y acción política, porque la sensación generalizada de la sociedad es que quien maneja el poder, quien detenta la caja del sector estatal, cuenta con una enorme ventaja, y esto pocas veces se contradice con la realidad percibida.
Es indiscutible que para hacer política hay que tener dinero. Pero este debe provenir del aporte propio o de la capacidad de reunir el de otros actores que deseen solventar esta actividad. Si bien existen normas al respecto y cada legislación, leída en abstracto, parece sensata y consistente, queda claro que la credibilidad pública de esa información es cercana a cero.
Habitualmente, el que ostenta alguna forma de poder se nutre de modo directo e indirecto, de los recursos públicos para llevar su acción partidaria. Ocupa los medios del Estado, pero también su tiempo, mirando el próximo turno electoral y haciendo proselitismo en vez de construir soluciones.
Se entremezclan tareas entre el deber del funcionario público, ese empleado de la sociedad toda que fue designado para cumplir un rol, y por el que recibe una retribución, con la del dirigente político que pretende darle continuidad a su gestión pensando solo en el siguiente escalón político.
Y entonces este pecado original, el del financiamiento de la actividad política termina constituyéndose en un círculo vicioso. Los que no tienen dinero suficiente no pueden acceder al poder porque se encuentran en condiciones de debilidad estructural y logística, y los que están gozan de inigualables ventajas porque se han apropiado de la “caja” y la van a usar en su favor.
Los menos deshonestos lo harán con prolijidad, sin dejar las huellas que los incriminen, respetando las formalidades que el sistema les exige a cambio de abusar de sus flaquezas. Otros, los más burdos, desplegarán su impunidad alardeando de ella. Es que para ellos, el poder es justamente eso, presumir con desvergüenza. Usan los recursos del erario público y disfrutan de ello sin sonrojarse. Se justifican usando el viejo, inmoral y paupérrimo argumento de que sus adversarios en su lugar harían lo mismo.
Como tanta otra legislación que redactamos en estas latitudes dice lo que supone debe ser, lo que creemos políticamente adecuado y no lo que precisamos para convivir en sociedad.
Los ciudadanos no solo necesitamos saber cómo se financia la política, sino que debemos conocer sus pormenores porque no se puede construir prestigio en la política si ella no se respeta antes un poco a sí misma.
En el caso de contribuciones privadas, no cambia mucho la cuestión. Es que no está mal apoyar al candidato que fuere con patrimonios individuales o desde el ámbito empresario. Lo incorrecto es ocultarlo, no jugar con las cartas sobre la mesa. Cualquier ciudadano debe poder expresar su simpatía por un alineamiento político, inclusive apoyando económicamente a esa tarea partidaria. Lo éticamente repudiable sería que ciertos intereses soporten económicamente a un sector partidario, a escondidas.
Los que proponen que el Estado debe subsidiar la actividad política con fondos públicos, son los que no son capaces de comprometer su patrimonio personal, ni tienen capacidad de seducir a los votantes, a los vecinos y a los empresarios para que apoyen sus causas. Si no saben hacerlo, si no tienen esa habilidad, no parece demasiado razonable que la sociedad toda deba subvencionarlos con favores públicos pagando impuestos para ello.
La política debe poder superar este escollo. Si no puede transparentarse, si no puede explicar de dónde sale tanto dinero que financia sus campañas y terminar con el mal hábito de corromperse para favorecer a la sociedad, no podremos dar un paso en positivo en esto que es central.
Y cuidado, que no se trata de leyes nomás, es bastante más profunda la temática. Saquear las arcas públicas es una cuestión moral no solo del que recurre a ese mecanismo como hábito, con cierta inercia. También tiene que ver con esa resignación social con la que nos estamos acostumbrando a convivir más de la cuenta. Debemos buscar pronto los mecanismo que nos permitan derrotar al pecado original de la política.
Alberto Medina Méndez
www.albertomedinamendez.com
Su comentario, Secun, me ha traído a la memoria esta frase atribuida a Mark Twain:
«Ni la vida, ni la libertad ni las propiedades de un hombre están seguras mientras el Congreso está reunido.»
Hay un efecto secundario, quizá más letal que “el trinque”; la necesidad de hacer ver que trabajan.
Cuando dicen: “en esta legislatura hemos sacado adelante X leyes“, se que la X es el factor por el que hay que multiplicar las libertades que he perdido; las veces que me han dado por allí.
Hay que instaurar el canon político: puesto que van a terminar metiendo la mano en la caja, que, tras ser elegidos, pasen un par de años en la trena antes de empezar a ejercer.