Un breve repaso de los procesos electorales del continente nos muestran claramente una manera de razonar, esa que aplica el votante medio de estas latitudes, ante cada convocatoria comicial.
La inmensa mayoría de esos sucesos políticos evidencian que, las más de las veces, no elegimos en positivo, sino que recorremos un sendero en el que descartamos candidatos secuencialmente. No seleccionamos a nuestro preferido, solo vamos dejando de lado a todos aquellos que no se ajustan a nuestra predilección.
No es una actitud de todos y no cabe generalizar, pero si se puede decir que una porción importante se manifiesta de este modo que parece gobernar nuestra más elemental forma de expresarnos desde lo electoral. Estamos sustancialmente más preocupados en “sacar” candidatos, funcionarios y políticos que en adherir a los que ingresarán en su reemplazo. Es evidente que tenemos mas facilidad para el rechazo que para la aprobación, somos mejores “botando” que votando, terminamos optando y no eligiendo.
Y no es que, necesariamente sea incorrecto que tengamos mas claro lo que “no queremos”, que lo que queremos. No es un mal primer paso saber que ciertas figuras no nos representan, no expresan lo que pensamos. Pero quedarnos allí, sin indagar acerca de lo que realmente deseamos, es una actitud, en exceso, cómoda, pasiva, y en algún punto, hasta cívicamente irresponsable.
Es que aceptarlo como una transición, un simple hecho aislado, no sería tan grave, pero tomarlo como un hábito, una rutina, nos lleva a una situación en la que resulta bastante probable que vayamos dando pasos, solo repudiando a quienes no nos representan, pero siempre nos quedaremos a mitad de camino, porque los sucesores, no gozarán de nuestra adhesión, sino que solo los habremos utilizado como un mero instrumento para alejar a los que, circunstancialmente, estaban en el poder.
Los electores aun tenemos varios capítulos pendientes para recibirnos de ciudadanos con mayúsculas. Este aspecto de votar en negativo es, sin dudas, uno de ellos, de los más importantes tal vez. Y es que no se trata de un episodio anecdótico, sino de una forma de actuar en la vida, que nos hace ser reactivos y no proactivos. Siempre estamos detrás de los acontecimientos, remediando en vez de previniendo.
Es un aspecto a corregir, porque esta dinámica de estar pendiente siempre de lo que no nos gusta, para dejar de lado lo que nos conmueve y representa, no nos conducirá a un destino elegido, sino que nos llevará indefectiblemente al próximo tropiezo en ese deambular sin rumbo. Y así estamos.
La tarea de elegir implica un mayor nivel de compromiso, una decisión más independiente de las pasiones y más racional, menos emotiva y más cerebral, pero sobre todo razonada, elaborada, apoyada en un desarrollo que nosotros, evidentemente no deseamos recorrer. Somos básicos e instintivos, pero debemos vencer esa inercia.
Cuando la sociedad dice que solo quiere evitar que tal o cual candidato triunfe y se excusa en que lo hace de ese modo porque se siente atrapado, condicionado, ante la escasez de ofertas, dice una verdad a medias.
Describe una fotografía que efectivamente muestra eso, pero que no cuenta porque se ha llegado hasta ahí. La imagen explica parcialmente el presente, pero no cuenta que secuencia de hechos nos trajeron hasta este lugar.
Una versión completa dirá que llegamos allí por no participar, por no integrarnos a la acción política, por dejar en manos de unos pocos las decisiones de todos. Lo hacemos en el barrio, en el club, en la política doméstica, y en la gran política.
Esa cadena de decisiones minúsculas, donde reina la apatía, el desinterés, y la ausencia de un compromiso ciudadano, explica porque llegamos hasta donde llegamos. Nos quedamos sin alternativas al final, porque no hacemos los deberes allí, donde nos corresponde, en lo cotidiano, en lo cívico, en lo más básico y elemental.
El ejercicio de elegir, supone tener mayor claridad conceptual. Saber que se quiere supone analizar algunas cuestiones con más detenimiento, ser menos instintivos y más racionales, menos intuitivos y más analíticos. Pero también implica ejercitar con más frecuencia la gimnasia de consensuar, de lograr acuerdos posibles, que aunque alejados de nuestras más profundas convicciones, al menos vayan en el sentido correcto, y nos acerquen a lo que pensamos en vez de alejarnos de ello.
Con partidos en retirada, vacíos de contenido, ideas y capacidad de construcción de debates, estamos en problemas. Con líderes que se esfuerzan por resultar carismáticos, que apuestan más al marketing, a la logística electoral y a su estrategia de alianzas, que a entrenarse para gobernar, estudiar para ser mejores y no solo para parecerlo, que evitan fijar posición política porque están mas concentrados en no restar que en ganarse respetabilidad, estamos realmente complicados.
Vamos por un sendero peligroso, y con nuestra indiferencia ciudadana vamos construyendo un laberinto, que al final de su recorrido nos espera con una fórmula que ya conocemos, esa que enfrentamos en cada convocatoria electoral, la de tratar de evitar que gane uno, y en ese proceso terminar votando al que nos parece menos malo, al que sin apasionarnos, solo nos genera menos rechazo que el otro, al que deseamos negarle la ocasión. Parafraseando a Jorge Luis Borges, “no nos une el amor, sino el espanto”.
Alberto Medina Méndez
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PUBLICADO EN EL DIARIO EPOCA DE CORRIENTES, ARGENTINA, EL MIERCOLES 6 DE OCTUBRE DE 2010
Constato con estupor que el Paraguay figura en el mapa con la bandera uruguaya y el Uruguay con la paraguaya. El Paraguay es un país mediterráneo; el Uruguay, no. La capital del Paraguay es Asunción; la del Uruguay, Montevideo. La moneda del Paraguay es el guaraní; la del Uruguay, el peso. El presidente del Paraguay se apellida Lugo; el de Uruguay, Mugica. Etc. Aunque tengan en común la terminación «guay», esos países no son intercambiables. Vale.
Estimado Armando, mil disculpas por no haber revisado el mapa en condiciones. Ya está cambiado. Gracias!
Desde la Revolución Francesa el Mandato Imperativo ha sido prohibido en todos los regímenes. Por lo tanto los programas electorales no tienen ninguna validez ni vinculación con el ejercicio del poder. Así las cosas, el análisis objetivo y razonado de las alternativas políticas es inútil. No es rentable estudiar los datos que se nos dan y la rentabilidad de ese esfuerzo no cubre la inversión.
Es verdad que el espanto es lo que nos une, pues la clase política, sabedora de que nos mueve más el miedo a la pérdida que la posibilidad del beneficio, explota sin pudor las conductas primitivas del electorado. Utilizando la educación y un sistema electoral endogámico los cambios del sistema desde dentro son casi misión imposible. Y así lo percibe el cuerpo electoral, que a cambio de seguridades aparentes va cediendo soberanía y responsabilidad, entregados a un status quo que ven inamovible.
Debemos empezar a centrarnos más en lo que la socialdemocracia nos hace perder que en lo que el liberalismo nos hace ganar. Tanto en cuanto el sistema no sea puesto en duda y se vea factible el cambio, pocas opciones hay.
Y una vez el sistema sea puesto en duda, el cambio desde dentro se me torna inviable -amén de que está diseñado para impedir la involución del monstruo burocrático-. Así que la transición sería más compleja y dolorosa que ganar unas elecciones. Hará falta más que palabras y convencer, habrá que mojarse mucho y establecer instituciones alternativas a las del estado…