En un sensacional artículo en la Revista de Libertad Digital, Rallo reseña un libro muy interesante desde el punto de vista estratégico.
La conducta fundamental que se seguiría con esta estrategia sería una combinación de la no cooperación –entendida grosso modo como “la actuación dentro de la legalidad para dificultar los planes autoritarios del Estado”- y lo que Henry David Thoreau (1817-1862) llamó la desobediencia civil –“el no acatamiento de aquellas leyes consideradas contrarias a la justicia”
En cierta medida, el escrito de Thoreau, Desobediencia Civil, conjuga ambas vertientes desde una posición profundamente individualista y antiestatalista. Por ello, creo interesante comentar brevemente este ensayo que contiene frases realmente contundentes de este personaje tan peculiar como cargado de razón.
Comenzando con la primera vertiente, la no cooperación, Thoreau transmite en términos muy sencillos por que no deberíamos cooperar con el estado. Así, cuando uno considera el aparato estatal como un edificio asentado en la injusticia (como por ejemplo, basarse en la fuerza e imposición, o por llevar a cabo guerras que uno considera injustas), no debe conformarse simplemente con pensarlo. “¿Cómo puede un hombre estar satisfecho de limitarse a abrigar una opinión y disfrutar de ello? ¿Hay alguna diversión en esto si él cree que está oprimido?
Por tanto, los hombres no deben contentarse con la acción pasiva. Los hombres no deberían prestarse a servir a la maquinaria estatal que consideran inmoral e injusta. En opinión de este autor: “Haz que tu vida sea un freno para parar la máquina. Lo que yo tengo que hacer es cuidar por todos los medios que no me preste a servir al error que condeno”. Cuando uno crea que la ley le obliga a cometer injusticias “entonces, digo, trasgrede la ley”.
Siguiendo el artículo de Rallo, en Thoreau también vemos las dos vías de resistencia. Por una parte, Thoreau llega a la conclusión de que toda respuesta concluyente a esta situación es revolucionaria. “La acción que se deriva de los principios, la percepción y la realización de lo que es justo, cambia las cosas y las relaciones; es esencialmente revolucionaria y no es totalmente compatible con nada que haya existido”
Pero Thoreau, aunque también considere el otro extremo, concibe la revolución fundamentalmente como algo totalmente individual y pacífico: ““Sí realmente deseas hacer algo, dimite de tu cargo” Cuando el súbdito se haya negado al vasallaje y el funcionario haya dimitido de su cargo, entonces tiene lugar la revolución”, el desentendimiento del estado.
Es la negación del estado desde nosotros mismos, individual y pacíficamente, sin esperar a modificarlo ni a través de sus medios, ni a través de los votos. Es la no cooperación.
En cuanto a los votos, estos sólo son útiles cuando se está con la mayoría, y Thoreau no creía en el papel de las mayorías en la democracia: “¿Es que no puede haber un gobierno en el que no sean las mayorías las que decidan virtualmente sobre lo que está bien o mal, sino la conciencia?” No es que la mayoría sea más justa, sino que es más fuerte.
Entonces, un voto sólo será útil cuando se acompaña a la mayoría. Pero si uno coincide con la mayoría es porque la situación ya ha cambiado. Y entonces, ¿para que sirven los votos si ya ha habido cambio?
En cuanto a los medios que en general podría disponer el estado para cambiarse a sí mismo, Thoreau es categórico: “En cuanto a adoptar los métodos que el Estado ha facilitado para remediar el mal, yo no conozco tales métodos. Exigen demasiado tiempo y la vida de un hombre es limitada. Tengo otros asuntos que atender”. No quería mejorar el sistema, simplemente vivir como a él le gustaba. Y por eso no tenía que intentar mejorar algo totalmente ajeno y torpe.
Por otra parte, Thoreau también se refiere a lo que podría ser la otra vía, el incumplimiento de las leyes estatales que nos parezcan injustas o, la desobediencia al estado:
Así, en Desobediencia Civil, Thoreau escribía: “Creo que deberíamos ser, en primer lugar, hombres, y súbditos, después. No es deseable cultivar el respeto por la ley en la misma medida que el respeto por el derecho. La única obligación que tengo que asumir es la de hacer en todo momento lo que creo justo”
Opinaba que la fuente de justicia no era el estado, sino la conciencia de cada uno de los hombres desde su propia libertad individual. Por eso, “La ley no hizo nunca a los hombres ni una pizca más justos, y en aras del respeto a la misma, incluso a los de buena disposición, se les convierte a diario en agentes de la injusticia” (como aquellos que luchan como soldados cuando el estado hace la guerra, o a los hombres que trabajan en y para la administración usando sus talentos diligentemente bajo sus órdenes).
Por tanto, no sólo haz la revolución pacífica apartándote del estado, desentendiéndote de su injusticia, dimitiendo de tu cargo de funcionario o, como hiciera Martin Luther King, no usando los servicios públicos que uno considera de comportamiento inmoral (es decir, no cooperación), sino, claramente, no cumplas las leyes que te parezcan inadmisibles. Y la ley injusta por antonomasia son… los impuestos.
Y no hay mejor ejemplo que el que da la propia conducta. De hecho, Thoreau fue encarcelado durante un día y una noche por llevar esa revolución pacífica y totalmente libre y ¡no pagó los impuestos (“personales”) durante seis años! -gracias a que un amigo pagó la fianza no estuvo más tiempo privado de libertad, porque no tenía ninguna intención de pagar los impuestos atrasados, incluso en cierta medida le molestó el comportamiento de su amigo.
La estancia en la cárcel le hizo reflexionar, y fue la simiente de las ideas que luego pronunciaría en forma de conferencia en el Liceo de Concord (Massachusetts, USA), su ciudad, en 1848 bajo el título: “La relación del individuo con el estado”, más tarde publicada primero como “La resistencia al gobierno civil”, y posteriormente, ya con el titulo definitivo: “Desobediencia Civil”.
Se cuenta una anécdota, no aclarada, según la cual, cuando Emerson, gran amigo del autor, le preguntó al verlo encerrado “Henry, ¿por qué estás tu aquí?” Thoreau respondió: “Waldo, ¿por qué no estás tú aquí?”. Anécdota que de ser cierta no extrañará a ningún lector de este pensador rebelde y pacífico. Porque, tal como dice él mismo: “Bajo un gobierno que encarcela a cualquier injustamente, el verdadero lugar del hombre justo está también en la cárcel”. Es “la única casa en un estado de esclavos en la que un hombre libre puede residir con honor” (haciendo referencia a uno de los problemas que más le molestaba, la esclavitud; el otro, la guerra que el gobierno americano estaba librando contra México).
Y es que la cárcel no fue motivo de vergüenza. Al contrario, allí residió con orgullo, como el único lugar donde podía estar si se respetaba a sí mismo. “Me maravillaba de que a la larga hubiese llegado a la conclusión de que éste era el mejor servicio en el que podía emplearme y que nunca hubiera pensado en aprovechar mis servicios de alguna otra manera. Yo entendía que si había un muro de piedra entre mis conciudadanos y yo, había otro aún más difícil de escalar o atravesar antes de que pudiesen llegar a ser tan libres como yo”.
El caso es que, siguiendo con su filosofía de desentendimiento pacífico del estado aun por ello incumplir las leyes injustas estatales (desobediencia civil), el objetivo de Thoreau no era no pagar impuestos porque no. De hecho, no veía mal pagar ciertos impuestos y otros no. Porque para él lo importante era la voluntariedad y, sobre todo, negarle la lealtad al estado. El estado no es nada ni nadie para que un individuo se preocupe ni se moleste por él, y ni mucho menos para que el ciudadano le pague forzadamente: “No es por ningún artículo en particular de la ley de impuestos por lo que me niego a pagarlos, simplemente deseo negarle lealtad al estado, retirarme y mantenerme apartado de él de una forma eficaz”. Frase contundente que resume muy bien el carácter de esta resistencia pacífica que, además de poder ser no cooperativa con el estado, ¡simplemente aboga por la voluntariedad! -que, dado el carácter autoritario del estado, implica la trasgresión de sus leyes.
No es que Thoreau odiara sólo y profundamente al gobierno americano por permitir la esclavitud o hacer la guerra a México, entre otras cosas. Es más, consideraba a ese estado, su gobierno y su ley, por encima de muchos otros estados, gobiernos y leyes. “Pero contemplados desde un punto de vista un poco más alto son como yo les he definido; vistos desde un punto de vista aún más alto, y desde el más alto, ¿quién podrá decir que lo son o que son dignos de ser contemplados o meditados en modo alguno?”
Y tal desprecio al estado no caminaba sólo. Le acompañan a este la visión que Thoreau tenía sobre la clase política y los legisladores, no muy buena: “No ha surgido un hombre con genio para la legislación. Son escasos en la historia del mundo”. Y desde luego, no es gracias a estos que su país estuviera alcanzando una posición prominente: “Nuestros legisladores no se han enterado todavía del valor comparativo del libre cambio y de la libertad, de la unidad y de la rectitud, para una nación. […] Si se nos confiara exclusivamente para ser guiados al ingenio prolijo de los legisladores del congreso sin que éstos fueran corregidos por la oportuna experiencia y las eficaces quejas del pueblo, América no conservaría por mucho tiempo su rango entre las naciones”.
Porque, en el fondo, el problema reside en la naturaleza del estado. Los impuestos, el poder absoluto de las mayorías, el uso de su maquinaria para emprender guerras, las leyes injustas como por ejemplo las que permitían la esclavitud…, todo eso eran (y son) consecuencias de la estructura estatal y las premisas sobre las que se asienta. Por eso, Thoreau finaliza el escrito en coherente sintonía con el principio, arremetiendo contra cualquier tipo de estado mínimo: «La autoridad del gobierno, incluso aquélla a la que estaría dispuesto a someterme, con todo es deshonesta: para ser estrictamente justa debe tener la ratificación y el consentimiento de los gobernados. No puede tener total derecho sobre mi persona y mi propiedad, sino el que yo le admita”.
Pues, tal como comenzaba el ensayo: “Acepto de todo corazón el lema: “El mejor gobierno es el que menos gobierna”, y me gustaría verlo cumplido de una manera más rápida y sistemática. Realizando esto, finalmente se llega a aquello en lo que también creo: “El mejor gobierno es el que no gobierna nada en absoluto”; y cuando los hombres estén preparados para ello, ésa será la clase de gobierno que tendrán”.
Mientras tanto, pasamos de una monarquía absoluta a una limitada, y de esta, a la democracia. Pero, ¿es éste sistema el mejor?, se pregunta nuestro autor. “No habrá un estado realmente libre e ilustrado hasta que el estado llegue a reconocer al individuo como un poder más alto e independiente del que derivan todo su propio poder y autoridad y que lo trate en consecuencia”. Un estado que fuera capaz de respetar al individuo y su libertad, permitiendo que éste fuera libre de adscribirse a él (la voluntariedad), y que fuera capaz de albergar la posibilidad de que los individuos se apartaran e independizaran de él, sería un estado que “…prepararía un estado aún más perfecto y glorioso, que también he imaginado, pero que todavía mis ojos no han visto en ninguna parte”.