Bueno. ¡Yo estaba ahí! A pesar de mi resitencia a mezclarme con las masas. Y muchas personas hemos estado en el tajo desde hace muchos años sin existir para nadie. Sólo moneda de cambio para el gobierno de turno, que a cambio de unos apoyos, ha permitido y permite que hagan con nosotros lo que han querido: en la práctica exclusión de cualquier carrera en la Administración, salvo adhesión al régimen, y a pie de calle, denigración de la patria común, pérdida del derecho a la educación en español y de ver tu lengua reflejada con normalidad en la vida pública y oficial, que no es poco. Traducido: ciudadanos de segunda con menos derechos. A pesar de ello, las amistades han estado siempre muy cruzadas hasta ahora, en que tu amigo nacionalista querido, ya no te lo parece tanto, porque no entiendes como no entiende, que apoya para mí lo que para él le parecería intolerable. Y es que está convencido de que tiene más derechos (por ejemplo que el catalán sea la única lengua educativa), porque «es de aquí de nacimiento», y no entiende que una nación moderna no es más que un contrato social (no emocional) que se traduce en una ley (perfecta o no), que se puede cambiar SÓLO por las vías establecidas si se quiere ser democrático. Y que se puede pensar o sentir lo que se quiera, pero que ser infeliz porque no todos quieren pensar o sentir como uno (que es lo que pasa con todos los totalitarismos), y querer una sociedad en la que se imponga un pensamiento o sentimiento oficial no es un actitud sana, ni democrática. Es pura enfermedad mental que mata la amistad que pueda nacer por otras virtudes o valores.
Para los que vivimos aquí, lo más doloroso es esa pérdida del afecto por «los otros», que hace que nos miremos como rivales que ya no podemos sino enfrentarnos para ganar o perder.
Mientras tanto, una España grosera e insensible, que mira para otro lado, que vota a la izquierda felona (el PSC ha sido la verdadera quinta columna del nacionalismo), sólo porque le promete «más dinero para los oprimidos» que luego se lo quita a ellos (nadie paga más impuestos que un parado), se permite jugar a «respetuosa» con «el derecho a decidir» de esos cínicos totalitarios que durante años se han negado a poner una simple pregunta en el formulario de matriculación: (¿Quiere usted la enseñanza vehicular de su hijo en catalán o castellano?), sin que a ningún demócrata español le chirrie nada ni piense que deba criticar esa abominable conculcación de un derecho a decidir tan íntimo y básico de las personas que no daña sino la intolerancia de los intolerantes que ahora se disfrazan de víctimas.
Hace mucho tiempo que sé que la fuerza del nacionalismo (vasco o catalán, y yo soy las dos cosas), no es sino la debilidad de la corrupta democracia española. Como sé que no son las personas, sino las leyes que nos han dado los corruptos que las han hecho de manera que no podamos evitar que las conculquen impunemente cuando creen que les conviene.
Nada más fácil que manipular los sentimientos para que la gente acabe por no pensar y sólo sentir.
Bueno. ¡Yo estaba ahí! A pesar de mi resitencia a mezclarme con las masas. Y muchas personas hemos estado en el tajo desde hace muchos años sin existir para nadie. Sólo moneda de cambio para el gobierno de turno, que a cambio de unos apoyos, ha permitido y permite que hagan con nosotros lo que han querido: en la práctica exclusión de cualquier carrera en la Administración, salvo adhesión al régimen, y a pie de calle, denigración de la patria común, pérdida del derecho a la educación en español y de ver tu lengua reflejada con normalidad en la vida pública y oficial, que no es poco. Traducido: ciudadanos de segunda con menos derechos. A pesar de ello, las amistades han estado siempre muy cruzadas hasta ahora, en que tu amigo nacionalista querido, ya no te lo parece tanto, porque no entiendes como no entiende, que apoya para mí lo que para él le parecería intolerable. Y es que está convencido de que tiene más derechos (por ejemplo que el catalán sea la única lengua educativa), porque «es de aquí de nacimiento», y no entiende que una nación moderna no es más que un contrato social (no emocional) que se traduce en una ley (perfecta o no), que se puede cambiar SÓLO por las vías establecidas si se quiere ser democrático. Y que se puede pensar o sentir lo que se quiera, pero que ser infeliz porque no todos quieren pensar o sentir como uno (que es lo que pasa con todos los totalitarismos), y querer una sociedad en la que se imponga un pensamiento o sentimiento oficial no es un actitud sana, ni democrática. Es pura enfermedad mental que mata la amistad que pueda nacer por otras virtudes o valores.
Para los que vivimos aquí, lo más doloroso es esa pérdida del afecto por «los otros», que hace que nos miremos como rivales que ya no podemos sino enfrentarnos para ganar o perder.
Mientras tanto, una España grosera e insensible, que mira para otro lado, que vota a la izquierda felona (el PSC ha sido la verdadera quinta columna del nacionalismo), sólo porque le promete «más dinero para los oprimidos» que luego se lo quita a ellos (nadie paga más impuestos que un parado), se permite jugar a «respetuosa» con «el derecho a decidir» de esos cínicos totalitarios que durante años se han negado a poner una simple pregunta en el formulario de matriculación: (¿Quiere usted la enseñanza vehicular de su hijo en catalán o castellano?), sin que a ningún demócrata español le chirrie nada ni piense que deba criticar esa abominable conculcación de un derecho a decidir tan íntimo y básico de las personas que no daña sino la intolerancia de los intolerantes que ahora se disfrazan de víctimas.
Hace mucho tiempo que sé que la fuerza del nacionalismo (vasco o catalán, y yo soy las dos cosas), no es sino la debilidad de la corrupta democracia española. Como sé que no son las personas, sino las leyes que nos han dado los corruptos que las han hecho de manera que no podamos evitar que las conculquen impunemente cuando creen que les conviene.
Nada más fácil que manipular los sentimientos para que la gente acabe por no pensar y sólo sentir.