Mociones de censura televisivas, congresos federales rimbombásticos, desesperados intentos de mostrar lo que no es. Decir que la vida política española es un circo resulta benévolo y deja el arte circense en mal sitio. La vida política española es puro trapicheo, culto al líder y abandono de todo lo que tenga que ver con la realidad de los españoles.
Nosotros seguimos con expectación los malabarismos de nuestros «próceres», animados por tanto color y algarabío, curiosos y con deseos de comprar. Comprar promesas de un mañana mejor; comprar seguridad, educación, sanidad, carreteras, justicia climática y algo de certidumbre en un mundo siempre incierto y proceloso. Ingenuos.
Ellos apenas tienen otra cosa en la cabeza que no sea poder. Poder para regular la vida de todos. ¿Qué significa exactamente regular? Estamos hablando de la intervención gubernamental directa en los procesos de la economía -es decir, en cualquier proceso en el que intervengan voluntariamente dos o más personas- para alcanzar objetivos políticos o para corregir los fallos del mercado. En otras palabras: la regulación estatal pretende generar de la acción económica -es decir, de la acción humana- resultados políticos concretos, diferentes de aquellos que surgirían si se aplicasen sólo las reglas interacción voluntaria que rigen los mercados libres -es decir, los acuerdos libres entre personas-.
Los llamados fallos del mercado siempre se producen cuando las personas no actúan tal y como preveían los modelos utópicos de un «mercado perfectamente diseñado», algo que ocurre siempre porque nadie sabe nunca prácticamente nada de cómo van a actuar las personas mañana. Los políticos,y los economistas que les asesoran, sin embargo, hacen como que ellos sí lo saben, diseñan un “mercado” y cuando este falla, se lo achacan a “los mercados”. Una herramienta esta maravillosa, pues les permite diseñar, vía regulación estatal, un nuevo “mercado perfecto, justo, equitativo, igualitario, solidario, ecologico y sostenible” y ellos, tampoco su diseño, serán jamás culpables de nada.
Y nosotros vamos, nos lo creemos, y les votamos!
¿Cómo pueden los defensores de la regulación estatal afirmar que la regulación es necesaria con el fin de suprimir los efectos negativos del egoísmo de los hombres libres ignorando al mismo tiempo, que los políticos y los burócratas son humanos y, por tanto, también expuestos a las mismas debilidades que cualquiera de nosotros?
La fe en las buenas intenciones de las autoridades – reyes, nobles y burócratas nos ha regalado la historia a miles- es muy vieja y demasiado humana: nos da la ilusión de seguridad y nos libera de las decisiones difíciles. Se nos inculcó en la escuela, en la universidad, en los medios. Sin embargo, un sobrio análisis de los procesos políticos reales sólo conduce a la conclusión de que los políticos no son mejores personas que los demás: ellos también piensan primero en sus propios intereses, no viven libres de su narcisismo, o su prepotencia o, simplemente, su maldad. Y sin embargo les regalamos un marco de acción valiosísimo: son quienes pueden escribir la ley, tienen poder para disponer de nuestros medios y con frecuencia, por aforados, actúan incluso por encima de la ley, o fuera de ella.
El proceso político ha degenerado en el mercadeo de votos a cambio de ventajas materiales y privilegios garantizados por el Estado. Las partes interesadas, como las asociaciones de empresarios, los sindicatos o cualquiera de los grupos de «víctimas» de nueva creación, desean nuevas regulaciones que garanticen la exclusión del mercado de sus directos competidores – a través de costos artificialmente altos, leyes de todo tipo, o prohibiciones abiertas o encubiertas- o les garanticen algún tipo de resarcimiento por su condición de «desigual», sea esta real o inventada. Los políticos atienden estos deseos con gusto, a cambio de votos, de presencia en medios, de donativos sinceros o encubiertos. El final lógico de estos procesos es la aparición de una economía mercantilista e hiperregulada, en la que medra la corrupción al tiempo que disminuyen las posibilidades reales de cada individuo de mejorar y crecer y desarrollarse. Una sociedad fragmentada en la que nadie quiere quedarse fuera de alguno de los grupos de «beneficiarios-víctimas» y en la que ya no basta con estar satisfecho con lo que uno mismo ha logrado conseguir mediante su esfuerzo, es necesario que nadie pueda conseguir más que uno. Aunque sea con más esfuerzo.
No debemos de preocuparnos, quizás en unos meses, vendrá la solución mágica a nuestros problemas, de la mano de un tal Pedro Sánchez y otro fulano llamado Pablo Iglesias, que llevados por un amor infinito al ser humano, ungidos por la varita mágica de su eterna benevolencia, nos salvarán a todos. Y como tenemos una sociedad ansiosa de ser salvada, domesticada, y sobre todo subvencionada, mejor que mejor. Pero hablemos ahora en serio, lamento decirlo una vez más, pero esta sociedad (salvo algunos países realmente modernos, serios, y respetuosos con la libertad individual, que son la excepción) va camino de su autodestrucción a ritmo acelerado. Las señales las vemos a diario y no hace falta ser muy inteligente para ello. Nunca la cobardía, la ignorancia, la imbecilidad, la insensatez y la malicia, sobre todo la malicia, han servido para nada bueno, ni en el pasado ni en el presente. De lo que siembres recogerás en la cosecha, de lo que eduques tendrás en el futuro, de tus actos, sólo de tus actos, tendrás los resultados en toda tu existencia. El mundo debe volver a ser de los mejores, de los más capaces, de los mas aptos, de los mas inteligentes, de los mas productivos, jamás debe de ser como lo que es ahora, que es todo lo contrario.