Los «buenos», es decir, la progresía salvífica de nuevo cuño, están convecidos de la «maldad» de todos los demás. Están tan escandalizados que apenas tienen tiempo de mirarse en el espejo, algo que deberíamos hacer todos al menos una vez al día. Tomar consciencia de nuestros propios defectos, de nuestros «tics» es la mejor medicina para curar los posibles sarpullidos de intolerancia que nos azotan de tiempo en tiempo. Los «buenos», les decía, se creen poseedores de la batuta moral y ética del planeta y con ella dirigen primorosamente una de sus partituras favoritas: el multiculturalismo unicornial. Una imagen vale más que mil palabras:
Es una prueba inequívoca de que los asistentes a esa manifestación NO son racistas, ni islamófobos, ni…, no, ellos son «los buenos». Pues no. Ellos también son racistas. Se lo cuento.
Existen numerosos paralelos entre la ideología del multiculturalismo unicornial y el racismo tradicional. El primero es que tanto el racismo tradicional como el multiculturalismo moderno convierten la diversidad étnica en fetiche y objeto principal de sus esfuerzos. No les importa el carácter de las personas, como pensaba Martin Luther King, sino el color de su piel. Todo lo que nos caracteriza como humanos, la capacidad de pensamiento abstracto, la creatividad, el autoreconocimiento, … queda diluído en aquello que nos separa: el color de la piel, la religión que profesamos o el país del que procedemos. El multicultuiralista cae en la misma trampa que el racista: lo que importa es lo que nos diferencia, no lo que nos une.
La visión multiculti de los migrantes no va dirigida a cada individuo, ni a la necesidad de cada uno de ellos de autorealización. El «migrante» se convierte en concepto, poco más que un abstracto (parecido a lo de «la gente»), una «especie», una «raza». El «Otro» queda representado, o bien como algo principialmenteo fascinante, o como débiles víctimas. Ellos no son como nosotros. En esta separación entre el «nosotros» y el «ellos» fermenta del racismo de los multiculti. No olvidemos que la base del movimiento multiculturalista radica en la creencia de que los migrantes son diferentes a nosotros y que su «otredad» debe ser celebrada y glorificada. De acuerdo con ello, al multiculturalista unicornial las ideas del universalismo y el carácter inclusivista del movimiento por los derechos civiles se le antoja como una dolorosa forma de «imperialismo cultural». Erradicar la ablación o la persecución de la homosexualidad son gestos imperialistas que atentan contra el hecho diferencial de «los otros». Los derechos fundamentales de mujeres y hombres con nombre y apellido, con apetito sexual (el que sea) quedan inmolados en nombre de la protesta frente al imperialismo cultural y la glorificación de lo diferente.
Los principales pilares de una agenda multiculturalista son el pluralismo de valores y el relativismo moral. En consecuencia, todas las convicciones morales, ya sean liberales o autoritarios, son igualmente legítimas y todas las decisiones morales relativas o subjetivas. Por lo tanto, quienes nos decidimos en serio por un sistema de valores – en mi caso el de la libertad individual para TODOS- cometemos una especie de atrocidad imperialista que nos convierte en enconados enemigos. Y si algo caracteriza los movimientos racistas es justamente ese sentimiento de «traición», esa necesidad de vivir según y frente al enemigo… frente al otro.
Ocurre que si algo caracteriza al liberalismo europeo, es la tozudez explícita con que persigue la necesidad de sustraer la moral de la esfera política. El liberalismo reconoce que no compartimos los mismos valores o ideas acerca de la vida. En otras palabras, el liberalismo es explícitamente un marco neutral para la igualdad y la coexistencia de múltiples ideologías. Pero el liberalismo exige de los ciudadanos una cosa: que todo el mundo se adhiera a las reglas de la tolerancia mutua y que en ningún caso la libertad de los demás se vea afectada. Y los demás no son un ente abstracto, no son «la gente», son cada uno de los demás!
Me dirán que el multiculturalismo es una forma de defensa democrática de los derechos de las minorías. Eso también es falso. El multiculturalista unicornial considera erróneamente la «destrucción» del otro como un fenómeno exclusivamente occidental. Por eso nunca les veremos manifestarse en la calle denunciando las tropelías que un grupo étnico comete con su propia minoría (vean el caso de los derechos de la mujer). La agenda multicultural trata a las subculturas étnicas como grupos homogéneos, como si todos los individuos que a ella pertenecen tuviesen una identidad común, que está únicamente determinada por su común ascendencia y/o su común religión. La aniquilación de los derechos de los individuos es por lo tanto aceptable, siempre y cuando la mayoría pertenezca a la «etnia correcta». El grupo de mujeres paquistaníes residentes en Europa que no desean contraer un matrimonio de conveniencia es minoría (o no), pero nosotros, desde otra «etnia», no tenemos derecho a defender su derecho de casarse con quien les venga en gana. Hacerlo sería «imperialismo cultural». Parece como si tuviésemos que proteger lo que les diferencia de nosotros, pero nunca la individualidad de los disidentes de sus propias tradiciones culturales. Aberrante.