[themepacific_dropcap color=»red»] D[/themepacific_dropcap]onde está el cuerpo está el peligro, apunta el refranero popular. Como casi todos los refranes este que he elegido es una verdad a medias. Tiene de cierto que el peligro de sufrir un percance de cualquier índole y gravedad está asociado al hecho de tener un cuerpo, un cuerpo cuya fragilidad, vulnerabilidad y temporalidad son características constitutivas. La evolución biológica conduce a (y consiste en) grandes ecosistemas en los que la energía fluye permanentemente y la información se replica a lo largo del tiempo. Los cuerpos, entendiendo por tales organismos complejos, son adaptaciones que sirven al fin de transmitir adecuadamente la información biológica a través del tiempo, o, como dijera Richard Dawkins, se pueden considerar, de alguna forma, máquinas de supervivencia que operan bajo la dirección de dos controladores:
1- Sus genes “egoístas”, es decir, la información que se ha de replicar.
2- Su medio ecológico, es decir, el entorno compuesto por los objetos físicos y las demás adaptaciones que también buscan replicarse (de la propia especie o de otra).
Puede parecer burdo, pero a partir de muy poquitas combinaciones se logran resultados espectaculares, y el mejor ejemplo que tenemos es nuestro planeta y, por qué no, en nosotros mismos y en lo que a diario creamos y mantenemos.
La provisionalidad e incertidumbre son realidades insoslayables, parámetros de variabilidad (valga la aparente contradicción) en esa ecuación de gran complejidad de nuestra existencia. Los seres humanos hemos tratado de domeñar primero y domesticar después nuestro medio salvaje, para hacerlo “a imagen y semejanza” de nuestros más íntimos deseos animales, esto es, lo más seguro y permanente posible, un medio en el cual pudiéramos ser “la medida de todas las cosas”. Los seres humanos deseamos sociedad, y que la sociedad sea justa, ordenada, coherente, esté cohesionada y no tenga grandes fisuras. Aceptamos que somos imperfectos y que nuestra “creación” (debiera decir “aquello en lo que hemos devenido”) lo sea también, pero hasta cierto punto, mientras soñamos con Utopías, sociedades perfectas en las que no existan la imprevisibilidad ni el caos. Pero la provisionalidad y la incertidumbre dan al traste con nuestros mejores deseos. Tendemos asíntotas al infinito pero caemos al abismo cuando intentamos realizar nuestros ideales más perfectos (más esquemáticos). En nombre de lo mejor se cometen las mayores torpezas y los crímenes más atroces. En nombre de lo mejor, sea eso la democracia obrera del comunismo, el espacio vital racial ario, la democracia “avanzada”, la sociedad científica y escéptica, la desregulación a ultranza (sí, también) o el califato universal, se termina pecando o bien de tibio o bien de radical, según las realidades que en cada momento se tengan que afrontar, con un doble rasero característico que antepone sistemáticamente los propios prejuicios y a quienes los comparten de todo/s lo demás. En cualquier caso los sesgos que impone en nuestro cerebro el ideal que llevamos grabado a fuego en sus circuitos emocionales y en menor medida en los llamados racionales, siervos demasiadas veces de los primeros, determina juicios erróneos, nos hacen simplificar la realidad para acomodarla a nuestra acomodada cosmovisión, y nos lleva a dicotomías y maniqueísmos singulares. Hacer el mal es un precio a pagar por querer realizar el bien supremo.
Los seres humanos precisamos certidumbres, costumbres y rituales así como un terreno firme sobre el que poder entregarnos a ellos para tener una sensación de control psicológico sobre nuestro mundo. Para disponer de la energía necesaria para replicar la información que nos da forma y movimiento de modo eficaz y duradero en el tiempo tejemos a diario el complejo entramado económico que extrae y transforma los recursos del medio natural. Esto último sería algo así como el fundamento mismo de la economía “en una lección”.
Cuando el terreno que pisamos tiembla, nosotros temblamos. Puede ocurrir que nuestras creencias sean puestas en entredicho o incluso desmontadas, y entonces la disonancia cognitiva aflora, y el conflicto interior generado nos conduce a un atolladero del que con cierta fluidez cognitiva salimos, bien aferrándonos a ellas como a un clavo ardiendo, bien rechazándolas de plano (lo cual es menos habitual), lo que en ocasiones nos ocasiona un brote de nihilismo. En cualquier caso, y teniendo presentes todos los estados de consciencia posibles que sucederán al evento estresante respecto a nuestras creencias, saldremos o bien llenos de dudas o bien reforzados, y alguna rara vez por la calle de en medio de aceptar, simplemente, que nuestro planteamiento es imperfecto y merece ser revisado. También puede suceder que tiembla el terreno físico que pisamos (o la estructura social en la que nos movemos para obtener recursos y seguridad). En tal caso el peligro es más obvio. Irse al paro en medio de una crisis económica global puede constituir una catástrofe. Muchos de los que lean esto sabrán de lo que les hablo. De repente tu entorno social más básico ha dejado de ser algo relativamente previsible y que se prolonga en el tiempo. Tu medio de subsistencia ha dejado de existir. La energía ya no fluye de la misma manera en tu medio y los recursos no llegan (y, lo peor, no se espera que lleguen) como hasta hace poco venían llegando. La incertidumbre y la provisionalidad salen reforzadas. Crisis. “Oportunidad” (jajajajajaa). Desastre para alguien que quiere moverse sobre terreno firme.
El Siglo XX destruyó por completo toda esperanza que pudieran albergar los mejores partidarios de la idea de Progreso. Dos Grandes Guerras arrasaron la cuna del Progreso “Occidental”, Europa, y de paso, y con ello, gran parte del entramado creado por ella en los países “retardados” en el Progreso, en la periferia geográfica y política, colonizados por “su bien”. En los países en los que la bestia moraba moribunda, esta “Crisis del Progreso” constituyó un fuerte estímulo vivificante. El Fénix podía renacer de sus cenizas. La “sumisión” al progreso, que se mantuvo por la fuerza a través de colonizadores primero y de regímenes dictatoriales militares de perfil autóctono o títeres de Occidente, pero con ideas todavía de raíces “progresistas” fue dando paso a una búsqueda de las raíces profundas cada vez más acuciante, tanto más cuanto más fracasaba el modelo impuesto desde fuera.
Cuando el terreno que pisamos tiembla, nosotros temblamos, decía arriba. Pero la Bestia supo adaptarse a ese nuevo entorno de incertidumbre y provisionalidad porque disponía de una serie de estructuras sólidamente asentadas y de grandes certidumbres que ofrecer. La auténtica sumisión, el Islam, se presentaba en el gran bazar de las ideas “bueno, bonito y barato”. Sus distintos modelos, dado que no era un producto por completo homogéneo, e igual que una especie tiene también diversidad intraespecífica, podían obedecer a variaciones históricas y geográficas particulares, unas más agresivas que otras. Pero hoy, tras pasar por sus propios tumultos sociales, que en absoluto pueden compararse con los que propulsaron a los Europeos hacia el Progreso y sus grandezas y locuras, el “Oriente Próximo” (nunca sabré acotar debidamente el significado preciso de ese término, si lo hubiere) ha “involucionado” (Regresado en lugar de Progresado) hacia modelos de sociedad más tribales, cerrados, etnocéntricos y xenófobos. El fracaso del Progreso condujo indefectiblemente al fracaso de la idea de Universalidad en su vertiente más Ilustrada. No se debían (ni siquiera se podían) importar la justicia, el conocimiento o formas de organización más eficientes en juegos cuya suma fuera mayor que cero. Solamente podía establecerse por la fuerza o por el engaño un sistema sobre otro.
El segundo de Osama Ben Laden ya lo dijo, nos están haciendo la guerra, una guerra mundial, pero en su modalidad de “guerra de cuarta generación”. Ya no hay ejércitos enfrentados en campos de batalla. El golpe puede venir de (casi) cualquier individuo en (casi) cualquier sitio, y va dirigido hacia la población civil desarmada e indefensa. Quieren despertar el terror en esas personas a las que el politólogo italiano Giovanni Sartori llamó Homo Videns, a través del tremendo efecto amplificador de los medios de comunicación de masas.
No hay duda de que están consiguiendo aterrarnos. Y da igual que mueran más personas por accidentes de tráfico que por atentados terroristas. Porque el rebaño manso de Homo Videns aterrado puede todavía “ejercer su voto”.
Mientras nuestros políticos debaten sobre el sexo de los ángeles ellos preparan el siguiente golpe, que procurarán haga más daño y siembre más miedo que el anterior. Al final el eco de todo esto supuestamente repercutirá en qué políticos elegimos. Pero no creo que debamos temer el regreso de Hitler. Antes bien estamos en modo “Chamberlain” (me refiero al Ministro Inglés al que Hitler tomaba el pelo), tratando de apaciguar a la bestia, que en esta ocasión no es la Raza Aria en busca de espacio vital, sino la Bestia Islámica buscando imponernos a todos el Califato. Al otro lado del charco, más fieles a la vacilante idea de Occidente, van a votar a un cazurro, máxima expresión de lo peor del “Progreso”. No estoy seguro de que vaya a solucionar nada. Lo más probable es que empeore las cosas de alguna forma que ahora ni siquiera podemos prever o imaginar.
Donde está el cuerpo está el peligro, apunta el refranero popular. Pero aunque estamos expuestos a sufrir percances de diversa gravedad en todo lugar donde nos desplacemos, no todos los lugares (sean físicos o contextuales) son igual de peligrosos. La verdad del refrán es parcial. Hay unos peligros mayores que otros en este momento y lugar en el que ahora vivimos, amenazas mayores y menores a nuestra integridad, al flujo de la energía de nuestro medio y a nuestro éxito replicador hacia el futuro. Y ahora el problema es el Califato.
¿Empezamos a plantear algún conato de solución, aún imperfecta y parcial en lugar de recitar “mantras” traídos de nuestro legado “ilustrado” con cada nueva conmoción provocada por los guerreros de la muerte?