La responsabilidad es una virtud que surge sólo cuando existe espacio para su desarrollo. Un espacio de equilibrio entre oportunidades y riesgos, un espacio de libertad. El comportamiento humano implica siempre consecuencias. Las consecuencias de nuestros actos, sin embargo, no son predictibles, porque tienen lugar en el futuro. Por lo tanto, cada acción humana es una especulación. Siempre que actuamos ponemos en juegos varios resultados: existe la posibilidad de satisfacer nuestras necesidades, pero también se corre el riesgo de fracasar en la consecución de las mismas.
En el fondo, somos unos simples
Esta incertidumbre es la que permite el desarrollo de otra virtud: la prudencia. Podemos iniciar o rechazar una acción en función de nuestra experiencia, de nuestra prudencia. O rediseñar una y cien veces lo planeado. Cuando unimos prudencia y responsabilidad, aparece la madurez: asumimos que también podemos equivocarnos y deberemos aceptar y asumir las consecuencias de nuestros actos, las buenas y las menos buenas. Precisamente es la toma de conciencia de que las propias acciones acarrean consecuencias la que hace de la responsabilidad (y su asunción) una virtud ineludible en el ejercicio de la libertad. En el fondo somos unos simples. Unos simples felices, creyentes y despreocupados: el estado, en tanto que encarnación del pueblo, es omnipotente y sabio. Todo ocurrirá tal y como se decida en el marco del estado. Los sagrados parlamentos, los ungidos representantes políticos y el aparato de especialistas a su servicio, en tanto que encarnación democrática del pueblo, establecen no sólo el marco de acción de cada uno de nosotros: deciden lo que va a pasar, evitan lo que no debe ocurrir. Las leyes y normas que nacen del estado son, por tanto, las leyes y normas que nacen de nuestra voluntad, disponen el marco social ideal para cada uno de nosotros y evitan los desastres a los que nos podamos enfrentar. ¿Acaso lo duda?
… Siga leyendo mi artículo «Seamos obedientes y no cuestionemos el sistema actual» en Decisión Económica.
Una posibilidad que cada vez me parece más probable es que, al menos en una parte de Occidente, las sociedades se dirijan hacia un tipo particular de «comunismo democrático»: es decir un régimen económico de tipo comunista con elecciones libres cada x años.
Este sistema se caracterizará porque la mayoría de la actividad económica dependerá en gran parte del Estado (a día de hoy esto ya se cumple parcialmente), aunque formalmente la titularidad no sea estatal (por ejemplo las innumerables empresas privadas cuyo cliente único o principal es el Estado, bien sea en forma de subvenciones o mediante contratos públicos, o ambos (la quebrada Abengoa es el ejemplo perfecto)), junto con un sistema político democrático en el que la totalidad de partidos que aspiren a tener posibilidades electolares reales, competirán en elecciones democráticas, pero debiendo ofrecer lo demandado mayoritariamente por la sociedad, bajo distintos barnices que actuén simplemente como etiquetas diferenciadoras: una subsistencia cuasi miserabley mínima aparentemente garantizada de por vida para las masas, que permitirían la opulencia más o menos disimulada de las élites políticas y altofuncionariales.
Sería algo así como la extinta URSS con varios partidos comunistas compitiendo democráticamente entre ellos para dirigir el megaestado resultante.
Parte de eso mismo ya lo tenemos cuando los 4 partidos mayoritarios (PP,PSOE, C’s y Podemos) son partidarios de mantener o incrementar el peso del Estado actual sobre el conjunto de la sociedad, precisamente porque la aspiración laboral mayoritaria de esa misma sociedad es convertirse en funcionaria estatal.
Me ha gustado mucho el artículo entero. Muchas gracias, Don Luis