Resulta que cada cuatro años acudo ilusionado a las urnas, motivado por mi sentido de la responsabilidad democrática. Es mi momento, el de elegir a aquellas personas entre todos nosotros que me representarán durante los siguientes cuatro años. Elijo a mis represenantes, mis servidores, mis abogados frente a los demás. Aquellos que mejor van a defender mis intereses particuares, mi propiedad, mi libertad, mis inquietudes… pero también la propiedad, la libertad, y las inquietudes de los demás. Es un acto simple: tras haber recogido imformación sobre los posibles candidatos, me decido por aquellos que mejor expresan su voluntad de defender y representar mis intereses. Tomo la papeleta, la doblo, la introduzco en un sobre, éste en una urna, y ya está. Las matemáticas se encargan de «materializar» la magia de la democracia. Acabo de poner en manos de otro el poder absoluto sobre el producto de mi trabajo, mi forma de vivir y, no lo olvidemos, el producto del trabajo de otros y su forma de vivir. Es legítimo, son nuestros representantes.
Ellos, nuevos propietarios de mi soberanía, jamás reconocerán que lo son: ellos no son dueños de nada, no manejan mis propiedades y no diseñan mi forma de vida. Se limitan, dicen, a representar mi voluntad. Nos dicen que son sólamente nuestros servidores, nuestros abogados, nuestros paladines. Y justamente en esa afirmación anida el absurdo más profundo, la hiriente falsedad. Nadie puede ser mi servidor, mi abogado o mi paladín si carezco de las herramientas efectivas necesarias para controlar sus acciones y exigir responsabilidades por las mismas.
Si yo le nombro a usted, estimado lector, administrador de mi finca «La Luisina» para mejorarla y embellecerla, lo lógico, lo moralmente razonable es que usted deba presentarme cuando yo se lo requiera un balance de su gestión. Y si convierte la finca en un erial, deberá hacerse responsable de los daños causados y reponerme en función de su cuantía. Sólo así sabré por un lado, que usted está cumpliendo mi mandato correctamente, por el otro, y llegado el caso, que si daña mi propiedad yo seré resarcido y usted asumirá su responsabilidad. En nuestra democracia esto ya no es así. El político que elegí para representarme recibe de mí un cheque en blanco, un contrato sin claúsulas que le autoriza a disponer indiscriminadamente de mi propiedad (hoy me quita más, mañana menos, pasado de nuevo más) y no le obliga a someterse a ningún tipo de control de su acción por mi parte, en ningún momento de su «mandato». En pocas palabras: no he elegido un servidor, un representante, un abogado o un paladín, he elegido un dueño. Y me he convertido en siervo.
Como la liturgia electoral se repite cada cuatro años sin que los parámetros arriba descritos cambien un ápice, optar en la siguiente elección por otros candidatos no es más que cambiar el nombre del dueño de turno. Yo seguiré siendo su siervo, por mucho que él se empeñe en repetirme que no, que el siervo es él.
[Les recomendo la lectura de la obra de Lysander Spooner «No Treason«, Boston 1870; lo arriba escrito parafrasea lo más importante de su capítulo VI ]