La polémica acerca de la colisión del derecho a la libertad de expresión frente a la tipificación penal de las injurias y otros actos similares que a fin de cuentas, también suponen la expresión de una opinión, es antigua y resurge cada cierto tiempo como el Guadiana. Y se suele relacionar a menudo con cierto ramalazo tecnofóbico alentado por gobernantes ignorantes o con miedo a las nuevas tecnologías.
Es cierto que en principio, podría parecer que la existencia de límites a los medios y las formas de expresar opiniones conculca el núcleo mismo del derecho a la libertad de expresión. El principio de “ultima ratio” del derecho penal nos aconseja que éste no debería aplicarse a la mera mala educación. Sin embargo, algunas expresiones, en determinadas circunstancias, pueden objetivamente ser tomadas por un individuo como una agresión, tanto o más desagradable que un ataque físico. Y aquí estamos ante un problema que se arrastra desde los albores de la organización social.
La existencia de un derecho penal objetivo, y más o menos general y estable, surgió de la necesidad de evitar el círculo de venganzas y represalias entre individuos o, más frecuentemente, grupos familiares, dentro de una determinada sociedad. El poder garantizaba la venganza del perjudicado, para hacer innecesario convertir las calles de las ciudades en campos de batalla cada dos por tres. Resulta evidente que por una mera cuestión práctica, enseguida se viera la necesidad de castigar la ofensa moral. El riesgo de que una escalada verbal derivase en violencia era (y es) muy alto, sin contar con el, a menudo, fuerte concepto de honor de muchas culturas de las que la nuestra ha evolucionado.
Respecto de la normalización del castigo a las ofensas morales, es reveladora la anécdota del patricio romano que, aprovechando una de las fuertes oleadas devaluadoras que tanto se dieron en el imperio, cargó a un esclavo con un saco de monedas y fue por toda la ciudad, recorriendo puerta por puerta las casas de otros patricios, abofeteando a cada caballero en cuestión y entregándole sobre la marcha la cantidad que se estipulaba como indemnización.
Pero no pretendo divagar más en cuestiones históricas. Centrémonos en el aquí y ahora, y en qué supuestos y bajo qué condiciones, nuestro Código Penal establece que una opinión puede ser merecedora de castigo.
Lo más básico:
Dejando aparte las amenazas y coacciones, actos que no creo que nadie considere como expresión de una idea u opinión, los delitos típicos y paradigmáticos, los de toda la vida, son los insultos y la atribución falsa de un delito, es decir, la injuria y la calumnia.
Para que la calumnia sea punible, el artículo 205 del Código Penal requiere que la imputación pública (ojo, no su denuncia conforme a los cauces legales, que entonces estaríamos ante otra infracción diferente) del delito sea hecha “con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”. Si yo escribo aquí que mi vecino del 9º derecha es un genocida que escapó de los juicios de Núremberg, no sólo está claro que me lo estoy inventando, sino que además le estoy causando un daño a su reputación. Sin embargo, ya no estaría tan claro si hipotéticamente me diese por comentar que uno de los cuñados de cierto magistrado público, ha defraudado a Hacienda. Sí, está acusado de ello, pero aún no hay sentencia firme, por lo que no ha sido declarado culpable. La determinación de si he tenido un “temerario desprecio hacia la verdad” o si yo “conocía la falsedad” de esta afirmación es lo que hace que los jueces y los abogados nos ganemos el jornal.
Respecto de las injurias, es decir, los insultos, la cosa es aún más delicada. El artículo 208 lo describe como “la acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”, y nos da un requisito para su perseguibilidad: “que por su naturaleza, efectos y circunstancias, sean tenidas en el concepto público por graves”, aclarando que “las que consistan en la imputación de hechos no se considerarán graves, salvo cuando se hayan llevado a cabo con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”.
¿Abstracto? Técnicamente a estas cosas se las llama conceptos jurídicos indeterminados, y son la pesadilla de cualquiera que se dedique al Derecho Penal. De nuevo, ¿cuándo un desprecio hacia la verdad se considera grave? ¿Y cuándo es temerario? ¿Y quién sabe exactamente qué es eso del concepto público?
Para intentar dejar la cosa un poco más clara, la jurisprudencia (la reiterada opinión de los tribunales que le enmiendan la plana a los de primera instancia cuando fallan cosas diferentes para cuestiones similares) ha dejado claros desde siempre una serie de requisitos para que una opinión se considere insultante:
En primer lugar la existencia de un hecho objetivo: la expresión injuriosa, la publicación, la atribución de una cualidad susceptible de ser tenida por vejatoria. ¿Quiere esto decir que el “me ha mirado mal” no pueda ser penado? Es discutible, pero desde luego, lo que deja fuera es el “pero lo ha pensado”, a pesar de que ciertas candidatas a un cargo político puedan llegar a alegarlo de sus competidores.
En segundo lugar, el “animus injuriandi”: la intención de insultar. Esto no es baladí, puesto que no son raras las sentencias que absuelven al imputado por considerar lo suyo como un mero “animus iocandi” (todo el mundo conoce a gente con determinado perfil bromista y con la habilidad social de un boniato de tamaño medio), o que el tipo no consideraba sus palabras como peyorativas, sino cariñosas o neutras.
Y por último, el doble componente subjetivo (sí, más subjetividad) de que la injuria sea considerada como una ofensiva por la víctima (si no, a ver para qué tanto rollo) y que en su entorno y momento concretos, sea socialmente tenida por tal. Para que nos entendamos, decirle a un hidalgo castellano del siglo XVII, dentro de la catedral de León, que su padre es judío, no tiene el mismo efecto social que decírselo en la actualidad a un ingeniero israelí dentro de una sinagoga.
Quizás alguien creyó, cuando comenté lo de la jurisprudencia, que el aspecto subjetivo iba a desaparecer. O al menos a atenuarse significativamente. Pues no. La diversión en el enjuiciamiento de estos delitos está precisamente en que no hay sangre, ni una cerradura rota, ni un bien que cambia de manos. No hay un daño físico que pueda verse y valorarse.
¿Quiere decir eso que no existe daño? Es cuestión de opiniones, pero está claro que sí lo hay para el que se siente ofendido. Al final estamos ante unos hechos que cada afectado valora desde su perspectiva subjetiva, y que terminarán siendo resueltos un tercero (el juez) usando para ello su propia subjetividad. Durante décadas (o siglos) las leyes y la jurisprudencia se han dedicado a pulir lo que sí se puede considerar un insulto frente a una excesiva sensibilidad de una persona extremadamente puntillosa. Y todo, como dije, para evitar que una tontería derive en un delito mayor.
Por cierto, que aquí estamos ante lo que se llaman delitos privados, es decir, aquellos que sólo son perseguibles si los denuncia el perjudicado. Hay una excepción, claro. Siempre la hay. Se puede perseguir de oficio cuando la ofensa se realice contra un funcionario público, autoridad o agente de la misma sobre hechos concernientes al ejercicio de sus cargos. Dejo la interpretación de esto al lector…
Opiniones relacionadas con otros delitos:
Pasemos ahora a otro tipo de opiniones, esta vez, las que hipotéticamente ensalzan delitos o inducen a otros a cometerlos. ¿Se debe permitir esto? ¿Debo ser castigado por pedir gritos por la ventana que le den una paliza al vecino que ensaya con su batería, todas las tardes a la hora de la siesta? ¿Y por publicar libros ensalzando a Stalin y su comportamiento en Ucrania en 1933? ¿O por glorificar a unos terroristas condenados?
El artículo 18.1 del Código penal define la provocación como el acto de incitar a la perpetración de un delito “por medio de la imprenta, la radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante, que facilite la publicidad, o ante una concurrencia de personas”; y también define la apología del delito como la exposición de ideas o doctrinas que ensalcen el crimen o enaltezcan a su autor, siempre que sean “ante una concurrencia de personas o por cualquier medio de difusión”. Y añade, para delimitar el tipo penal que “la apología sólo será delictiva como forma de provocación y si por su naturaleza y circunstancias constituye una incitación directa a cometer un delito”.
Es decir, que en teoría no se está aquí ante la criminalización de una opinión ni de la expresión de la misma, sino ante la inducción al delito. En principio, parece claro que no cualquier opinión favorable a un delincuente o a la comisión de un delito sería punible. Para empezar, las expresadas en privado, desde luego que no. Y respecto de las públicas y con difusión, habría que estudiar cada caso concreto para dilucidar si tuviesen suficiente entidad para que alguien se decidiese a delinquir.
Por supuesto, cualquiera puede dar casos meridianamente claros de provocación y apología, pero a parte de esas excepciones, la escala de grises es excesivamente amplia. De nuevo estamos ante un asunto tan subjetivo que deja un sabor desagradable. Permite que se difumine la línea que separa el castigo al inductor de la mera persecución de opiniones políticas, que por muy repugnantes que nos puedan parecer, no dejan de ser meras opiniones (y cuya expresión puede ser, incluso, útil para percatarnos del tipo de individuo que las está defendiendo).
Y esa subjetividad, además es innecesaria. A parte de las elaboraciones jurisprudenciales que inciden sobre el tema, e intentan interpretar una Ley redactada con una técnica jurídica discutible (al fin y al cabo, los jueces deben interpretar la Ley, y si ésta hace distinciones, no tienen más remedio que tratar de averiguar en qué pueden consistir éstas), invito al lector a que examine los dos delitos que introduce el citado artículo 18.1. Deja claro que la apología sólo es delito cuando constituye provocación (de modo que sobra la apología), y respecto de esta última, sólo es punible cuando incita a perpetrar el delito. Lo cual vacía el tipo, desde que el mismo Código Penal ya castiga la inducción al delito (artículo 28.a) con la misma pena que la autoría del mismo.
Antes que nadie pueda ver en todo esto algún tipo de conspiración para limitar el derecho a la libertad de expresión, ya comento que en mi opinión, no hay tal, sino una Ley hecha como se suelen hacer las cosas en esta país: improvisando, con poco arte y sin preguntar.
Un paso más delicado:
Una vez vistas las figuras clásicas, se han ido añadiendo una serie de tipos penales que, efectivamente, dan un poco más de repelús. No estamos hablando ya de la ofensa a una persona que, en función de las circunstancias y de su propia subjetividad, pueda considerarse dañada moralmente. Se trata de penalizar las opiniones contra una serie de entes abstractos y colectivos, dentro de los cuales, la sensibilidad sobre qué considerar una agresión moral puede diferir bastante, con lo que la posibilidad de objetividad desaparece absolutamente y deja todo en manos de la corrección política o de la corriente política o social imperante en cada momento.
Como avanzaba antes, nos encontramos ante la criminalización de la falta de educación y en ocasiones, lo que es más grave, de la mera opinión. ¿De qué estamos hablando?:
– De las ofensas o ultrajes a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas (artículo 543 del Código Penal), con lo que se pretende castigar la falta de educación, porque la mayor parte de las ofensas a las que se pretende aplicar este tipo penal, son perseguibles ya por otros delitos, como daños, por ejemplo. Con lo que el Estado se convierte en un papá severo que castiga a sus hijos traviesos.
– Igual podríamos decir de las injurias a las Cortes, a las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas (artículo 496), al gobierno al Consejo General del Poder Judicial, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo, o al Consejo de Gobierno o al Tribunal Superior de Justicia de una Comunidad Autónoma, a los Ejércitos, Clases o Cuerpos y Fuerzas de Seguridad (artículo 504). Con la particularidad de que si alguna persona perteneciente a las entidades citadas se siente personalmente aludida, puede perfectamente defenderse denunciando el hecho como injurias.
– Las ofensas al Rey a sus ascendientes o descendientes, a la Reina consorte o al consorte de la Reina, al Regente o a algún miembro de la Regencia, o al Príncipe heredero de la Corona (artículos 490 y 491), innecesarios, por cuanto todos ellos son personas que pueden defenderse solitas invocando los tipos penales de injurias y calumnias, como el resto de mortales.
Y por último, dos tipos penales relativamente nuevos, y que avanzan en lo que antes comentaba de criminalizar la mera opinión. Estoy hablando de la ofensa contra los sentimientos religiosos (artículo 525), y la provocación al odio contra grupos por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía (artículo 510).
El 525 tipifica expresamente ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hacer escarnio público de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican. En mi humilde opinión, es un artículo innecesario y peligroso.
Innecesario, porque de nuevo, si alguien se siente vejado o escarnecido, puede acudir a la justicia como víctima de injurias o calumnias. ¿Qué más da el motivo por el que un agresor decida atacar a una víctima? Da igual que sea por sus creencias o por el color de su camisa. Un insulto sigue siéndolo, y el juez deberá valorar su gravedad igual que en todos los casos.
Y peligroso porque nos encontramos aquí ante el blindaje de ideas y creencias frente a la crítica. Cualquier debate público puede ser hurtado sólo con que un hipersensible miembro de una determinada religión decida que las formas del contrario no son las apropiadas, o según sus creencias, son insultantes. ¿Qué ocurre con las religiones que expresamente prohíben el debate ideológico o religioso? ¿Estamos institucionalizando la prohibición de la teología?
Respecto del 510, la cosa es muy parecida. El artículo castiga a los que provoquen a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía; y a quienes con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad, difundieren informaciones injuriosas sobre grupos o asociaciones en relación a su ideología, religión o creencias, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía.
Volvemos a lo mismo, porque es un error recurrente. ¿Quién de esos grupos está legitimado para actuar en nombre de todos? No hablamos de una Sociedad Anónima ni de un club, donde sus miembros están perfectamente identificados y existe un procedimiento interno de toma de decisiones mediante el que decidir que se ha sido ofendido, y que se deben tomar medidas legales.
Nos encontramos ante nebulosas colectividades donde cada individuo no sólo puede tener una opinión y una sensibilidad diferente a otros, sino que puede no sentirse representado por quien afirme ser su portavoz.
La redacción de este artículo es una muestra clara de cierta mentalidad colectivista, según la cual todas las personas con unas ciertas características físicas o morales son significativamente homogéneas y equiparables (moral, sentimental o ideológicamente) entre ellas.
De hecho, la misma existencia de este artículo del Código Penal podría ser considerado como un insulto por ciertas personas a las que en teoría se pretende proteger.
Pero es más, penar la falta de educación es absurdo. Y penar las opiniones, por muy nefastas que nos puedan parecer, es además peligroso. Primero, porque quien expresa ciertas ideas se está retratando claramente, y segundo, porque se abre el camino a que se penalicen otras ideas que, en un momento dado, puedan beneficiar a populistas con iniciativa. Ejemplos hay a patadas, y exigencias de criminalizar más opiniones las hay todos los días desde las agrupaciones y colectivos más variopintos.
Por supuesto, no deja de ser mi opinión, que de momento no está penada por la Ley.
No son pocas las veces que la supuesta ofensa se vuelve realmente pública gracias al pleito más que a la emisión del mensaje en si…
Dicho esto, el artículo podría considerarse un insulto para los burócratas que han redactado semejante pieza de normativa, así como a las instituciones públicas que la tornaron en ley y la ponen en práctica.
De hecho la redacción da a entender que todo lo que no sea someterte como buen vasallo puede ser considerado delito punible, puesto que poner en duda la ley y el estado fácilmente deriva en incentivar conductas que vayan en contra de éstos (lo cual encaja en el concepto de delito).
Una vez más estamos ante el fin justificando los medios -el gran cáncer del sistema-, que sólo puede producir incongruencias en cadena.
A lo largo de la Historia he podido comprobar que siempre el grupo dominante tiende a establecer sus valores y penalizar lo que los combata, es decir, a eliminar la crítica. Eso me parece mucho más peligroso que los excesos que se puedan cometer defendiendo barbaridades, que como dice Velarde, mejor dejar que se descalifiquen solas. En ese sentido me molesta la prohibición de la apología de cualquier ideología (porque si expresar una idea es delito, en el fondo, se está diciendo que pensar es delito). La farragoso y muy subjetiva legislación de reciente cuño que nos ha traído Velarde no es más que una imposición del “pensamiento correcto” dominante. En otros países, con otros pensamientos, tenemos otras.
La gente es muy capaz de hacerse daño a sí misma por el simple hecho de que otros no sean como les gusta o hagan lo que consideran correcto. Sin embargo, el derecho a criticar, satirizar, ridiculizar las ideas ajenas y los símbolos que las representan para mí es la base de la libertad y lo contrario del totalitarismo. Las ideas no son personas y no deben tener derechos. Deben ser expuestas a cualquier crítica que se les pueda hacer, y si caen, será porque otra mejor las ha derribado. Por eso creo que se puede atacar a muerte a las ideas con un total respeto por la persona que las sostiene. Quien afirma que él es sus ideas no sabe lo que dice. Uno puede cambiar de ideas y seguirá siendo él, probablemente mejor –o peor-, pero él. Así que terminando, para mí el delito tendría su frontera en el acto físico. Legislar más allá es extralimitarse. La pura inducción ideológica, por tanto, jamás sería delito, porque a fin de cuentas, todo el mundo está induciendo a los demás a esto o lo otro. La responsabilidad del acto es del individuo que lo ejecuta, no del inductor mental. Lo que pasa es que cuanto más infantilizados estamos, más tendemos a rehuir responsabilidades.
El comentario de Ramsés es el que más me agrada y el más sano. ¡A la mierda la tontería!
A mi me parece que ¡demasiadas leyes!
La libertad de expresión debería ser plena y por lo tanto, si yo digo «el islam es….» pues lo digo y punto y al que no le guste que se tome un analgésico o se aguante.
Y lo mismo si le dices a alguien «eres un c….» o «un h…..»
Estamos creando una sociedad de mindunguis en la que por cualquier chorrada vas al juez como si fueras a tu padre a decirle «papá, Periquito me está llamando tonto».
La justicia debería estar para lo realmente importante, robos, violaciones, terrorismo, asesinatos,etc. y no para perder el tiempo en cosas de este tipo.
Y además, si seguimos así, dentro de poco todo va a estar prohibido, ahora empezamos ya a ver que hay quien quiere (y me refiero a políticos) penalizar los chistes sobre homosexuales (vamos, los de m…… s de toda la vida) y si esto se hace, entonces saldrán los gordos y dirán que tienen el mismo derecho porque sino es un agravio comparativo y llegarán los flacos y lo mismo y llegarán… y llegarán….
Una cosa es, como se dice al principio del artículo decir de alguien «es un ladrón, se ha estado llevando…» y otra muy distinta es decir «es un gilip…y no me fiaría de el ni un pelo».
Lo dicho, demasiadas leyes. El ser humano, tanto creerse el rey de la creacion y todas esas chorradas y resulta ser tan asno que es el único ser vivo, al menos que yo conozca, que se quita asimismo libertad.
¡Hay que j…..!
¡Menos estado y más libertad individual!
Ya decía Lao Tse que un país con demasiadas leyes convierte a sus súbditos en depravados. 🙂
De todas formas, la punición de la ofensa moral al individuo tiene su lógica mientras las penas que conlleve (como es el caso) no sean excesivamente graves, y guarden proporción con las de otros delitos más graves. Piensa que en el fondo, lo que se está tratando de evitar es la escalada verbal que termina en violencia física (un agraviado, por regla general, se suele conformar con que el juez exija al otro que le pida disculpas, y si encima le casca una pequeña multa, pues más feliz). Además, ya comenté en el artículo los requisitos para que se considere punible, y te aseguro que los jueces suelen pasar mucho la mano. El clásico «joputa» no suele ser multado.
Es cierto que como todo en Derecho, la acción del Estado debe ser la mínima imprescindible, y que de lo contrario se abre la puerta a situaciones muy peligrosas, como las que describes. Pero eso ya es síntoma de cierta enfermedad que ataca a una sociedad, no su causa.
Y sí, los juzgados están saturados con tonterías que retrasan asuntos más importantes, pero ese ya es un tema de educación y civismo, más que legal.
Por lo demás, estoy de acuerdo: Más libertad individual siempre.
Absurdo ultra-individualismo liberal. Si bien soy contrario a la colectivización de ciertos grupos, hay ofensas injuriosas para la mayoría de inviduos de cada grupo social, por circunstancias particulares. Con el argumento del que escribió el artículo, debería ser considerado legal y lícito colgar una bandera nazi sobre un monumento en conmemoración del holocausto judío.
El animus-injuriandi no es tan relativo como pretende presentarlo el autor. Muchas veces responde el sentido común. En el ejemplo que expresé, es obvio que ese acto se realizaría con una finalidad ofensiva.
ENEASICERO:
Lo absurdo es transferir los derechos individuales a un colectivo.
El sentido del honor, y por lo tanto de la ofensa, dependen de cada individuo. En el caso que usted menciona, cada uno de los injuriados (y sin importar si son mayoría o no del colectivo) sería el encargado de reclamar sobre la ofensa, y con eso bastaría.
El grave problema de la colectivización es que siempre y en definitiva quien decide sentirse injuriado es algún dirigente e invoca para ejercer mayor presión su representación colectiva, aunque esa supuesta injuria la haya sentido él, o que haya decidido simplemente castigar a alguien que no le agrade.
Los derechos, las ideas, son siempre de los individuos. Un colectivo no es un ente vivo, y por lo tanto no puede sentir dolor, ni hambre, ni ofensa.
Esa es precisamente la idea, Heber Rizzo. Con el ejemplo que propone Eneascicero (que no es minoritario, que tiene su parte de razón, y es el que básicamente ha llevado a la legislación actual) pasa eso: ¿Todos los judíos deben sentirse agraviados porque un descerebrado coloque allí una bandera nazi? De hecho, ese acto dice más de quien lo realiza, y lo desprestigia moral y socialmente más, que cualquier procedimiento judicial.
La regulación de las ofensas contra grupos difusos (más allá de algo concreto como una SA o una asociación de vecinos) tienen el inconveniente de que nadie sabe muy bien quién es ese grupo, quiénes lo componen exactamente, cuáles son sus sentimientos (si es que existe un sentimiento único, lo que me parece no sólo absurdo, sino totalitaria su pretensión), cómo toma sus decisiones… De modo que se deja en manos de una persona concreta la representación de todos, así por las buenas, y sin que exista legitimación alguna.
Es más lógico que quien se sienta agraviado, haga valer sus derechos a título personal, y deje en paz al resto, que siempre pueden adherirse a su demanda o pasar de ella.
Pues sí. Es la deriva de la corrección política. Que conste que considero que insultar a alguien por sus creencias (cosa distinta de discutirlas) es una barbaridad, pero para eso ya estaban los clásicos delitos de injurias y calumnias. En cualquier caso, es un tema delicado al que se le podría haber dado un enfoque legal algo diferente, en lugar de haber tirado por la calle de enmedio y llenar el Código Penal de conceptos difusos e indeterminados.
En efecto, negar la posibilidad de discutir una filosofía o una opinión (porque en definitiva eso es cualquier religión) es una violación de los derechos de libre expresión de los individuos.
Y eso surge porque los derechos de los individuos, los verdaderos derechos humanos, se han visto supeditados a esos supuestos derechos colectivos que son utilizados por los totalitarios para acallar a sus críticos.
El retroceso es lamentable.