Es el enésimo capítulo del sainete nacional, de la tragicomedia estepaisana. El guionista, esquirol en la causa hollywoodiana, propone en su última entrega un escenario quasi-esperpéntico, abandona el rosa telenovelero de los últimos dos años y nos insinúa con segundos planos sutilmente descritos lo que está por venir. Nos descubre que el chico guapo, el de la sonrisa, es un mentiroso patológico. El mismo que ofrecía su ayuda a los rancheros menos afortunados con kilómetros de alambre de espinos de dudosa calidad, consolidaba el espejismo de la igualdad entre vecinos dando voz y voto a la tonta del pueblo en la asamblea local (momentos de gran emoción, acompañados por más de una enternecida lágrima en amplios sectores del gallinero), se reunía con los emisarios de Hades en costosísimas sesiones fotográficas asegurando pactos de no-agresión, encontraba siempre la disculpa acertada para remedar una demora, una promesa incumplida, un faux pas humanizante (los errores de los grandes hombres no hacen sino acercarlos a nosotros, no lo olviden) … nuestro héroe, en definitiva.
Y no pasa nada.
Mecidos en las acolchadas palabras, los armoniosos acordes y la tenue luz que acompañaba toda la puesta en escena, nos habíamos perdido la acción entre bambalinas, los sudores de los tramoyistas. Esto es teatro moderno, señores! desde la puerta de entrada principal hasta el último cubiche todo es escenario. Y usted actor. Pero la acción sobre la tarima, sabiamente subrayada por los medios, engrandecida por la masa coral, había secuestrado nuestros sentidos. Olvidamos lo que ocurría detrás de nosotros. Ignoramos la labor del apuntador y apenas si adivinamos lo que hace el carpintero. No hay nada tras el requisito de la derecha? Y tras el de la izquierda? Es la magia de la ilusión. Nuestro papel queda reducido al de meros espectadores, incapaces de dar un aplauso o un abucheo fuera de las pausas programadas para ello. «Es de mala educación» nos dicen. Pssst! no interrumpa! Y callamos, asistimos.
Callan los que suspiraban (y suspiran) por los gestos del héroe. Callan los que sospechaban (y sospechan) que es un ladino. Todos juegan al mismo juego y están felices en su papel. Los que aplauden y los que abuchean, decididamente correctos, abandonados a su papel de mirones. Hipnotizados por la profusión de escenas, colores, luces, requisitos. Víctimas del espectáculo, no perciben las grietas en el techo del teatro, el desgaste de las maderas en la tarima, los jirones en la piel ajada que recubre sus bancos, la endeblez de los nuevos palcos, apenas elevados sobre cuatro maderos mal clavados y en los que se agolpan los nuevos privilegiados y quienes pretenden abandonar la platea para mejor ver.
Abducidos por las piruetas sobre el escenario, olvidamos que somos protagonistas. Enardecidos por los aplausos del vecino, o sus pitos, acurrucados en nuestro banco (qué bien! no estoy solo!) somos poco más que claque a la que mirar condescendiente desde el saludo forzado al final de cada acto. Y cuando parece que todo quedará definitivamente difuminado en su anodina cotidianeidad, el guionista nos sorprende con un número de magia: alguien saca un conejo de la chistera. Más que nada, porque lo recomienda la jugada. No vaya a ser que alguno se aburra y le dé por mirar al techo.
101, 104-105. Saludos.