Desde hace algún tiempo, la Administración de Justicia en España se ha ido poniendo de moda en los medios de comunicación. Supongo que a los pocos casos morbosos de siempre, se han unido los asuntos de corrupción política y la creación de esa figura tan edificante de los jueces estrella.
Me hace cierta gracia escuchar tertulias que habitualmente se dedican a otros asuntos más populares (los cuernos de los famosos, la política…), debatir sobre éste o aquel caso, dilucidando sesudamente las razones últimas que han llevado a un juez a dictar tal o cual Auto, o a tomar determinadas medidas. Abundan las teorías sobre la politización de la justicia y la instrumentalización de la misma por parte de los partidos para sus propios intereses, o acerca de oscuras conspiraciones y manejos judiciales.
Bueno, no se puede negar que la politización de la justicia es un hecho, aunque se suele centrar en casos concretos en los que los implicados no son simples siervos de la gleba, sino que pertenecen a la casta dirigente. En el resto de ocasiones, y a pesar de que a mi me gusta una buena teoría conspirativa tanto como al que más, el principio de Hanlon suele campar por sus fueros, de modo que normalmente, lo que nos pudiera parecer terrible maldad o conspiración no es más que estupidez. O más bien incompetencia, dejadez, pasotismo y chapuza. Vamos, el lema de toda administración pública española que se precie de serlo.
Déjenme que les cuente una historia verídica. No soy Paco Gandía, pero creo que ésta les hará también reír… O echarse a temblar. Yo prefiero tomármelo a broma, porque la alternativa es huir lo más lejos que se pueda del país.
Érase una vez…
… Un Juzgado de lo Penal que citó a tres imputados y sus respectivos abogados para el acto de juicio. Los hechos enjuiciados se sucedieron en enero de 2008, por lo que entre pitos y flautas, el juicio se iba a celebrar casi cinco años y medio después.
Pensarán ustedes que se trataba de un complicado asunto que exigió una investigación larga y farragosa, con complicadas implicaciones internacionales, oscuras pistas que seguir, cientos de testigos que declarar, montañas de papeles que analizar…
Lo cierto es que sin entrar en demasiados detalles, los hechos consistieron básicamente en que tres chorizos de poca monta en un coche robado, huyeron de un control y provocaron una persecución bastante poco espectacular, en la que dos agentes resultaron lesionados muy levemente.
Se necesitaron cuatro años para que el Juzgado de Instrucción recopilase las declaraciones de los tres imputados (que se tomaron al día siguiente de los hechos), las de los guardias civiles (de la misma fecha) y un informe del forense de una página, y los remitiera al Juzgado de lo Penal de turno. Luego, el Juzgado de lo Penal, tardó otro año en mirar su agenda y decidir un día para la celebración del juicio.
Lo normal.
De modo que allí estábamos todos (eso suponíamos): los tres imputados (uno llegado directamente de prisión, de la que disfrutaba por otro delito distinto), sus tres abogados y dos guardias civiles como testigos. Todo el mundo puntualmente a las 10 de la mañana, hora a la que nos habían citado.
Como de costumbre, en la sala no apareció nadie hasta pasadas las 10 y veinte. Siguiendo el inveterado rito, la funcionaria colocó en la puerta el listado de las vistas del día, unas fotocopias pegadas a la pared con cinta adhesiva, que para eso estamos en el siglo XXI y la tecnología ha avanzado desde las eras oscuras, cuando se usaban chinchetas.
Y para nuestra sorpresa, nuestro juicio no aparecía donde se esperaba, sino que nos lo habían puesto a las 12. Extrañados, se lo hicimos saber a la funcionaria y ella nos dijo que no, que debía de ser un error nuestro. Es decir, de todos los que estábamos allí, incluyendo los funcionarios de prisiones que habían enviado al preso (lo que demuestra que el principio de la Navaja de Ockham no es tan evidente como podría pensarse). Sólo tras enseñarle todas las citaciones, con las “10:00 de la mañana” señaladas en negrita, empezó a sospechar la señora que era posible que no fuésemos nosotros (todos nosotros) los confundidos. De modo que nos pidió que agardásemos, entró a hablar con la jueza, y salió enseguida con la explicación de lo sucedido.
Resulta que tras enviar las notificaciones, “alguien” del Juzgado la anotó mal en la agenda, así que no se podía hacer nada. Tocaba esperar, que total sólo eran dos horitas y tampoco era para tanto. Vamos que no sabía a qué venían esas caras largas y esas quejas.
Los abogados, ya habituados al respeto y la cortesía con que habitualmente se trata a todo el mundo en los juzgados, nos miramos y decidimos tácitamente que con dos agentes de la autoridad indignados y tres choricetes malencarados acompañados de sus familias, que comenzaban a armar jaleo, no había que echar más leña al fuego. Mejor calmar los ánimos. Cosa que cada vez era más difícil, porque uno de los imputados gritaba que no conocía “a ese de la toga” y que él quería a su abogado.
En confianza, nuestro compañero letrado, el apodado por el caballero como el “ese de la toga”, nos explicó que él venía en sustitución de su compañero de despacho, pero que de todas formas, la cosa les resultaba extraña, porque les habían notificado este asunto pero que no les sonaba de nada. Ellos llevaban temas penales, y alguno de oficio, pero no tenían nada de ese encausado. De todas formas habían decidido aparecer, no fuera a ser que hubieran perdido ellos el expediente en el despacho y la liasen.
Que me lo quitan de las manos, primo.
A todo esto, el primer juicio terminó, los tres abogados nos miramos con esa expresión que da el saber que todos pensábamos lo mismo, y antes de que nadie pudiera reaccionar, con decisión y arrojo nos colamos en la sala.
– Buenos días, señoría, venimos a hablar con la fiscal para ver si podemos arreglar esto con avenencia.
– Nada, nada, hablen ustedes.- Contestó la esperanzada jueza ante la expectativa de evitarse otra aburrida vista.
Es curioso, pero los juicios a los que se acude más tranquilo y relajado son a aquellos en los que sabes perfectamente que tu defendido es culpable, y que además hay muy poco que se pueda hacer para librarlo de una condena. El caso en cuestión, con su palabra contra la de varios guardias civiles, con informes de daños y lesiones, y con una lista de antecedentes con la que se hubiera podido empapelar la catedral de Sevilla (por dentro y por fuera) era uno de esos. Lo que procede en estas situaciones es minimizar el daño, y conseguir rebajar la pena solicitada por la acusación puede considerarse un éxito. De modo que tras hablarlo con el interesado, lo que tocaba era discutir con la fiscalía si procedía o no aplicar tal o cual atenuante o, lamento decirlo para el que mantenga cierta idealización de la justicia, regatear la pena como en un mercado persa.
En este caso, la discusión se desvió rápidamente hacia la aplicación del apartado 6º del artículo 21 del Código Penal, que viene a decir que:
Son circunstancias atenuantes:
[…]
6ª.- La dilación extraordinaria e indebida en la tramitación del procedimiento, siempre que no sea atribuible al propio inculpado y que no guarde proporción con la complejidad de la causa.
Como todo en esta vida, la aplicación de Ley es un problema de puntos de vista. Yo entendía que cinco años y medio para enjuiciar un asunto como este, podría considerarse una dilación indebida, mientras que la fiscal (apoyada por la jueza, que no debería meterse en estas discusiones previas al juicio, pero la condición humana es la que es) opinaba que era un plazo normal y razonable.
En medio de la negociación, un compañero recordó un detalle:
– Por cierto, señoría, ¿no se ha citado a la acusación particular? Como no lo veo fuera…
– ¡Ah! ¿Hay acusación particular?- Se sorprendió la jueza, de repente con un ligero (muy ligero, no se vayan a pensar) atisbo de preocupación en su cara.
Cruce de miradas como las de las películas de Sergio Leone, pero todos mejor afeitados.
– Bueno, a mi me han notificado un escrito de acusación, y creo recordar que hubo una personación.
De nuevo cruce de miradas. Sólo faltaba la música de Ennio Morricone.
– Bueno, no aparece en la carátula del expediente… Y yo no voy ni a mirarlo…- Zanjó la discusión su señoría, que para eso es un Poder del Estado.
Aclaro: estaba claro que la jueza se había dado perfecta cuenta de que “alguien” del juzgado había metido la pata y no había notificado el juicio a una de las partes, pero había decidido hacerse la sueca, no darse por enterada y arriesgarse a una nulidad de actuaciones. Lo que fuera con tal de no suspender y quitarse un asunto de encima lo antes posible.
Estoy seguro que esta vez alguien silbó el tema principal de Por un Puñado de Dólares.
Bueno, al fin y al cabo todos íbamos a lo que íbamos, volvimos a la carga con la fiscal y llegados a un punto de entendimiento, se lo hicimos saber a su señoría, quien muy contenta nos dijo que vale, que se alegraba mucho y que esperásemos al medio día para celebrar. De todas formas, se nos sugirió a la salida por parte de la funcionaria que no nos fuéramos, porque podía haber sitio antes y tal.
Ya somos perros viejos en este asunto y sabemos como va el tema, así que en cuanto abandonamos la sala, tras comentar la jugada con nuestros defendidos, a los tres abogados nos faltó tiempo para huir del juzgado. La mañana es muy corta y hay muchas cosas que hacer.
El retorno.
Tras una serie de papeleos, regresé al Juzgado unos 20 minutos antes de las 12. Y la situación había dado un inesperado e interesante giro.
El imputado de antes (un fino y educado caballero de casi dos metros, daba igual que se midiese de ancho que de largo, de más de cien kilos, con un ojo mirando para cada lado y una voz que habría dado susto a Darth Vader) seguía gritando aún con más ganas, y mis compañeros letrados habían sufrido una inesperada sustitución.
– Hola, ¿Tú venías por Fulanito de Tal?
– Sí, ¿y tú?- Respondí.
– Yo sustituyo a mi compañero, que ha tenido que irse porque tenía otro juicio a esta hora. De todas formas, creo que se va a suspender. Eso espero porque acabo de leerme los autos y no tengo ni idea de lo que va el asunto.
– ¿Y tú vienes por el otro?- Pregunté al segundo que estaba allí con ropa de calle y con expresión de cabreo.
– No. Yo soy la acusación particular, que estaba en el médico y me ha llamado el otro compañero (que es amigo mío) para decirme que pensaban celebrar el juicio sin mi…
Ahí entendí lo de la suspensión.
-Bueno, ¿y el abogado de este caballero con tan buena voz?
-¿Mi abogado? ¡Estos tíos (sustitúyase la expresión por la real, que era otra más colorista y metafórica) se han confundido y le han notificado el juicio al abogado que no es! ¡Y encima me dicen que como tienen nombres parecidos, que es normal! ¡Y mi abogado me dice que no sabía nada, y que no puede venir! ¡Yo me voy a …!- (Bueno, no creo necesario continuar con la explicación detallada que nos regaló acerca de los imaginativos lugares donde pensaba llevar a cabo sus naturales necesidades fisiológicas, ni el papel que en todo aquello tenía pensado asignar a según qué personas).
– Es decir, que se han equivocado en la hora, se han equivocado con el abogado de un imputado y no le han notificado el juicio a la acusación particular… ¿Me olvido de algo?
– Sí,- colaboró el otro letrado-, de los cuatro guardias que se solicitaban como testigos, sólo han citado a dos de ellos. A los otros dos, que curiosamente son la acusación particular, tampoco los han avisado.
El desenlace.
Era la una menos cuarto de la tarde cuando entramos en sala. Un retraso de tres cuartos de hora ya ni se considera como tal en los juzgados de Sevilla. Hasta podíamos estar contentos. La jueza, algo confusa, nos indica que va a suspender a petición de la acusación particular, pero no a petición del imputado, que se quejaba de no estar defendido, a parte de soltar otras lindezas que permite un idioma tan florido y rico como el nuestro. En la práctica es lo mismo, pero le dio por ponerse digna a la señora.
Concluido un acto tan solemne y que tanto lustre y honra hubo proporcionado a una Administración de Justicia ya bastante sobrada, el abogado de la acusación particular, con evidente cabreo se dirigió a su señoría.
No dijo nada que no pensáramos todos, que era una chapuza que este asunto llevase coleando desde 2008 sin que a nadie se le cayese la cara de vergüenza, y que no era tan difícil notificar las cosas a todo el mundo y sin demasiados errores. Todos nos sentimos solidarios con nuestro colega, aunque en ese momento decidiéramos que para la miseria que nos iban a pagar de oficio (con suerte un año más tarde de la notificación de la sentencia) con apoyarlo moralmente asintiendo con la cabeza habíamos cubierto nuestro cupo de heroísmo.
– Señor letrado,- respondió su indignadísima señoría-, a ver si vamos a tener nosotros la culpa de que el Juzgado de Instrucción no se haya dado prisa. Que yo he visto por primera vez los Autos esta mañana.
– Señoría, los Autos llevan en su Juzgado un año.
– Letrado, que yo me limito a poner sentencias, y lo que no voy a hacer es quitarme horas de sueño para poner más. Si lleva tanto tiempo será cosa de los funcionarios, no mía.
Mirada gélida de la funcionaria que en ese momento, manipulaba el ordenador junto a la jueza. El buen rollito que no falte.
– Señoría, es su Juzgado. Yo sólo lo digo para que quede constancia.
A la expresión de la jueza le faltó sólo el sombrero de Clint Eastwood, el poncho y el cigarro a medio consumir. Si tras la mirada que le echó hubiera desenfundado un Colt Peacemaker del calibre 45, a nadie le hubiera extrañado.
Afortunadamente la sangre no llegó al río. Allí ninguno éramos novatos y sabíamos cuándo retirarnos a tiempo de una batalla perdida. Tras anotar el nuevo señalamiento del juicio (para 2014), saludamos educadamente y abandonamos el campo.
La moraleja.
La verdad es que no estoy seguro de que esta historia tenga moraleja. Y si la tiene creo que prefiero no buscársela. Me gustaría poder decir que se trata sólo de una anécdota, de esas que se recuerdan para contarlas en ocasiones festivas con los amigos, pero el caso es que son situaciones tan habituales, que dentro de poco otro nuevo asunto desterrará éste al rincón de molestias menores. De hecho, mientras escribo no puedo evitar recordar situaciones bastante más lamentables, que prefiero guardarme.
Huelga decir que ninguno salimos de allí contentos. Personalmente la indignación aún me dura. Indignación con todo y con todos (excepto posiblemente con los agentes de la guardia civil que estaban allí esperando como testigos, y que perdieron tontamente toda la mañana).
Hace algún tiempo me comentaba un colega que la situación de la justicia era debida, a su entender, a que jueces y funcionarios se dedicaban a torpedear el sistema lo máximo posible, con la esperanza de que se hundiese definitivamente y poder empezar de cero, con una reforma en condiciones. Dentro de lo malo es un pensamiento esperanzador, pero me temo que en realidad, siempre volvemos a lo mismo: dejadez, incompetencia, indolencia, pasotismo, prepotencia…
Y sobre todo, el saber que ocurra lo que ocurra, casi nunca va a haber consecuencias.
Pues claro que no eres Paco Gandía, hombre. Ha resultado mucho más divertido.
Al principio estaba sonriendo, pero cuando he llegado a la primera alusión a «Por un puñado de dólares», me ha entrado la risa floja.
En fin, es lo que hay. Ni Andalucía ni España: Funcivagolandia.
Lo malo es que la historia es verídica de verdad. No me invento nada (bueno, quizás algún detalle obvio como la música de ennio Morricone). En muchas ocasiones, cuando le cuento una anécdota de estas a alguien de la familia o a algún amigo que no sea del gremio, se piensan que me lo estoy inventando.
Ojalá…
Si digo que es Andalucía pura, dirán que insulto
Si digo que es España pura, dirán que insulto.
Así, que solo les deseo suerte. O feliz viaje.
Me he reído mucho y he recordado algunas situaciones subrrealistas que me ha tocado vivir en los Juzgados: la más común de todas la imposibilidad metafísica de que en España se respete la hora teórica que figura en cualquier citación. Los que hayan oido hablar de la «hora peruana» sabrán que no es casualidad las virtudes y defectos que se heredan de la madre patria.