El último paso en falso de Mitt Romney ha levantado un enorme revuelo en USA. El candidato republicano intenta durante una cena privada de recogida de fondos para su campaña presidencial explicar (tal vez desafortunadamente) por qué es tan difícil restar votos a Obama.
Según Romney, el 47% de los Norteamericanos dependen de las ayudas del gobierno, se trata de personas -dice él- «que creen que son víctimas, que creen que el gobierno tiene la responsabilidad de ocuparse de ellos, que creen tener derecho a asistencia sanitaria, comida, vivienda y todo lo que se les pueda ocurrir».
Demasiado plano. Demasiado general. Coloquial. Un error si lo que realmente pretende es ser Presidente de los EEUU. Pero no le falta razón y me explico.
Efectivamente, entre ese 47% también se encuentran, por ejemplo, los pensionistas, personas que tras toda una vida trabajando y pagando impuestos SÍ tienen derecho a que el estado cumpla su promesa de devolverles su dinero en forma de una pensión mensual.
Los desfavorecidos que crecen en la pobreza y proceden con frecuencia de hogares rotos, apenas pueden por sí mismos liberarse de sus guetos. La falta de escuelas de calidad, la ausencia del sentimiento de autodisciplina o de modelos a seguir, y un entorno social en el que ya no se cree que sea posible ascender en la escala social, generan un fenómeno de implosión social, una especie de agujero negro del que es imposible escapar sin ayuda.
Muchos de estos problemas no se resuelven con la financiación del gobierno. Pero algunos sí. Las duras críticas a Romney están justificadas. Sin embargo, existe en la simplista declaración de Romney un núcleo de verdad: las políticas generalizadas de transferencias sociales no convierten a todas las personas en adictas al poder o vagos crónicos, pero sí facilitan a medio y largo plazo la aparición de una mentalidad por la cual las personas dependen cada vez más del estado y cada vez menos de los propios logros. Esto ha degenerado en muchos países occidentales -el nuestro, por ejemplo- en un automatismo preocupante que obliga al estado a ampliar su participación en la economía general y en la particular de cada uno de forma ininterrumpida, casi ininterrumpible.
No nos extrañe, pues, que en España sólo 8 de cada cien estudiantes planee crear su propio negocio y que más del 27% desee convertirse en funcionario. El estado de bienestar tiene la desconcertante costumbre de inventar constantemente nuevos «proyectos de felicidad» para los ciudadanos que, lógicamente, hemos de pagar entre todos. Debido a que el aumento de impuestos es más impopular que la aparición de nuevas subvenciones, los estados occidentales han ido endeudándose paulatinamente hasta llegar a la situación insostenible actual.
Con el paso de los años se ha ido desarrollado una cultura de exigencia frente al estado, lo que hace que sea casi imposible para los políticos eliminar transferencias sociales ya implementadas. Y eso es en definitiva lo que Romney quiso decir con sus torpes palabras: en los modernos estados de bienestar es imposible defender una política de recortes en la acción social del estado.
No porque ese casi 50 por ciento del que habla Romney sean todos enemigos de la responsabilidad individual o unos vagos empedernidos. Pero sí debido a que el gobierno -durante décadas- ha ido «comprando» a golpe de subvenciones y nuevos sueños el consenso entre la clase media productiva según el cual es «bueno» el empeño social del estado. El estado ha convertido en «beneficiarios» incluso a los ciudadanos que en realidad serían capaces de ocuparse de sí mismos, convirtiéndolos en votantes interesados en mantener el status quo. Dado que ya no creemos que el estado, eternamente hambriento de dinero, pueda finalmente renunciar a una parte de nuestros impuestos, nos conformamos con, por lo menos, conseguir algo de la «bendita» redistribución y nos escandalizamos cada vez que se anuncia un recorte en algún subsidio del que nos beneficiamos.
Romney lo dice mal, pero no se equivoca del todo.
Efectivamente, Romney la ha metido a lo bruto y de golpe, pero al menos la ha metido por el orificio correcto.
Precisamente vengo de leer el artículo que Roger Senserrich ha publicado en Politikon sobre las declaraciones de Romney, un artículo que destila indignación por todos los costados. Creo que lo llama psicópata.
La verdad es que cualquier político norteamericano, republicano o demócrata, de hace cien años, se quedaría escandalizado si resucitara y viera hasta qué punto el gobierno ha extendido sus tentáculos, con su cohorte de gasto, déficit, deuda y clientelismo.
Estoy convencido de que Coolidge no se lo podría creer.
Evidentemente: a caballo regalado nadie le mira el diente. A eso en política se lo llama clientelismo.
Sabes que en este blog, yo al menos, llevo más de 8 años diciendo que no se puede votar a nadie de la clase politica actual española. Que no se puede seguir participando de esta «democracia impostada», haciéndonos cómplices del negocio mafioso que los gobiernos tan ladinamente han convertido en lo que ellos llaman «justicia social para todos».
Si yo fuera un parado (y más de larga duración y con cargas familiares) y un político me prometiera algo tan concreto como que me garantizaba un subsidio indefinido de, pongamos, 400 euros sin más condiciones mientras que el rival me prometiera algo tan abstracto como «trabajar para crear las condiciones necesarias para que se genere empleo», no tengo ninguna duda de que, equivocado o no, votaría al que me promete los 400 euros sin dudarlo un instante.
Para mí el problema no es a quien vota la persona sin recursos, sino lo que votamos los que, afortunadamente, por ahora y toco madera, no carecemos totalmente de ellos.