Apago el cigarrillo, harto de humo y vuelvo de nuevo la vista al reloj.
Recuerdo mi primer reloj, un Tissot que – para no desdecir los principios de la tradición – me regaló mi padrino el día de mi primera comunión. No fué el reloj lo que más me llamó la atención aquel día. Las palabras que lo acompañaron resultaron ser mucho más interesantes que el artilugio en sí mismo: «Luis, un reloj es como una brújla, y una brújula como un reloj. No es un método exacto, pero con tu reloj será más dificil que te pierdas«.
Efectivamente, no es un método exacto, pero lo practiqué tanto en aquellos años, que hoy se cuán dificil que es perder el norte si se tiene un reloj de manecillas.
Luego llegaron los relojes que sólo sirven para medir el tiempo. Números digitales en una pantalla de cristal líquido. Fríos y calculadores, me llevaban de una clase a otra, de una cita a otra, de una mañana a todas las noches. Sin pausa, sin resuello, amenazadores, implacables, indestructibles. De ésos tuve varios y marcaron el ritmo de mi vida durante más de veinte años. No importa si era «desayuno-colegio-comida-colegio-estudiar-cena-dormir» o «laudes-desayuno-angelus-comida-visperas-cena-completas». Los números presidían mi existencia, marcaban mi respiración, limitaban mis pensamientos. Eran el mejor parapeto posible tras el que esconderse cuando la vida me presentaba lo intemporal, lo no medible, lo no palpable… lo que me aterraba.
Hasta que un buen día, parado sin querer durante un segundo a escuchar, caí en la cuenta de que mi reloj no iba al mismo ritmo que yo. O yo no iba acompasado con mi reloj. Entré en el Corte Ingles de Bilbao, tiré el Casio a la papelera y compré un Festina de manecillas, dispuesto a reencontrar mi norte. Aún conservo aquel reloj, en alguna parte, que tanto tiempo me regaló y me devolvió el norte.
Con el paso de los años va cambiando el significado de las manecillas del reloj. De niños nos recreamos en la pequeña, disfrutando de lo lento que pasan las horas. Más tarde es el minutero el que acapara nuestra atención, fascinados por nuestra capacidad de organización y nuestra efectividad. Hoy dejo que mis ojos se pierdan en el ritmo frenético del segundero. Cada segundo es un mundo a ganar o perder, un gesto de más o de menos, una elección.
Estoy aprendiendo a ser consciente de mis segundos… esperando.
blogis, buena cita
«cada segundo hiere, el último mata»
Mmm… ¿Las laudes también? Qué caja de sorpresas es usted 🙂
¡Uys! Y pensaba que era el único. Lo mío fue cuando empezaron a poner relojes por todos lados: Zona azul, andenes, autobuses, barómetros de ciudad, ordenadores…
Y encima uno, que siempre ha sido de costumbres medievales, pues ni les cuento. 🙂
Cuando cambiamos de dígitos, del 19… al 20…, decidí que mi buen deseo del milenio sería desprenderme del reloj, y así lo hice. Llevo más de seis años sin un reloj en la muñeca, y me va bien. Si el móvil no tuviera reloj, me iría incluso mejor. No lo echo de menos en absoluto.
Yo recuerdo estar obsesionado con tener un reloj cuando era pequeño. Me parecia que tenerlo me haria mas mayor, no se por que.
Al final me he convertido en un especialista en romperlos, torpe que es uno…:)
Si pudiera, me compraria uno de los setenta con aquellos colores tan bonitos, a ver si en ebay lo encuentro.
Debo ser el unico que en su comunion no le regalaron ni una pluma ni un reloj, je, je.
Lo que pasa, AMDG, es que tu eras «hiperactivo» 😛
¡Qué bueno! Son los detalles de la vida. Yo me acuerdo de la primera vez que probé el foi grass, mi hijo nunca lo hará, está demasiado a costumbrado, lo exige de vez en cuando.
Por cierto, Luis, a mi la manecilla pequeña no me gustanba nada, me parecía muy lenta, em aburría 🙂
Omega, paella y quinientas pesetas que me dió el jefe de mi padre (con el post tan estupendo y me quedo con la anécdota de la comunión, hay que joderse)