Corrían los años 1989-1990 y los marxistas de todo el mundo se hundían en su perplejidad. El socialismo real no sólo era derrotado por el odiado capitalismo, había implosionado en su propia incapacidad para generar incluso la menor de sus premisas: los pobres, los alienados, los obreros seguían siendo pobres, alienados y obreros. Eso que los “progresistas” llaman capitalismo no sólo era superior en todos los aspectos: no había alternativa.
Dondequiera que el capitalismo tendía sus redes, aumentaban el poder adquisitivo y el bienestar social de las personas, provocando la aparición de nuevos Estados de Derecho incluso allí dónde nadie osaba vaticinar, no hablo ya de promover, un movimiento de democratización (curiosamente exceptuando los países ricos en recursos naturales, en manos de las oligarquías locales). Ése y no otro es el verdadero efecto de la “globalización”. Allí donde no ha sido posible una integración en la globalización capitalista – como en buena parte de África – se mantienen la injusticia, el hambre y la pobreza como dolorosos denominadores comunes.
Del socialismo se dice que es el mejor sistema, aunque no haya logrado funcionar NUNCA en la vida real. Paradójicamente, en la misma medida que iba en aumento el bienestar social ha ido creciendo el cáncer del “Estado social”, que nos sugiere a todos la ilusión de que la socialdemocracia (la de “derechas” y la de “izquierdas”) nos libera y protege de todos los riesgos posibles en nuestras vidas. Ninguno de los teóricos y políticos del “bienestar social” ha sido capaz de despedirse de sus queridas estructuras mentales, apenas desenmohecidas con los elixires homeopáticos del 68. A la sombra de la rémora socialista, en la urgencia de encontrar nuevos campos en los que hacer efectivas las máximas marxistas de igualitarismo, control del individuo, colectivismo y justicia social, y ante la imposibilidad de volverse de nuevo contra los ricos – aquí casi todos los somos– surgen nuevas formas de vasallaje no menos liberticidas.
La redistribución de riquezas no se logra hoy mediante embargos y asesinatos de Estado, basta una política impositiva que permita controlar un número cada vez mayor de individuos y grupos subvencionados, atrapados en la trampa de una solidaridad fingida en tanto que obligatoria. El beneficiado cae ingenuo en el ardid, deja de ser dueño de su destino para convertirse en marioneta de las agencias de trabajo, cifra en las estadísticas de los centros de salud, número en los ministerios de interior y hacienda. Olvida el orgullo y el amor propio para alinearse en la cola de los que esperan, derrotados, la limosna mensual del Estado. Ya no son su trabajo, ni su talento, ni su mérito los que otorgan valor a su vida. El Estado es quien decide quién cobra más, quién menos, quién por trabajar y quién por no hacerlo. Y si tiene la osadía de ahorrar, tampoco podrá decidir quiénes son beneficiarios de su ahorro cuando fallezca: el Estado se encarga, vía impuesto de sucesiones, de designar a los agraciados, mayormente él mismo y su aparato.
Hoy no son necesarios «KGBES» ni “Stasis” para hacer de nosotros seres transparentes al arbitrario escrutinio del Estado. El miedo, bien utilizado como argumento, se ha encargado de ello. El chantaje surte su máximo efecto bajo la amenaza de violencia cuando estamos desarmados. La amenaza terrorista es usada por el Estado -monopolista de la violencia- para obligarnos a los ciudadanos -desarmados, maniatados por las leyes incluso en el ejercicio de la legítima defensa- a desnudarnos ante los voyeurs ministeriales: datos personales, videocámaras, control de lo publicado en Internet. La divisa es sencilla: renunciemos a nuestra intimidad a cambio de la protección del Estado.
Y el sentimiento de culpa. El buen socialista sabe que lo más importante para conseguir colectivizar al ser humano es la motivación. Es imprescindible disponer de una idea-motor, un lema, un objetivo común por el que “merezca la pena” luchar juntos. Hay cientos de ellas aplicables en lo local: nación, lengua, identidad. Pero en un mundo globalizado estos son conceptos demasiado limitados, por particulares. Por ello hemos retomado la vieja idea del hombre como ser malvado en sí mismo y necesitado de educación, de ilustración para liberarle de sus “culpas”. Aparecen nuevos delitos de odio, somos culpables del heteropatriarcado opresor, del neocolonialismo neoliberal, de toda el hambre y toda la pobreza en el planeta, del cambio climático… así, sin filtro.
El hombre que come carne, que ensucia el aire con su coche, que “impacta” el medio con sus fábricas es culpable. El hombre es una bestia para el hombre y es la bestia del planeta, y debemos ser conscientes de nuestra culpa, incluso si para ello tenemos que olvidar o ignorar que hemos de comer para vivir, que hemos de movernos para ganar dinero, que sin fábricas no hay ni hospitales ni comida. La solución de los problemas que genera nuestra maldad innata no puede ser abandonada en manos del individuo, ignorante y sedicioso. Ellos toman las riendas y nos muestran el camino de redención.
El humano alienado, subvencionado, transparente y culpable. Bienvenidos a un mundo feliz. El futuro a la vuelta de la esquina. Un futuro que, de hecho, ya está aquí.
Esta columna fue publicada originamente en la revista Disidentia.
«Socialists have always spent much of their time seeking new titles for their beliefs, because the old versions so quickly become outdated and discredited.» Margaret Thatcher