El asunto de la libertad sexual frente a la regulación de las relaciones íntimas ha sido recurrente en todas las sociedades. Es lógico, puesto que el acto generador de nuevos individuos tiene una evidente importancia biológica, y de él ha podido depender la supervivencia de grupos enteros en determinadas circunstancias y épocas.
Por supuesto, no nos vamos a remontar a los tiempos en que las comunidades humanas comenzaron a entrar en contacto entre ellas (aquellos enriquecedores intercambios culturales y comerciales, que solían amenizarse con ciudades ardiendo, saqueos y funerales por héroes con flechazos en sus talones). Baste decir que siempre se ha considerado necesaria la protección de dos elementos claves de una sociedad: los niños y las mujeres, y que esa protección se ha llevado a cabo de forma bastante similar en todas las ocasiones.
Ya sé que estamos más que acostumbrados a las sesudas explicaciones del pasado derivadas del marxismo, según las cuales, todo suceso histórico se explicaría por la fricción entre unos colectivos que ejercen su dominio sobre otros, que a su vez pretenden su emancipación para convertirse en los dominantes. Sí, que he hecho un resumen demasiado simplificado y se puede mejorar, pero ¿merece la pena perder el tiempo en esto? Una vez descartada la pamplina de la sempiterna lucha de clases y ante la dificultad de seguir colando el cuento, éste se disfraza de otras formas, como la proverbial y ancestral dominación del sexo masculino sobre el femenino, sojuzgado bajo instituciones que, como si hubiera sido posible poner de acuerdo a todos los hombres del planeta en la oscura pero famosa conspiración patriarcal, las mantendrían sometidas para impedirles tomar el poder.
No teman. Tampoco voy a entrar a discutir sobre la validez o no de la historiografía marxista y sus evoluciones y derivados. Donde pretendo llegar es a que da igual la sociedad y la época a la que dirijamos nuestra atención. Lo cierto es que cada vez que nos encontremos con una norma que restrinja o regule las relaciones íntimas o sexuales de los individuos, la excusa última esgrimida para ello siempre será la protección de la mujer, a veces como fin exclusivo, a veces entre otros bienes jurídicos, porque hasta las revoluciones liberales, los derechos del individuo solían ser secundarios respecto de los del clan, grupo, familia, reino o comunidad que fuese.
Y como punto de partida de esa protección, los actos sexuales no consentidos siempre han sido castigados con penas extremadamente graves, no siendo inusual la pena de muerte para el violador. Pero aunque haya ministros (de ambos sexos) en nuestra actual España que aún no se hayan dado cuenta, el problema siempre fue el mismo, tanto hoy como hace varios miles de años: La prueba del consentimiento.
El caso es que no se trata de un problema exclusivo de las relaciones íntimas. El consentimiento, su prueba y su validez, son el asunto central en el Derecho de todas las partes del mundo. Cuando Parmenio se iba a su casa con la vaca que había sido de Heraclio, había que averiguar si éste se la había entregado voluntariamente o había mediado un afilado xifos apuntando a la garganta. Para ello se desarrollaron las teorías sobre obligaciones y contratos, depurándose a lo largo de los siglos hasta llegar a la eficiencia del Derecho romano, que sigue siendo la base de nuestra civilización (aunque vayan a saber hasta cuando, en vista de la ola de adanismo que se nos echa encima).
Así que teniendo el mismo problema, casi todas las civilizaciones optaron por la misma solución: Un contrato para acreditar que las relaciones sexuales eran consentidas. Es a lo que le venimos llamando matrimonio.
Ese contrato solucionaba, además, otros problemas. La convivencia entre individuos genera consecuencias patrimoniales y económicas, por lo que de paso se podían regular también, y por supuesto, en un mundo dividido políticamente en clanes familiares (ha ocurrido hasta hace dos telediarios en nuestra cultura, y aún ocurre en más de medio planeta), dejar las cosas claras y asentadas en este aspecto era una ventaja adicional.
Por eso, en todos los ordenamientos el consentimiento matrimonial ocupa un lugar principal de su regulación (ver, por ejemplo, el canon 1057.1 del Código de Derecho Canónico o el artículo 45 del Código Civil). Es un requisito esencial y se establecen claramente las consecuencia de su ausencia o su defecto. Pero es más, para que no haya dudas, en todas las culturas se marca con claridad un momento y una forma inequívocas en el que el consentimiento debe emitirse (o retirarse). Por eso se contrae matrimonio mediante un ritual, incluso en nuestro actual matrimonio civil: un acto público, porque es bueno tener testigos del hecho, delante de un fedatario con especial prestigio social (el sacerdote, el capitán del barco, el juez…), con unas fórmulas bien definidas que no dejen espacio a la duda de lo que ha sucedido allí, en ocasiones con un documento firmado…
Ya está. Ya tenemos un contrato emitido ante un fedatario público, usualmente por escrito, ante testigos, en el que dos personas manifiestan su consentimiento para mantener relaciones sexuales, además de fijar las consecuencias económicas y sociales de tal circunstancia. Ese contrato puede ser indefinido, por tiempo determinado, exclusivo o no… Puede tener diferentes peculiaridades según el lugar y la época, pero siempre es un acuerdo público en el que debe quedar claro el consentimiento, de forma inequívoca.
Y como ocurre siempre y en todas partes con las soluciones normativas de este tipo, el siguiente paso para evitar problemas fue evitar cualquier transacción fuera del marco regulatorio institucionalizado. Es decir, nada de sexo fuera del matrimonio.
El paso era lógico, puesto que una vez establecido un método inequívoco para demostrar el consentimiento, permitir relaciones en las que ese consentimiento fuera indemostrable era un potencial problema de orden público. De nuevo, si en ocasiones ya plantea problemas en el matrimonio, fuera de él ¿cómo podemos estar seguros de que no ha mediado engaño o intimidación? Una vez más estaríamos ante el mismo problema de siempre, que se trataba de evitar.
La prohibición del sexo extramatrimonial se aplicó de muchas formas según el lugar y la época, desde el más severo derecho penal (no creo que nadie ignore las lapidaciones de ciertos lugares) a un rechazo meramente social, que si bien en principio no parece tan grave, puede llegar a ser igual de sangriento (los famosos crímenes de honor que en ocasiones, quedan impunes por el Derecho institucionalizado).
Con el tiempo, en nuestra sociedad occidental permeada lentamente por los ideales liberales, la cosa fue relajándose. Muy lentamente, porque los cambios sociales llevan mucho tiempo, a menos que se pretenda convertir un país en un gigantesco campo de concentración. Si nadie exigía, por ser innecesario, un contrato firmado ante notario para comprar en una tienda, ¿por qué no podían tener relaciones íntimas dos personas libres y adultas sin más trámites? El consentimiento, en ambos ejemplos, se podía acreditar perfectamente por el conjunto de indicios y circunstancias que rodeaban la relación.
Además ya no era una cuestión de vida o muerte. Ya no iban a liarse a hachazos dos clanes por un encuentro furtivo en un bosque. La tecnología habían conseguido, además, que la procreación no fuese algo que dejar al azar, y podía evitarse o no, según acordasen las partes. Y por supuesto, comenzó a considerarse que la mujer podía emitir libremente su voluntad, sin necesidad de esa especial protección. Esta era la curiosa consecuencia de dos guerras mundiales, donde tras años de mantener funcionando países con mano de obra femenina (los hombres estaban siendo descuartizados en masa en el nuevo formato de guerra industrial), fue difícil hacerlas volver a sus funciones tradicionales anteriores a la industrialización. Sí, ya sé que fue un proceso paulatino (de nuevo lento, como todos los cambios sociales) que comenzó más atrás, con la primera revolución industrial, pero las guerras del siglo XX fueron el punto de no retorno, por si alguien en la época aún no se había dado cuenta.
De modo que las mujeres dejaron de ser esos seres débiles que precisaban de una protección específica por parte de las instituciones. Comenzaron a ser consideradas como perfectamente capaces de emitir un consentimiento válido, ya fuera para comprarse un coche o para echar una canita al aire.
Llegaron luego los floreados años 60, en los que sesudos revolucionarios intelectuales, desde sus burguesas y acomodadas universidades, creyeron que estaban inventando la rueda, y mientras señalaban que debajo de los adoquines estaba la playa, fumaban sustancias que ya conocían perfectamente los brujos de tribus arcaicas y llamaban a la libertad sexual. Una libertad que había empezado mucho antes, sin necesitarlos, y que llegaría a su máximo en las décadas finales de ese mismo siglo.
Y por fin llegamos a nuestro actual gobierno de España. Hay quien dice que la Historia se repite, hay quien afirma, en cambio, que rima, y otros prefieren el símil del péndulo, que en un momento determinado está en un extremo y en otro alcanza el opuesto. No es que me guste, pero hay que admitir que la metáfora empieza a tener su utilidad.
Porque desde hace un tiempo, se vuelve a escuchar de forma machacona el mantra de que las mujeres necesitan una especial protección, y muy significativamente en lo que se refiere a las relaciones sexuales. Y paradójicamente, no es algo que surja desde las filas del tradicionalismo derrotado culturalmente hace décadas, sino de quienes pretenden ser los que dirigían hacia arriba el movimiento de ese péndulo histórico.
Una vez más, esas almas bondadosas que pretenden proteger a las mujeres (de nuevo), y que les dicen que son seres indefensos (de nuevo), reúnen características de sobra conocidas: ponen en duda la capacidad de las mujeres para emitir un consentimiento en algunos aspectos de la vida (prostitución, vientres de alquiler, carrera profesional, etc.), son colectivistas (hablan en nombre de un colectivo que esta vez no es la tribu, la familia o la gens, sino alguno más difuso basado en el género, el sexo o la identidad) y exigen medidas coercitivas que traten a personas de forma diferente, en función de características determinadas de forma arbitraria, como su sexo.
Pero lo esencial es que pretenden que las relaciones sexuales sean reguladas institucionalmente, estableciendo una ley para ello: Han inventado el matrimonio.
Alguien me podría decir que no, que lo que entiende por matrimonio no tiene nada que ver con ésto. Quizá no el concreto matrimonio canónico, según los específicos preceptos de la religión católica, pero hemos visto que el concepto de matrimonio es amplio y variado. Y lo esencial es que exige y establece un método institucionalizado para otorgar el consentimiento, al tiempo que impide las relaciones fuera de ese marco institucional, aunque sea por la vía del miedo a ser denunciado (castigo más desincentivador que el mero desprecio social, como ocurría tiempo atrás).
¿Puede ser que quienes se dicen progresistas, estén invocando los modos del tradicionalismo más arcaico? El caso es que nos encontramos ante la ofensiva de esta nueva ola de puritanismo que, enarbolando una serie de temas meramente morales, pretende retrotraernos a etapas históricas que ya parecían (ilusos de nosotros) felizmente olvidadas. Y como siempre ocurre con los puritanos liberticidas, sus razones son siempre puras y bondadosas. La protección de los débiles. Y por ello, deben limitar severamente, en todo lo que ataque a su moral, el humor (sobre todo el humor, esos chistes irreverentes y ofensivos…), el aspecto físico (¿puede haber concepto más racista y denigrante que el de apropiación cultural?), la forma de desplazarse (el vehículo privado es un pecado a erradicar), las expresiones o las posturas. Tienen que lanzarse a vehementes cruzadas contra los vicios (el licor, el juego, aunque sea el inocente intercambio de cromos infantiles, el tabaco…). Y por supuesto, la guinda del pastel de todo moralista militante, es meterse en la cama de las personas para decirles qué pueden hacer y cómo.
En suma, son unos aguafiestas tan grandes como aquellos a los que sustituyen portando la antorcha de la probidad, la rectitud y el bien socialmente aceptable.
Me temo que la represión moral victoriana nos va a parecer una fiesta hippy comparado con lo que se nos viene encima, porque al menos entonces les quedaba la válvula de escape de la tolerada hipocresía y los viajes. En nuestro actual mundo globalizado y tendente a la homogeneización, la tecnología puede dar a los nuevos sacerdotes laicos y guardianes de la moral, un poder sobre nosotros que jamás pudieron soñar los de los tiempos pasados.
Así que ya saben, me da la impresión de que los que ya tengan cierta edad echarán de menos las últimas décadas del siglo XX y al resto les toca esperar que el péndulo vuelva a completar su viaje de vuelta hacia un nuevo máximo de energía potencial y mínimo de cinética. Mientras tanto, no olviden ir acompañados del notario si van a la discoteca.
Totalmente de acuerdo. Si esto es agotador para nosotras, no imagino cómo será para vosotros.
Me temo que lo inventado no es «el matrimonio», considerado como un contrato, sino «las compras de las mujeres en El Corte Inglés», dado que las mujeres pueden dar su consentimiento, incluso ante notario e la discoteca, pero se pueden echar atrás en cualquier momento y sin decir porqué o expresarlo de forma clara, debido a que se pueden escudar en que el consentimiento no es «libre» por la «presión de la publicidad», incluso a posteriori… y El Corte Inglés (en este caso los hombres) debe aceptar las consecuencias y asumirlas sin posibilidad de ninguna queja, devolviendo el dinero… o asumiendo los costes si el producto vendido es defectuoso, incluso sin comprobar si lo es…
Así una fémina puede irse a la cama contigo, mandar videos, prsumir de la aceptación por medios electrónicos o estar en un portal con 4 tíos cogiéndoles los rabos y considerarse que lo hace por «presión social», incluso si el arrepentimiento es dos meses después… y el hombre debe asumir las consecuencias de este deseo de devolver el producto (Cárcel por violación) o de mantener al «fruto» durante toda la vida del mismo (sin tener derecho a verlo siquiera, si no quiere la fémina).
El problema es que «El Corte Ingñes» gana dinero en los casos en que el cliente está satisfecho… mientras que el hombre debe asumir las consecuencias, no tiene derecho a votar antes de las mismas y debe asumir que puede haber obligado a la mujer a tener el sexo
Genial y lúcido.
¿Y de qué sirve ir acompañado de un notario (o, mejor, de una notaria)? Ella puede retirar su consentimiento en absolutamente cualquier momento, y además no tiene ni que hacerlo de forma explícita, y aunque explícitamente diga que sí, siempre puede luego decir que lo hizo porque se sentía coaccionada…
Y, por cierto, todo esto de la retirada del consentimiento sólo lo puede hacer ella. Véase aquí un ejemplo (no publicado por la prensa) de lo que sucede cuando al que se le ocurre retirar el consentimiento es a él:
(tomado del blog «Emanaciones» de Juan Abreu, 21 de febrero de 2020)
Véase esta historia de la vida real. Un chico de 18 años va a una discoteca en St. Cugat y allí liga como se dice aquí con una chica de su edad y en cierto momento necesitan más intimidad y se van al lavabo y allí hacen dedos (una expresión fabulosa que yo desconocía) al estilo clásico, es decir él le mete los dedos en el coño a ella (no al estilo Beatriz Gimeno, que consiste como se sabe en que ella le mete los dedos en el culo a él). Pero. Ay. La chica está con la regla y cuando el chico se ve las manos ensangrentadas experimenta cierto repelús, cosa que entiendo perfectamente, y dice no (el famoso no es no, pero del lado equivocado), a la chica no le gusta eso y ¿adivinen qué hace? comienza a gritar y, cuando acuden otras personas a sus gritos, dice que la han violado. Acto seguido se llama a la policía que procede a la detención del chico. ¡Miren sus manos ensangrentadas! Tampoco se trata de escribir una novela, así que sólo añadiré que el chico pasó un mes en la cárcel, que a la chica nunca se procedió a examinarla para comprobar si lo que decía era verdad, y que el chico sólo se libró de un juicio por violación porque transcurrido un mes de hacer dedos en aquel lavabo de discoteca, la madre de la chica presionó a su hija al verla tan campante después de una violación. Y la chica confesó que no la habían violado. Y la madre acudió a la policía y dijo la verdad de lo sucedido.
https://www.emanaciones.com/4220
Excelente artículo!