A nadie escapa que lleva un tiempo de moda criticar la Constitución de 1978. Tras unas décadas en el que fue un tema tabú, desde cualquiera de los ángulos del panorama político se alzan hoy voces exponiendo sus fallos y lagunas, cuando no acusándola de ser fuente de males sin medida.
Personalmente encuentro muy meritoria nuestra Constitución. Pero meritoria no significa perfecta, ni mucho menos. No descubro nada que no sea ampliamente conocido, si digo que nuestra carta magna surge de un difícil consenso entre posiciones muy extremas. El hecho de que se pudiera redactar y aprobar una norma que fuese asumible por todos, resulta casi milagroso y es una de sus principales virtudes, puesto que cumple uno de los requisitos fundamentales de las constituciones exitosas: Que instituya un sistema político en el que quepan políticas de signos muy diferentes, sin que sea necesaria su permanente modificación cada vez que soplen distintos vientos ideológicos.
Eso hace que el texto haya resultado muy estable para los estándares de la Historia de España, pero por otra parte, es también su principal defecto: Nuestra norma básica se mantiene en una peligrosa ambigüedad en aspectos esenciales, lo que provoca problemas evidentes para quien haya tenido que vérselas con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que puede contener resultados, digamos, sorprendentes.
Sin embargo, la gran mayoría de las críticas a la Constitución se basan realmente en vaguedades que no entran en el fondo del asunto porque tristemente, se lanzan por personas que hablan de oídas y no la conocen realmente, o para personas que saben que no la han leído ni piensan hacerlo.
Una de las cosas que tiene mi profesión es que efectivamente, sí que he tenido que leerme y usar la Constitución. Podríamos decir que sin ser un experto (gracias a Dios por no tener que cargar con semejante etiqueta) tengo cierto conocimiento de lo que hablo cuando trato del tema. Es por ello que me he liado la manta a la cabeza y he decidido, como mera diversión, redactar una constitución para España.
Voy a tomarme la libertad de publicarla en este blog, para someterla a la consideración de los lectores que tengan la suficiente paciencia. Pero antes, a modo de una informal exposición de motivos, me gustaría hacer aquí, en esta entrada, una serie de aclaraciones y dar unas demasiado breves explicaciones sobre el texto.
En primer lugar, desde un punto de vista meramente sentimental, me ha costado modificar un texto que he estudiado y he usado tanto. De hecho, cuando he podido he respetado la redacción de algunos artículos. Puede que sea mera morriña, pero debo admitir que me gusta el estilo de la Constitución de 1978 en ciertos pasajes. Dicho lo cual, esta propuesta de Constitución la he basado en tres principios básicos:
1.- En primer lugar en mi convicción liberal, que me ha llevado a clarificar el listado de Derechos Fundamentales y a establecer un sistema político con fuertes controles al poder.
2.- La asunción de la realidad existente, es decir, un imprescindible realismo. Partimos de la base de la existencia de una comunidad política asentada. Ya funcionan comunidades autónomas y municipios, por ejemplo, por lo que no considero necesario establecer un procedimiento para su creación desde cero. Aunque por supuesto, sí modificar en lo necesario sus reglas.
3.- Y por último, el comprender que a pesar de mis convicciones políticas y sociales, la Constitución debe ser un texto que establezca un marco de convivencia en el que quepan políticas de diverso signo, aunque no me gusten. De lo contrario, correríamos el enorme riesgo de establecer una Constitución inaplicable, papel mojado, o que abocaría a su rápida modificación en cuanto cambiasen coyunturalmente las corrientes políticas. Eso sí, elástica e inclusiva pero con unas firmes garantías y controles.
Entrando en el tema:
No voy a ponerme a explicar aquí Derecho Constitucional ni la teoría general sobre las constituciones y sus tipos, porque sus rudimentos son de sobra conocidos, o al menos no resultarán extraños a nadie con cierta cultura general y algo de sentido común. Baste decir que me he decantado por el modelo típico y clásico en los países de nuestro entorno: un texto dividido en una declaración de derechos y una parte orgánica donde se organiza estructural y territorialmente el Estado.
Entrando en materia, el título preliminar ya se establecen una serie de cambios que pueden parecer sutiles, pero que modifican absolutamente el modelo de Constitución ante la que nos encontramos.
Parto de la base de que el pueblo español (donde reside la soberanía) es el conjunto de todos los españoles, sin que exista ningún espíritu místico o mágico que emane del subsuelo, de modo que así lo recojo directamente. He procurado hacer recaer toda la legitimidad del sistema político en la protección y asunción del individuo como base y fin de la sociedad democrática. De hecho, la invocación a la nación y su indivisibilidad es obligada como un requisito imprescindible de los estados nación surgidos tras las revoluciones liberales, pero no como una entidad suprema que pueda sacrificar en su beneficio los derechos individuales. Y tampoco para el establecimiento de un modelo centralista ya que realmente, la estructura territorial que instituyo, como ya se verá, es netamente federal, aún más descentralizada, si cabe, que la actual, aunque con mayores controles y mayor claridad.
Es más, ya reconozco en el primer artículo la existencia de peculiaridades e individualidades de los diferentes territorios que componen el Estado, pero no entiendo la razón de dejarlo ahí y doy el paso lógico de ampliar ese reconocimiento a los individuos. Como no puede ser de otra forma desde un punto de vista liberal, no es posible considerar a todos los españoles como una masa homogénea, sino que cada persona es única y diferente, con sus propios intereses y concepción de la vida. Considero este detalle básico para poder establecer unas reglas de convivencia justas y realmente en ello baso el resto de las disposiciones.
Si la soberanía reside en todos los españoles, y todos ellos son personas individuales y con sus propios intereses y particularidades, es imprescindible establecer garantías para defender los intereses diferentes y únicos de esos individuos, y toda la organización del Estado debe articularse con ese fin y con mecanismos de control que eviten que se desvíe por otros derroteros de todos conocidos.
Los Derechos fundamentales:
Abordando la parte de la declaración de derechos, me ha parecido importante clasificar esos derechos en función de su naturaleza, aunque sólo sea para evitar las frustraciones que muchos han sufrido al chocar con la dura realidad y reclamar derechos que en realidad no lo son. De este modo distingo los siguientes bloques de derechos:
1.- Los derechos fundamentales, que son los que todo ser humano tiene por el mero hecho de serlo y que se desarrollan a partir de un núcleo muy reducido de los mismos. De hecho, estos derechos se reconocen, no se establecen por la Constitución, porque son previos a ella y no dependen de la decisión de ningún político.
2.- Los derechos civiles y políticos, que son los derechos inherentes a la condición de ciudadano.
3.- Los derechos económicos y sociales, que en puridad no son derechos (no es posible reclamarlos ante nadie, porque no hay sujeto obligado, a menos que por el poder público se violen los derechos fundamentales y civiles). Resulta evidente que no estamos ante unos derechos reclamables frente a un obligado mediante una acción judicial. Nadie puede acudir ante un tribunal para, por ejemplo, exigir un empleo si se está en paro, o casarse si no se tiene pareja. Estos derechos realmente constituyen el fin al que deben orientarse las políticas públicas y, por supuesto, son algunos de los principios sobre los que los tribunales deben interpretar las normas. Esto no los hace menos importantes, pero conviene aclarar los términos para evitar confusiones interesadas y dar alas a populismos indeseables.
La Corona:
Un tema importante y que me suscitó bastantes dudas fue el de la monarquía.
Cualquiera que me conozca sabe que soy un republicano poco convencido. Esto es así porque me resulta evidente que si bien hubo una época en la que solucionó muchos problemas prácticos (que se lo digan a los visigodos), el criterio hereditario de transmisión de un cargo público no parece ahora mismo el más racional. No pretendo entrar en el inacabable debate español entre monarquía o república, claro está, porque por muy interesante que me resulte, no es el momento en este breve texto. El caso es que desde mi posición de republicano, soy dolorosamente consciente de que los experimentos al respecto en la Historia de España han sido dos desastres absolutos, por mucho que se hayan intentado blanquear.
La triste realidad es que casi ningún ferviente republicano español quiere una república. Salvo honrosas y escasas excepciones, lo que quieren es “su” república, en la que no caben disidentes ni adversarios ideológicos. Ante la patente evidencia, una figura externa a la lucha partidista que represente a un país que adora las puñaladas y los clanes enfrentados, no parece tan mala idea.
De hecho, como figura imparcial, me apoyo en el Rey para supuestos que no aparecen contemplados en nuestra actual constitución, y es por ejemplo el caso (aparentemente de laboratorio, pero tenemos ejemplos en el mundo de sobra para ver que no es tan descabellado) en que un gobierno disuelva las Cortes y no convoque elecciones.
Me parece evidente que dicha ruptura del sistema no fue contemplada en la Constitución del 78 porque les pareció innecesaria: llegado el caso, nos encontraríamos ante una crisis de tal gravedad que lo que dijesen las leyes sería ya irrelevante. Sin embargo, la experiencia internacional demuestra que no siendo ya los estados entes aislados del resto de actores internacionales, la legitimidad de quien envía al señor de la metralleta a detener al otro tipo, puede ser de una importancia vital y significar la diferencia entre el restablecimiento del orden constitucional con ayuda de los aliados, o la guerra civil.
De modo que mal que me pese, un rey que reina pero no gobierna se queda y esperemos que sin demasiado que hacer.
Los Poderes del Estado:
Paso a continuación a los clásicos y familiares poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
A parte de simplificar algún procedimiento y limitar (y controlar incluso judicialmente) la potestad legislativa del ejecutivo, la configuración de las Cortes generales sí que sufre un cambio apreciable: me decanto por un sistema bicameral, donde el Congreso sea una cámara de representación popular y el Senado una territorial. Al ser así realmente y mantener dicho equilibrio, ya no existe necesidad de una salvaguarda de la representación territorial en el Congreso, asunto del que se ocupa el Senado.
Por ello, el Congreso pasa a ser elegido en circunscripción única de todo el territorio nacional. La idea es hacer efectivo el principio de “un ciudadano, un voto”. Como contrapeso, el Senado se elige íntegramente por sufragio universal, pero con la Comunidad Autónoma como circunscripción, aportando cada una de ellas cinco senadores. Las dos cámaras pues, mantienen el balance entre la representación popular y la territorial.
Sopesé seriamente el sistema británico de elección de representantes a la cámara de los comunes, pero me surgieron básicamente dos problemas: el primero, que se centra de nuevo en circunscripciones territoriales, con lo que este criterio estaría sobredimensionado y sobre todo, porque en cada circunscripción sólo acaba representado la lista más votada, dejando fuera al resto de partidos. Me sigue pareciendo más justo para el poder legislativo una representación proporcional de las opciones políticas del conjunto, aunque ello signifique sacrificar la mayor cercanía e inmediatez de los mandatarios respecto de sus mandantes (que es la principal ventaja del sistema británico), o incluso el establecimiento de mayorías más homogéneas.
Además de ello, establezco que el presidente del gobierno sea elegido directamente en elecciones presidenciales, coincidentes con las generales, si bien pueden darse casos en los que sean las Cortes quienes lo elijan, de forma parecida a lo que ocurre ahora, por ejemplo tras una moción de confianza que pierda el gobierno, para evitar el gasto innecesario en elecciones en medio de una legislatura.
Del ejecutivo hay que decir que hago hincapié en el derecho de todos los ciudadanos a conocer cualquier información sobre la administración y el gobierno, sin más limitación que la declaración previa de secreto por afectar a la seguridad nacional. Considero esto una garantía esencial para el correcto funcionamiento de las instituciones.
Y por supuesto, es obligado el reforzamiento del poder judicial, aumentando su independencia. Se ha argumentado en defensa de la elección política de los miembros del Consejo Superior del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, que es una forma de legitimarlo democráticamente de forma indirecta, al recaer los nombramientos en cargos electos por los ciudadanos (el pueblo elige a los diputados y éstos al gobierno de los jueces y al Tribunal Supremo). Siempre me ha parecido una pobre excusa para manipular la justicia. En cualquier caso, en el sistema que propongo respeto el carácter técnico que debe imperar en el poder judicial, pero también mantengo un porcentaje (8 de 20) de vocales del CGPJ elegidos por las Cortes. Sin embargo, mantengo al Tribunal Supremo absolutamente independiente, característica que debiera ser una de sus más preciadas.
No es el apartado adecuado, pero me adelantaré y hablaré también de la elección del Tribunal Constitucional. El equilibrio entre su perfil necesariamente técnico e independiente y su legitimidad democrática, como parte no del poder judicial, sino del constituyente (llamado derivado), me ha llevado a una solución de compromiso: la elección por parte de los miembros del poder judicial de entre un grupo de candidatos designados por los diferentes poderes legislativo y judicial.
No creo que me equivoque al pensar que es imposible establecer un sistema perfecto, pero salvaguardando la legitimidad de estas instituciones, ya he explicado que mi principal preocupación, el principio que he tenido presente durante toda la redacción, ha sido el de mantener un estricto control y un fuerte contrapeso de los diferentes poderes públicos, que garanticen su imparcialidad y la protección de los derechos de los ciudadanos frente a las arbitrariedades del poder.
Aspectos sobre la hacienda pública y la economía:
De nuevo, en este apartado pesa más sobre mí el criterio de la protección de los derechos de las personas. La idea es sencilla: que las instituciones se organicen para no gastar más de lo que tienen, porque hasta ahora les era muy fácil pagar con dinero ajeno, incluso con el de las siguientes generaciones de españoles.
Equilibrio presupuestario y responsabilidad fiscal. Que cada administración se financie como mejor considere y se atenga a las consecuencias de sus políticas.
La organización territorial:
Nos encontramos con un aspecto fundamental de la Constitución del 78. Este proyecto ahonda en nuestro actual sistema federal (sí, lo es), como una forma precisamente, de solucionar los problemas que tiene el sistema. El desarrollo de la actual constitución, su falta de definición del modelo territorial, hizo que se crearan estados federales con una gran cantidad de facultades pero muy pocas o ninguna responsabilidad sobre su financiación o ejecución. De hecho, posiblemente sea ésta la causa si no del del resto, sí de buena parte de los problemas territoriales del presente.
El proyecto parte del principio de que una descentralización de la administración, al acercarla a los problemas de los ciudadanos, optimiza los resultados, pero eso es imposible en un sistema de mini-estados centralistas y acaparadores del poder. La paradoja de nuestras autonomías es que claman por la descentralización (la del Estado) mientras la impiden todo lo posible (la suya).
Pero empecemos desde el principio. Ya hemos dicho que la Constitución del 78 era muy abierta. Sin querer decantarse por un esquema federal o uno centralista, lo dejó en un limbo que dio lugar a lo que tenemos actualmente: Un sistema hecho a base de parches donde cada cual quiere ser “igual” que el otro, pero donde ese “igual” quiere decir “pues yo mejor”, aunque nadie sepa qué significa ese “mejor”.
De modo que para empezar, es obligado establecer un reparto de competencias racional y perfectamente claro: Un listado de competencias exclusivas del Estado, correspondiendo a las autonomías el resto. Sin más. Todos verdaderamente iguales y que cada cual se organice como le parezca mejor. Pero por supuesto, estableciendo unos controles para salvaguardar los principios elementales de no discriminación e igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Porque esa es la clave: derechos de los ciudadanos, no de las administraciones y mucho menos de ningún grupo abstracto y místico.
Desde las posiciones nacionalistas se me podrá acusar quizá de no reconocer sus peculiaridades históricas o culturales, pero no es cierto. Nada impide en este proyecto de constitución tales peculiaridades y sobre todo, pueden por fin tener todo lo que (supuestamente) siempre han querido: absolutamente todas las competencias que no se atribuyen expresamente el Estado y un autogobierno enormemente amplio con su propio régimen económico, que pueden organizar como deseen. Eso sí, sus gastos son suyos y deben afrontarlos con sus medios. Y el resto de comunidades también tienen las mismas prerrogativas.
Y por supuesto, las autonomías también deben respetar las diferencias y peculiaridades de sus propios territorios internos (municipios y provincias), en los que deben delegar su administración territorial, para evitar duplicidades administrativas, gastos innecesarios y por supuesto, chiringuitos vergonzosos como sufrimos en Andalucía, Cataluña… Realmente no creo que se libre nadie.
Desde posiciones centralistas podrá no gustar la amplia descentralización, pero no pueden olvidar el sistema de controles establecido, que incluye la posibilidad real de que desde el Estado se dicte legislación básica para garantizar la igualdad de los ciudadanos.
La reforma de la Constitución:
Por último, está el asunto de la reforma del texto. Evidentemente, una norma de este estilo debe de redactarse con vocación de durar, por lo que cuesta mucho pensar en que se puedan modificar sus cláusulas, y especialmente las garantías establecidas. Sin embargo las sociedades cambian y una constitución extremadamente rígida significa indefectiblemente que en algún momento será descartada en bloque o pasará a ser papel mojado, lo que es mucho peor.
Por ello, he optado por la solución de nuestra actual constitución del 78, de dividir el texto en un núcleo duro, con unos requisitos más garantistas para reforma, y una parte más fácilmente modificable.
En resumen, este es mi proyecto de constitución para España. Una constitución que creo liberal, federal, que defiende y garantiza los derechos de los ciudadanos y que puede servir como base para una sociedad estable y próspera. Porque considero que uno de los requisitos de la prosperidad es un marco institucional estable, garantista y seguro. No espero que sea perfecta, porque no aspiro a imposibles. Tan sólo que sea una herramienta de debate interesante.
De modo que para vuestro estudio y consideración, próximamente dejaré en este blog la constitución que he propuesto. Tómenlo como un divertimento o como mucho, como un ejercicio de ciudadanía y acción política, que someto a vuestra consideración y opiniones.
En mi opinión no creo que sea necesaria la reforma del Estado previsto en la Constitución de 1978. Los problemas que se aducen para justificar la reforma no se deben tanto a lo que establece la Constitución, como a su aplicación, y de un modo más explícito a su vulneración, que ha supuesto una auténtica mutación constitucional. Frente al eslogan de reformar la Constitución propondría el de volver a la Constitución: el Estado autonómico diseñado por la Constitución, y no el desvirtuado, que ha venido a ser la consumación del “café para todos”.
Con toda conciencia se partió de la Constitución de 1931. Se trataba de superar el paréntesis que se había abierto en 1936, con una guerra civil por medio, instaurada una Monarquía y con la solemne declaración de Don Juan Carlos de ser Rey de todos los españoles.
https://situacionesdficiles.blog/2018/10/08/es-posible-la-rebelion-de-los-borregos-en-espana/
Bueno, realmente la Constitución no instaura ningún sistema y ese es el problema. Como no se ponían de acuerdo, dispone que algunas regiones puedan tener autogobierno, pos dos vías, sin establecer el contenido de ese autogobierno más que por unas competencias que podían ser o no legislativas o ejecutivas. No es que se haya desvirtuado, sino que se ha desarrollado como en cada momento ha parecido mejor, ante la indefinición de la propia Constitución.
Pero me parecen aún más peligrosos algunos detalles de la redacción de algunos artículos, que sin llamar mucho la atención, legitimarían cualquier cosa, incluyendo un sistema soviético.
De todas formas, hay partes importantes de la Constitución del 78 que son salvables y me gustan, y de hecho como ya he dicho, me ha costado mucho ponerme a repensarlas.
Estoy ansioso de ver el «juego» que te sale de esta nueva Constitución Española, sin embargo, a priori, e, insisto, a la espera de ver cómo queda, veo un problema gordo: la descentralización en forma federal.
Las federaciones que salen de países que calaramente se sienten de ese país no tienen problemas, dado que primero se mira por el interés común antes que el de «tu ombligo», pero ee no es el caso de España (especialmente de Cataluña y Vascongadas).
Un país no muy grande que divide el mercado en 17 países enanos que se unen para pelearse y poco más no va a ninguna parte. Cada sitio intentará dividir el mercado para obligar a que en su lengua se rotule, se pidan normas idiotas, etc todo para evitar que el del «paisito» de al lado pueda vender en el tuyo, esto lleva a pedir más que el da al lado para que tus empresas puedan vender allí pero las suyas no aquí…. que tus «nativos» sean funcionarios en tu apisito pero los de al lado no puedan… etc etc
Por desgracia, viendo el choteo de las normas españolas y el infierno que supone ir de una CCAA a otra (en todo orden: enseñanza, sanidad, etc) creo que en España nos vendría mejor un sistema centralizado donde las CCAA no puedan legislar ni poner normas, como mucho gestionar servicios… una especie de Diputaciones. Tendría la ventaja de que los servicios estarían cerca del ciudadano pero manteniendo un mercado y la economía de escala.
Hay otra cosa que indicas… preferirías un sistema que el representante tuyo sea directo, pero a la vez que no rompa el tema de que haya una representación nacional. Por otra parte una forma proporcional pura de representación con circunscripción única haría intratable el poder… Quizás se solucionara con un sistema bicameral, con las dos cámaras importantes (no como el actual senado) donde en una se elija proporcionalmente con un minimo de representación (%), que evite que haya 50 partidos y otra con representación de pequeñas circunscripciones unipersonales (Tu senador).
Un sistema proporcional puede incluir también la representación provincial a través de un doble escrutinio de la misma votación, estableciendo en el primero tanto el número de diputados de cada provincia como su distribución partidaria, y el segundo la representación nacional con los ajustes que surjan del primero.
Hay legislación comparada al respecto con la suficiente antigüedad como para demostrar la bondad y la simpleza práctica de ese procedimiento.
Por otro lado, unas elecciones parlamentarias cada dos años ayudarían también a expresar la opinión del electorado y a equilibrar un poco más el siempre excesivo poder del ejecutivo.
Si, por otro lado, se agregara la obligación de los candidatos a tener un mínimo de antigüedad en el padrón de la provincia (digamos cinco años), eso limitaría también los «dedazos» del jefazo del partido.
Ricart, gracias por comentar. Efectivamente, en las federaciones, el equilibrio entre descentralización y unidad de mercado es la pieza clave. Espero haber dado con una redacción que se acerque, al menos. El tema es delimitar qué competencias se va a reservar el Estado. Pero además, añado otras en las que a pesar de ser autonómicas, se puede establecer una normativa marco (legislación básica) que asegure, dentro de la capacidad legislativa de cada territorio, un sistema común en lo importante.
Respecto del modo de elección de las Cortes, lo estuve pensando bastante tiempo con detenimiento, pero ninguna solución es perfecta. El sistema bicameral con una cámara territorial y otra proprcional (que ha sido la solución que he elegido) me pareción que guardaba mejor el equilibrio entre ambas legitimidades. En una representación territorial, ciudadanos de regiones muy pobladas tienen menos poder en relación con los de las menos pobladas, pero lo compensan con la cámara electa por el conjunto de la población del país.
Soy de la opinión de que las Leyes, al contrario que las Artes, deben ser entendidas como herramientas intelectuales humanas mediante las que se pretenda resolver problemas prácticos y resolubles.
Desde esta concepción y en aras de su eficacia, creo que las leyes en general y las Constituciones en particular deben ir al grano y prescindir de todo lo que resulte superfluo, redundante o intrascendente para su objetivo.
Por eso, soy partidario de que los únicos derechos que aparezcan en la constitución sean los que puedan ser reclamados ante los tribunales, cualquiera que sea su naturaleza.
O dicho de manera complementaria, que no aparezcan en la Constitución aquellos «derechos» que un tribunal no puede amparar sin efectos prácticos.
Con eso nos ahorraríamos las lecciones de moral que tanto les gustan a los progres en base a supuestos derechos constitucionales tan puramente retóricos como la salud, el trabajo o la vivienda digna.
Pues no te falta razón. Sin embargo, hay dos motivos para incluir los derechos económicos y sociales:
El primero es que ya están reconocidos en los tratados de derechos humanos firmados por España, y el segundo, y creo que más importante, es que en realidad sí que tienen su virtualidad. Por ejemplo, respecto del derecho a la familia, se han dado casos concretos de regímenes que han prohibido la familia. O igual con el derecho a la salud y a obtener atención médica: en ciertos lugares se prohibó a las mujeres o a algunos grupos ser atendidos por un médico. Parecen situaciones extremas, pero han sido reales. Lo que hay que dejar claro es que hay «derechos» y «derechos», y que aun en el caso en que se quieran poner a ambos el mismo nombre, no son lo mismo. Por eso procuro dejarlo claro en mi proyecto.
Por lo demás, efectivamente, cuanto menos paja tenga una ley, mucho mejor.
Comparto en general las ideas presentadas, aunque con dos (grupos de) objeciones iniciales:
1) El sistema de elección presidencial directa es básicamente el mejor, aunque debería incluir una doble vuelta entre los dos candidatos más votados, si ninguno de ellos alcanza la mayoría absoluta (es decir, el 50 % más uno de los votos), aunque podría matizarse con un mínimo del 45 % siempre y cuando el segundo no haya obtenido más del 25 %.
Asimismo, creo que debería prohibirse la elección de un candidato para más de dos períodos (de cuatro años cada uno).
Con estas condiciones, y con un parlamento más representativo, parecería innecesaria la posibilidad de un mecanismo de censura y llamado a nuevas elecciones, a menos que contara con el apoyo de, digamos, tres quintos de ambas cámaras.
2) El sistema de reforma constitucional debería permitir al menos dos tipos de iniciativas posibles:
a) un número mínimo de diputados (digamos un 10 % al menos), y
b) o una iniciativa popular apoyada (con recolección de firmas) de al menos el 5 % de los ciudadanos inscriptos en el censo electoral.
En cualquier caso, la reforma debería ser aprobada obligatoriamente por mayoría absoluta (50 % más uno) del censo electoral.
Habrá otros detalles a discutir, estoy seguro, al ir desarrollando la propuesta.
Hola. Gracias por comentar.
En principio me planteé las dos vueltas, pero un sistema a una sola me pareció suficiente y más barato. De todas formas, es una opción bastante válida y a tener en cuenta.
Respecto de la reforma de la Constitución he variado poco el mecanismo, pero sí que su impulso podría abrirse a la iniciativa ciudadana. Quizás me pareció suficientemente pacífico el tema, pero se podría plantear su modificación.
Espero tus comentarios cuando ponga el texto. De momento ya me has hecho plantearme cuestiones interesantes..
Las inciativas populares no deberían depender de los «poderes del estado»… debería ponerse una obligación fuerte (muchas firmas) y que eso lleve a un referendum vinculante. Si la inciativa sólo lleva la propuesta al congreso (como pasa ahora) sencillamente es papel mojado: votan en contra y se acabó.
Si lee con atención mi comentario, podrá comprobar que incluye la obligación de que esa reforma deba ser aprobada obligatoriamente por los ciudadanos, cualquiera que sea el origen (ciudadano o parlamentario) de la propuesta de reforma.
Esa opinión se basa precisamente en que los parlamentarios no puedan, en ningún caso, eludir ni la solicitud ni la decisión final del cuerpo electoral en pleno (lógicamente a través de un plebiscito (que es como debe llamarse tal acto de consulta, y no «referéndum» o «referendo» como suele denominarse equivocadamente, ya que este último tipo de consulta es otra cosa).