Los seres humanos, cada uno a su modo y con sus particulares circunstancias, debemos vivir con nuestras propias y personales contradicciones a diario. No somos dioses ni criaturas perfectas, y salvo que se sea un fundamentalista, no es realista ni deseable exigir tal cosa de los demás. Como tampoco lo es prometer un futuro en el que sí se dé ese fenómeno. No hay más que recordar quiénes aseguraban poder conseguirlo (el nuevo hombre socialista de unos, o el superhombre de otros, por ejemplo), para darse cuenta de ello.
Yo mismo soy consciente de mis propias incongruencias, y es posible que padezca de otras de las que no me he percatado. No sé si por suerte o por desgracia, las direcciones que me apuntan las emociones e instintos, en ocasiones no coinciden con las que indican la razón y los conocimientos en los que está se basa. Es algo con lo que hay que vivir, y que no resulta grave siempre que se sea consciente de ello. Así, hay asuntos importantes en los que conviene apoyarse en la razón, y otros en las que no hace daño permitir que lo emocional tenga cierto porcentaje de voz y voto.
Sin embargo, mis contradicciones son mías y me afectan a mí. No trato de obligar a nadie, ni imponerlas a mi vecino.
Más grave, sin embargo, es cuando esas contradicciones las sufren quienes pretenden obligar a otros, basándose en unos razonamientos o, peor aún, unos sentimientos, que enmascaran intereses que chocan con los declarados. De hecho, no es inusual encontrar que el discurso que da forma a una corriente de acción política, parta de una emoción desde la que aplicando unas falacias lógicas, se construye un plan. Y es que ya es suficientemente grave tratar de basar la política en sentimientos, para encima tener que aguantar la inconsistencia de los mismos.
Ejemplos de esas incongruencias los hay a patadas. ¿Alguien no ha escuchado alguna versión de “¡defendamos lo público!”? Para una parte de los creadores de opinión política, hay sectores y actividades que deben ser ejecutadas directamente por trabajadores de la Administración pública y con medios de esas administraciones. “¡No a la privatización!”, repiten a continuación cual mantra. De esa forma, consideran horripilantes cosas como los colegios concertados o que las diferentes sanidades públicas contraten hospitales de gestión privada.
De hecho, en más de una ocasión he escuchado cosas como que no debiera permitirse ni siquiera la sanidad completamente privada, porque “si todo el dinero que se gasta la gente en seguros privados, fuese a la sanidad pública, ésta tendría los medios suficientes, los mejores profesionales y sería…” Vamos, que sería la leche migá. No es ahora mi intención entrar en discutir en profundidad semejante absurdo, no por lo evidente del mismo en la práctica (incluso lo que parece evidente debe ser justificado) y en el plano ético (al fin y al cabo, el sector privado funciona ofreciendo a los demás algo que les guste tanto que estén dispuesto a pagarte por ello, mientras que el público consiste en obligar a los demás a pagarte por ofrecer algo que te gusta a ti). Estas líneas tratan de otra cosa:
Y es que los mismos que reiteran esa “defensa de lo público” y reniegan de la “privatización de servicios”, luego exigen con igual insistencia la privatización de otros servicios.
Porque, ¿qué otra cosa que una privatización de servicios sociales, es la financiación de ONGs de distinto tipo? La mayoría de ellas viviendo del presupuesto público vía subvenciones y ayudas varias. ¿No hay que defender lo público? ¿No deberían, entonces, realizarse todas esas tareas por funcionarios y cortarse la financiación pública a esas organizaciones?
¿Y qué me dicen de los sindicatos y organizaciones empresariales? Todos ellos recibiendo dinero de las arcas públicas para defender lo que ellos definen (cada cual trata de vender la moto como puede) como intereses generales.
¿Y todas esas asociaciones, agrupaciones, colectivos y grupos del más variado pelaje? Todos ellos defendiendo un colectivo, una minoría, un ideal, unas políticas… con el dinero de todos, justificando este gasto en una supuesta función social. De nuevo, privatizando servicios sociales ¿no?
¿Y las subvenciones al cine? O a cualquier tipo de arte. ¿No hay ministerios, consejerías, delegaciones o concejalías de cultura? ¿Hay entonces que privatizar el servicio dándole dinero a, por ejemplo, una productora?
¿Y las televisiones, los periódicos, las editoriales, los partidos políticos…?
Contradicciones. Falta de congruencia.
En los ejemplos que cito, quizás no se dé siempre una falta de correspondencia entre razón y sentimientos, sino más bien entre el razonamiento declarado (la defensa de “lo público”) y el interés perseguido (obligar al resto de ciudadanos a que les paguen a ellos, aunque prefieran pagar a otro por el mismo servicio). No estamos aquí ante una humana y natural (permítanme la sinonimia) contradicción, sino ante una simple estafa.
Por cierto, como todo hay que explicarlo, no soy precisamente un defensor ni de la nacionalización de servicios, ni de la financiación pública de los mismos. Me gustaría que hubiera sido evidente que he contrapuesto ambas circunstancias para mostrar la incongruencia del ruido de fondo al que nos estamos acostumbrando. Sobre el resto, ya habrá tiempo de volver otro día.
Sencillamente… no puedo estar más de acuerdo.
En fin. Seguiremos remando contra corriente.