Noches en las carreteras de España

Michael Winterbottom mete a Steve Cougan y a Rob Brydon en un coche en Londres, los sube al ferry de Santander y los suelta desde el País Vasco hasta Granada conversando sobre el bien, el mal, España claro está, los pasados y presentes de sus personajes semificticios y lo aúna con unas cuantas imitaciones de grandes artistas que permiten reír de gusto y de respeto a su habilidad: de Mike Jagger a Robert de Niro pasando por Michael Caine y Marlon Brando. Entre otros. La película se llama The Trip to Spain y es como una evolución más que una secuela de The Trip y The Trip to Italy.

Woody Allen hizo Vicky, Cristina, Barcelona  llevando a sus personajes a Asturias además de Barcelona. Para desconcierto y horror de españoles, una música de fondo de guitarras aflamencadas acompañaba una escena de recogimiento caminando por un parque: qué tienen que ver Asturias con las cuerdas de una guitarra andaluza. La presencia permanente de las elegantes viviendas de la falda del Tibidabo en sus escenas barcelonesas, generó también críticas al representar Barcelona más o menos reducido a sus élites adineradas y, al menos en este caso, instruidas y elegantes.

No muy diferente a esa representación de Nueva York que hace el mismo Allen en sus películas más icónicas con esas cenas de personajes universitarios y profesiones liberales que dedican su tiempo a librerías, cines de autor y restaurantes de moda.

La guitarra de fondo resulta extraña a quien vive en el código cultural local, casi tanto como una paella de Jamie Oliver. O como cantar O Sole Mío lo es en Venecia al ser una canción napolitana de la que el turismo se ha apoderado.

Pero la lectura de quien no pertenece a ese código cultural es otra: Allen toma los elementos de la cultura que aprende y los ordena de la misma manera sofisticada y elegante que el Nueva York al que pertenece. Mientras que el español promedio ve el aflamencamiento como una catástrofe producto del tópico e irremediablemente anticuada, para el director que representa mejor el cine de autor como tótem y consumo de élites formadas es, por el contrario, una manifestación de belleza: él puede ver España con los ojos de quien se queda con sus méritos, su originalidad y su esplendor. No, no le interesa el paisaje de Orcasitas.

Los personajes semireales de Winterbottom viajan por España con una fotografía contudente. Magestuosa. No es esperable a priori de retratar un cuatro por cuatro por una carretera. Pero lo es: la entrada en Cuenca adquiere tintes mágicos, la sequedad andaluza tiene brillo en la belleza ordenada de las plantaciones de olivos, el verdor vasco y las calles de sus pueblos son un canto a la tradición de la misma forma que pueden retratarse las viejas calles de Escocia.

Los españoles de Winterbottom cocinan con una sofisticación inigualable. Tienen hoteles de una arquitectura esplendorosa. Son personas amables y educadas, muchos hablan inglés con mucha solvencia. No hay rastro de tricornios de la Guardia Civil a la sombra de pueblos arrasados por el sol, el analfabetismo o la pobreza. La Guerra Civil, unos cantaores sueltos, la necesidad de ir a Barcelona o Valencia o los mismísimos Don Quijote y Sancho quedan relegados a tópicos malditos para convertirse en Historia o en desdén: SOS del Rey Católico, Guetaria o la vista del Campo de Gibraltar caminan a la vista como escenarios de cuento.

Nada en el cine, la televisión o la literatura española me hacen recordar que se pueda ver el país como lo que también es, como lo es cualquier otro: capaz de ser un entorno sofisticado, bello, con una vida cotidiana alejada de los fantasmas de consumo que tan bien están metidos en el adn cerebral de nacionalistas de toda índole, izquierdistas decimonónicos y derechistas de taxi y sobremesa.

Anatema: la España de Winterbotom es un país rico. Sí, rico. Los bobos pensarán y propagarán que hay un mundo triste que no se corresponde con una riqueza real. Por supuesto que sí, en todas partes. Lo que no quita que sea un país en la parte privilegiada del mundo.

Los españoles no se quieren y no saben quererse. Telecinco ha producido un spot para felicitar la Navidad con una fotografía portentosa de los monumentos de todas las regiones españolas. Lo cierra con un lema: la belleza nos une. Pero esa belleza hay que adornarla con una canción en inglés. Parece ser que no nos une nada más, ni siquiera la lengua. Lo cuál tiene buenas dosis de poder ser cierto.

De la misma forma que debemos aceptar una guitarra sureña en Asturias y no una gaita tópica, no tiene problema que sea un villancico americano lo que retrate la estética natural de esta geografía. Pero sí es un síntoma: rechazamos esa guitarra porque lo vemos como la identificación de una España que fue oficial pero que no existe, de tan terrible forma que pensamos que nos reduce o que no somos (sin duda, un asturiano lo dirá). Aceptamos el villancico en inglés porque nos reconforta en ser modernos y no supone una elección de folclore hiperlocal. Ni es castellano, ni catalán, ni gallego ni euskera.

No existe una receta para recuperarse de ello. Por mucho que marcas como Campofrío buscan el elemento de identificación nacional en emociones comunes (sólo los spots de la lotería conseguirían hacerlo, pero nadie es consciente) no termina de funcionar.

España no tuvo un Garibaldi. Diría que ni falta que hace. A cambio, ha tenido Gil de Biedmas. La pregunta es si llegarán los poetas que pueden poner la mirada de un Winterbottom. Al menos para saber si se llega a la paz emocional que termine con la saturación y pérdida de energía de estar resolviendo qué se es cada lustro.

La película es magnífica.

Y debe decirse que hay excepciones. José Luis Garci es capaz de retratar Madrid con una mirada bella. Pero es que él quiere ser como Woody Allen en Nueva York.

Tirabuzon
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