Seamos sinceros, la mayoría de nosotros estamos convencidos con Nietzsche de que detrás del alto y noble concepto de la verdad predominan los intereses. Todos hemos leído a Foucault, Deleuze y Derrida, y hemos aprendido de ellos que la lucha por la verdad no es más que un juego de poder, y que cada palabra tiene significados infinitos. Con esta intuición en el bolsillo espiritual, bailamos al borde del precipicio y proclamamos al mundo que la diversidad es mejor que una doctrina unificada y que todo el mundo debe ser feliz con «su verdad» siempre que deje vivir al otro con la suya.
Y un día, de repente, nos damos cuenta de que muchos de esos otros no sólo no están dispuestos a dejarnos vivir tranquilos con «nuestra verdad», la suya es apenas un invento peligroso, una herramienta más de eliminación de la diversidad, de imposición de una doctrina determinada sobre lo que es y lo que no es. De repente nos sorprendemos indignadísimos porque los círculos políticos que nos desagradan definen la verdad según su propio gusto. No era eso lo que buscábamos desde nuestro posmodernista acercamiento a la resolución de «la verdad».
Sólo queríamos protagonizar unas cuantas aventuras del pensamiento que no tuvieran malas consecuencias. Sólo queríamos estimular un poquito nuestros cerebros, y nunca se nos pasó por la cabeza que los libertarios (librepensantes) no éramos los únicos que iban a usar esa herramienta. Queríamos que esas «otras» personas continuaran razonando «adecuadamente», y reconociendo como verdades aquellas que la ciencia presenta como probadas. La idea de Nietzsche de que sólo hay interpretaciones, pero no hay hechos, nunca debió ser válida para ellos, para «los otros».
Es cierto que siempre hemos dicho -con la boca pequeña- ser fieles a los postulados de Habermas, ahora nos gustaría reivindicar sus mandamientos comunicativos, que incluyen justificar siempre las propias afirmaciones, no enredarse en contradicciones y buscar el consenso. Nunca tuvimos nada contra Habermas, pero siempre fue un poco molesto con sus eternas demandas de validación y diálogo normativo. Tal vez por ello, nuestra forma de implantar el posmodernismo haya resultado en la hiperdemocratización de todo. Incluso la verdad.
Pero, ¿y si alguien ignora nuestro diálogo despreocupado? ¿Si ve en él sólo las demandas de sus enemigos? ¿Para qué los argumentos, si son contrarios a sus propias intenciones? ¿Para qué seguir unas reglas del juego de las que se sirven quienes consideran sus enemigos? ¿Por qué no situar «verdades» en el mundo que no pueden ser probados de ninguna manera, pero generan júbilo y cohesión entre los propios partidarios? ¿Y si ese alguien tiene realmente PODER? Sólamente una palabra: «Proceso» (no domino el catalán ni en privado, lo siento)
¡Caramba! todo parece indicar que queríamos compartir nuestra creencia de que no hay una verdad objetiva únicamente con personas que se mueven políticamente en una línea similar a la nuestra. Los demás deberían haber seguido adhiriéndose a verdades claras y rotundas, obligados a la demostración. Así lo habíamos imaginado nosotros, hombres de mundo y políglotas. Nunca lo habríamos dicho en voz alta y, en realidad, ni siquiera pensamos que nuestro posmodernismo pudiese volverse contra nosotros y que las personas que «no tienen la más mínima idea de nuestras teorías» se lo iban a tomar en serio… a su manera.
Nuestros juegos de pensamiento posmodernos debían tener un efecto liberador y no jugar en las manos de cualquiera que estuviese moviéndose en la «dirección equivocada». Debían descartar los mitos biológicos que afirman que la naturaleza asigna papeles claros a las mujeres y los hombres. Deberían derribar todo tipo de supuestas verdades detrás de las cuales se ocultan las imágenes jerárquicas del mundo. Deberían haber desterrado de nuestros cerebros los últimos restos de opiniones «reaccionarias» que aún quedaban enquistadas en ellos. Esa era la idea, y no otra. Pero de repente nos golpean con nuestras propias armas. Hemos llegado hasta aquí y sólo podemos tartamudear: ¡No, no era eso! En secreto, probablemente nunca hemos creído realmente que la verdad no es más que una construcción social. Pero, ¿y lo bien que lo hemos pasado hasta ahora?
Gracias a Antonio Escohotado, inspirador tantas veces. hoy me levanté leyendo esto: El misterio de la fe.