Recientemente estuve leyendo sobre la vida de Turing. El autor contó que la muerte de este genio estuvo rodeada de circunstancias terribles que finalmente culminaron en su suicidio. El relato me emocionó y por eso os traigo este artículo:
Cada vez que leo acerca de la vida de alguien, salvo que se trate de casos excepcionales, hay momentos en los que no puedo evitar que me invada una honda resignación. Y es por esos momentos en los que conoces los pesares y debilidades de la persona en cuestión (es lo que tienen las biografías, que te muestran lo humano de los mitos), e irremediablemente empatizas y te da rabia que ya sea demasiado tarde. Es en estos momentos en los que comprendes en toda su plenitud el por qué de que ciertas personas se llenen de odio y comiencen a señalar a todo aquel que coincide con tal o cual característica superflua generalmente de carácter biológico. Y sí, lo entiendo, porque es terrible tener que admitir que así es la naturaleza humana y siempre se cometerán atrocidades por causas estúpidas (como arruinar la vida a alguien por ser homosexual, que es el caso de Turing), y lo más fácil vistas las circunstancias es anular al individuo, que es lo que da comienzo a todos los totalitarismos.
Una cosa es condenar a un individuo por una acción realizada en plena consciencia por él y otra muy distinta es condenar a todo aquel que coincida con algún rasgo con tal persona. Esto que digo parece muy evidente, pero en la práctica la ira ciega al rebaño y comienza el horror social.
Una parte fundamental de la actividad política consiste en señalar enemigos y culpables a nivel de masas, y esto es inevitable que vaya acompañado (tarde más o menos) de acciones que implican la negación de la humanidad de muchos individuos. Es terrible cómo hoy en día se acusa con tanta facilidad que tal o cual persona, únicamente por sus características biológicas, de que es un privilegiado, de que oprime a otros por el mero hecho de EXISTIR.
Pero independientemente de lo político, a nivel antropológico lo que veo yo aquí es una clara muestra de la impotencia ante lo cruda que es la realidad. Como decía Tito Livio «no soportamos ni nuestros males, ni sus remedios».