Wayne… ¿Bruce o John?

¿Bruce? ¿Quien es Bruce?

Como bien se puede imaginar el lector, me resulta muy complicado dar una definición de arte, por más que se hayan intentado bastantes a lo largo de la Historia, algunas tratando de describirlo y otras más bien expresando un deseo acerca de lo que debiera ser. Me es más fácil, claro, entender alguna de sus características.

Entre ellas, la que ahora me interesa es la capacidad de satisfacer, o al menos aliviar, alguna de las necesidades de los seres humanos. Principalmente las inmateriales, las netamente anímicas o sentimentales; lo que alguien que no dudase de la famosa dualidad humana, podría llamar necesidades espirituales. Yo, algo menos seguro acerca de cuestiones trascendentes, me limito a referirme a la capacidad de sustituir a la ejecución real de un deseo, quizás no vital, pero que no deja de ser una necesidad al fin y al cabo.

Dicen que el deporte de masas se ha convertido en el exitoso sustituto de la guerra tribal, esa pulsión que habitaría acurrucada en el seno de cada ser humano, camuflada, que no eliminada, bajo capas de barniz civilizatorio. Pues a mayor escala, el arte serviría como válvula de escape para todas esas pasiones que nos convierten, al fin y al cabo, en lo que somos.

En el cine, siendo más concreto, quienes lo han entendido han creado una industria próspera y lucrativa. En el otro extremo están los que sufriendo urticaria ante el término industria, creen que el cine es un medio para educar al público, decirles qué deben sentir, e incluso qué pensar de forma correcta. Esos son los que suelen quejarse amargamente de que el resto de la humanidad sean tan tontos que no quieren pagar por ver sus obras, y exigen apoyos variados.

No voy a entrar en polémicas acerca de si puede darse el caso de obras de propaganda que sean arte, o de si la expresión artística puede o no sustraerse de la personalidad o ideas de su autor. Lo que me interesa en este artículo es comentar la evidencia de que quien va al cine, por regla general, no va a que lo eduquen ni lo adoctrinen, sino a recibir unas emociones determinadas. Esas emociones dependen de cada espectador, claro, y he ahí una de las razones de la existencia de géneros. Una misma persona puede ver Siete Novias para Siete Hermanos y luego Alien el 8º Pasajero, pero no va buscando lo mismo en ambas películas, a menos que se haya informado bastante mal. Unos géneros que van evolucionando al ritmo en que lo hace la sociedad (adapta su oferta a las necesidades de sus consumidores), e incluso entran en declive. Cuando ésto ocurre, pasan a ser sustituidos por otros en cuanto a la necesidad que cubrían. Algo así ha ocurrido con dos géneros aparentemente tan diferentes como el western y los superhéroes.

El héroe, sin carnet de la seguridad social.

No, no estoy diciendo que sean dos géneros idénticos, ni mucho menos. Me refiero a que ambos atraen esencialmente por la misma razón: satisfacen la misma necesidad emocional: el deseo de libertad.

No creo que nadie dude que western es mucho más que un subgénero del cine de aventuras. Ya dice el tópico que dentro de él se pueden encontrar todos los otros géneros. Pero más allá del referente geográfico o temporal, característica más obvia, hay algo que lo une todo y le da ese toque especial, que lo convierte en universal. Que hace que en todos los países del mundo puedan entenderse y disfrutarse unas historias aparentemente muy localistas, que se desarrollan en el siglo XIX (o comienzos del XX) en páramos o pueblos del oeste de Norteamérica.

El mismo héroe, él solo y con sus propios motivos.

Hay quien dice que en sus inicios, cuando el cine comienza a extenderse, los norteamericanos se lanzaron a consumir estas películas porque echaban de menos su espíritu de frontera. Que los ciudadanos de una San Francisco recientemente civilizada (evidentemente es una teoría europea y bastante chauvinista), añoraban las historias de su infancia. Pero eso no explica por qué en Nueva York, Londres, Tokio o Lugo, el género tuvo el mismo éxito, ni por qué lo mantuvo hasta prácticamente hoy.

En mi humilde opinión, la explicación está en que el western satisface esa necesidad de libertad que es común a todas las personas, independientemente de lo mucho que los hayan educado para que no la desarrollen. Casi sin excepción, nos presentan a unos personajes en un mundo en el que las reglas sociales existen únicamente por convicción moral, y deben defenderse con valor y habilidad por parte de cada uno. No existe un poder superior que los proteja ni que les imponga desde su autoridad (moral o fáctica) norma alguna. Y cuando lo hay, suele ser peor el remedio que la enfermedad.

Este ni siquiera es un héroe. Pero lo es.

Estamos ante héroes libres que velan por sus vidas y por los suyos, sobre la base de unas convicciones éticas personales, en ocasiones en solitario, en contra de todos, y en otras compartidas por el resto, dentro de comunidades creadas libremente, y unidas por la mera voluntad de estarlo. Y en estos casos estamos ante una exaltación de la sociedad como aglutinador del conjunto de voluntades libres, y no como fin de un individuo convertido en un simple engranaje de la misma.

Y este tampoco es un héroe. Pero también lo es.

No es sólo la libertad del protagonista (vivirla en su pellejo) lo que nos ofrece el western. Es la posibilidad de elegir lo que creemos que es correcto, sin que nadie pueda obligarnos a hacerlo. La satisfacción de escoger el bien teniendo la posibilidad de hacer el mal. O de escoger esa alternativa, dependiendo del personaje de que se trate. Y esa libertad se mantiene, a riesgo de la propia posición o de la vida, incluso aunque se esté enmarcado en ese incipiente Estado que trata de imponer reglas externas a la ética individual.

A quienes vivimos en un mundo en el que un poder coactivo nos alecciona sobre moral, nos impone una determinada conducta y nos castiga cuando la incumplimos, ser durante unos minutos un héroe capaz de escoger cómo actuar, sin más fuerza que la propia, es un estímulo difícil de despreciar.

Intentando que Ley y Justicia encajen.

Por supuesto, héroes hay muchos. Desde el bandido anarquista más radical, hasta el defensor de la Ley. De ese Estado que poco a poco va a llegar, pero que aún no está ahí, porque le es imposible de momento. Pero en todos los casos, sigue siendo alguien cuya fuerza real y efectiva no es más que la que puede obtener de su ingenio, su habilidad y la tecnología a su alcance. Porque al fin y al cabo, hay pocas cosas más naturales y propias del ser humano que la tecnología y dentro de ella, las armas. Ya se sabe que Dios creó a los hombres, y Samuel Colt los hizo iguales.

Cuando Ley y Justicia no sólo no encajan, sino que ni siquiera hablan el mismo idioma.

Pero todo llega a su final. Y en nuestra civilización, décadas después de que desaparecieran las últimas fronteras, se nos acabó convenciendo de que no volverían y, lo más descorazonador, que sus héroes habían muerto para siempre. Podría ser cierto y al fin y al cabo, ¿quién los necesitaba ya? Pues parece que muchos.

Y no sólo porque en el seno de nuestras ordenadas y reguladas sociedades, donde se nos promete seguridad absoluta de la mano de un ente protector y bondadoso, en el fondo sabemos que nos mienten, y que esa frontera (llamémosle el caos, la barbarie o como cada uno quiera) está a un paso de distancia, agazapada en la siguiente esquina.

Sobre todo, porque esa necesidad que aliviaba el western sigue ahí. Esa ansia de libertad de elección y de poder actuar según la propia convicción, sin las cadenas de las normas coactivas que en la vida real no nos atrevemos siquiera a cuestionar.

La sociedad defendiendo la civilización, sin un Boletín Oficial del Estado de por medio.

Y ahí tenemos a los nuevos héroes, rescatados de esos cómic en los que convivieron con el western, y del que treparon a la pantalla para llenar su hueco. Todos ellos con diferentes orígenes, habilidades o personalidades, dispuestos a vivir y actuar de acuerdo con sus convicciones, sean éstas o no conformes a lo que marca la Ley.

Tenemos a justicieros sujetos a un estricto código ético, asesinos sedientos de venganza, jóvenes buscando su lugar, inadaptados sociales tratando de decidir si es mejor trabajar por una sociedad o contra ella, soldados leales a su propia idea de lo que es su país, mercenarios de buen (o mal) corazón…

El héroe que carga sobre sí la culpa de otros, para que la sociedad mantenga la fe en un sistema en el que él, evidentemente, no cree. Una elección de alguien que puede tomarla.

En suma, da igual el tipo de héroe que se nos presente en la pantalla, porque lo que se nos ofrece es esa sensación de libre albedrío que aunque lo neguemos, echamos en falta. La emoción de estar por encima de ese conjunto de reglas que, en nuestra vida diaria, no nos atrevemos ni a cuestionar, pero que en un rinconcito de nuestro interior sabemos que nos pesan tanto que, al menos durante unos minutos, necesitamos rebelarnos contra ellas. No necesariamente para incumplirlas, sino para tener la oportunidad de decidir libremente si lo hacemos o no. De sentirnos, durante unos instantes, seres humanos con libre albedrío, conscientes de que Ley y Justicia pueden coincidir en ocasiones, pero ni mucho menos son equiparables, en lugar de conformarnos con ser ganado en un establo, donde nos cuidan de todo mal.

Al fin y alcabo, ya lo decían en aquella ocasión: Procura ser siempre tú mismo, a menos que puedas ser Wayne… Bruce o John, dependiendo del gusto de cada uno.

 

Miguel A.Velarde
Miguel A.Velarde

Ejerzo de Abogado en Sevilla, además de estar implicado en algún que otro proyecto.

Artículos: 65