Es una verdad palpable que cuando una catástrofe así tiene lugar no podemos reducir la causa a una única y exclusiva acción desafortunada. No podemos culpar al infortunio ni a la constatación real de lo improbable. De un análisis profundo y exhaustivo surge siempre, una y otra vez, la verdad. Y la verdad no es otra que una sucesión concatenada de múltiples errores que, por sí solos, puede que no tengan efecto alguno pero que, sinérgicamente, conducen a una tragedia irremediable.
Aquella noche, por supuesto, sucedió eso y mucho más. Los profesionales de la energía nuclear tenemos grabada a fuego la serie de eventos que tuvieron lugar en la sala de control del reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl. Un experimento mal planeado que no debió tener lugar, unos operadores que no sabían lo que estaba pasando, un reactor con fallos claros y evidentes en el diseño y todo amalgamado con el ingrediente esencial, un régimen soviético en decadencia que no tolera el fracaso. Los análisis técnicos del accidente conducidos entre 1986 y 1992 por la Agencia Internacional de la Energía Atómica y el gobierno soviético llegaron a unas conclusiones inapelables: el reactor estaba mal diseñado, se violaron los procedimientos de operación, se desconectaron manualmente varios sistemas de protección del reactor, se hizo el experimento aún cuando las condiciones no eran las establecidas, existían deficiencias claras en seguridad, se ignoraron incidentes previos en otros reactores del mismo diseño y había deficiencias evidentes desde el punto de vista regulatorio. Es decir, la receta para el desastre. Era únicamente cuestión de tiempo.
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