Existe una «regla no escrita» en la Deuda Pública Soberana: En circunstancias normales, no es necesario para un Estado amortizar nunca el principal, sino que basta con devolver los intereses generados por la misma. Esto es así porque, al ser los mercados de deuda muy amplios y líquidos, cuando llega el vencimiento de letras o bonos, el país correspondiente emite (o «coloca con éxito») nueva deuda por el mismo importe de la deuda que vence, que es comprada por inversores públicos y/o privados.
Si a los ojos de los compradores de esa deuda la capacidad para devolver los intereses por parte del país no ha cambiado respecto al momento de la anterior emisión, los intereses de la nueva deuda serán similares a los de la que vence (aunque la realidad es que no sólo las cuentas de un país o la percepción de su solvencia influyen en este asunto. Al tratarse de un mercado mundial, interrelacionado con el resto de mercados financieros, y al ser los bancos habituales tenedores de deuda pública, otros factores pueden disparar o reducir los tipos de interés de la deuda soberana).
Si por el contrario, ya sea debido a circunstancias económicas (como un fuerte deterioro de las cuentas públicas, por ejemplo) o políticas (riesgo de inestabilidad por un posible golpe militar, o por el ascenso de partidos populistas en las encuestas), los inversores perciben una menor solvencia por parte del país emisor, exigirán un mayor beneficio que compense el mayor riesgo relativo que correrán al comprarla, y los intereses de las letras o bonos subirán.
Este sistema tiene, en mi opinión, un grave problema: los Estados, sabiendo que «siempre» hay alguien dispuesto a prestar dinero, y sujetos en muchos casos a la «Dictadura de la democracia», que premia a aquellos gobernantes que reparten más dádivas, otorgan más «derechos», o construyen más infraestructuras, incurren constantemente en déficits. Déficits que, en momentos de crisis como la iniciada en 2008, cuando los ingresos fiscales derivados de la burbuja se derrumbaron y los gastos derivados de «proteger a los más débiles» subieron aceleradamente, se disparan a cifras enormes, a veces superiores al 10% del PIB del estado correspondiente (España llegó a gastar 4 euros por cada 3 que ingresaba en el año 2009, por ejemplo). Y, claro está, si constantemente un Estado gasta más de lo que ingresa, el principal de su deuda sube desaforadamente. Así, podemos ver lo que está ocurriendo con la evolución de la deuda española, americana y de la eurozona en los gráficos adjuntos. Esto sí que son palos de hockey aterradores y no el de Mann. Particularmente el que mide la deuda respecto al PIB, pues de este dato depende fundamentalmente la capacidad de un Estado para devolver los intereses.
Evidentemente, al subir el principal de la deuda, aun en caso de mantenerse los tipos medios, la cantidad del presupuesto público destinada al pago de los intereses sube paralelamente. Como también lo hace la cantidad de deuda a emitir por cada país en los mercados cada año. No se trata sólo de colocar la deuda correspondiente a los nuevos déficits, sino también la destinada a renovar los vencimientos de la existente. Por ejemplo, en 2015 en España, se emitirá deuda por la astronómica cifra de 250.000 M de euros, un 25% del PIB, correspondientes a 200.000 M de euros para renovar vencimientos, aproximadamente, y unos 50.000 M de euros de nuevo déficit generado en 2015 (magnitud que así escrita quizá no nos diga mucho, pero que equivale a unos 150 Millones de euros de gastos más que de ingresos públicos CADA DIA, unos 6 millones de euros, o mil millones de las antiguas pesetas, CADA HORA. Austeridad, lo llaman. Creo que, si acaso, sería más correcto denominarlo «menor despilfarro»). Esos 250.000 M de euros, la cantidad necesaria de gasto publico destinada a los vencimientos y nueva deuda emitida, representa el 60% del total de ingresos que recaudará España en 2015.
Y, paradójicamente, de esta enorme abundancia de oferta en los mercados deriva en mi opinión la gran ventaja del “sistema de la deuda internacional”: como los Estados tienen que competir los unos con los otros por colocar su creciente deuda pública, es conveniente que sigan una cierta ortodoxia económica y no hagan grandes estupideces. Si las hacen, los compradores exigirán mayores beneficios (intereses) que compensen su inversión, y la prima de riesgo, o sea el diferencial de los intereses del bono a 10 años de esos países respecto a un bono de referencia – el bund alemán en el caso europeo-, se disparará.
Si eso sucede durante un tiempo sostenido -y no es necesario que pasen muchos meses-, llega un momento en que es imposible para el Estado en cuestión atender ni siquiera el pago de los intereses de su deuda, y llegan la quiebra y/o el rescate. Como los intereses que demanda el mercado son demasiado grandes, los gobernantes acuden entonces a entidades supranacionales, como el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea o el Banco Central Europeo, para solicitar financiación de cara a atender las necesidades básicas de gasto de su país.
El dinero que prestan esas entidades, normalmente a bajo interés, no sale del aire. Por el contrario, sale del bolsillo de los ciudadanos de otros Estados con gobiernos habitualmente menos irresponsables, que actúan en solidaridad con los rescatados. Por ello, parece absolutamente lógico que el FMI o la UE impongan unos mecanismos de vigilancia al uso que se hace del mismo, e incluso que exijan determinadas medidas que garanticen que dicho dinero sea devuelto en los plazos y condiciones acordadas (o al menos que se incremente la probabilidad de que esto ocurra).
Por lo tanto, decir que un país rescatado, con un gobierno democrático, debe ser «soberano» para decidir cómo gasta el dinero público, es un enorme error. La soberanía para gastar como ellos decidan no la perdieron cuando la troika o el FMI les prestaron un dinero perteneciente a ciudadanos de otros países haciendo un favor a los gobernantes del Estado rescatado. La soberanía la perdieron el día que fueron incapaces de pagar los intereses de la deuda acumulada y/o emitir deuda nueva a intereses razonables, hecho habitualmente debido a años de irresponsabilidad fiscal de un gobierno, o de sucesivos gobiernos del país en problemas. Y, si bien es cierto que en algunos casos son estados democráticos, también lo son la mayoría de los que integran esos entes supranacionales. ¿O son acaso menos democráticas Alemania o Finlandia que Grecia o España?
Si los gobernantes no quieren estar a merced de «los malvados mercados neoliberales», lo tienen pues bastante fácil: basta con no incurrir en déficits permanentes ni endeudarse excesivamente.
Un Estado puede, y en mi opinión debe, endeudarse en algunas ocasiones: para invertir en desarrollo de infraestructuras, por ejemplo, o para subsanar circunstancias puntuales desafortunadas (una crisis brutal, o una catástrofe natural). Pero recurrir al déficit SIEMPRE (Grecia ha tenido déficit durante más de 40 años consecutivos, en valores medios del 6-7% del PIB, y España ha tenido déficit todos los años en democracia salvo tres), es un gravísimo error con al menos dos consecuencias nefastas:
- Lo que un Estado gasta en pagar los intereses de la Deuda Pública no puede dedicarlo a otros fines aparentemente más necesarios: Sanidad, Educación, Seguridad, Justicia, etc. España dedica al pago de intereses (en tipos históricamente bajos, y difícilmente repetibles en los próximos años) unos 35.000 M de euros anuales. 1 de cada 11 euros recaudados vía impuestos tiene este destino. Más que lo que se gasta en prestaciones por desempleo, y cantidad cercana a lo invertido en Educación, por hacernos una idea de cosas que se podrían hacer con ese dinero si no tuviéramos deuda.
- Cuando los vencimientos anuales (el servicio de la deuda) son muy altos, la autonomía para decidir cómo gastar está, como hemos visto más arriba, gravemente en entredicho.
Por último, me gustaría hacer mención a algo que me parece evidente, y que sin embargo la mayoría de los ciudadanos parece obviar: en Estados democráticos, si bien los gobernantes tienen la responsabilidad de gestionar los recursos públicos y la deuda adecuadamente, los auténticos últimos responsables del gasto público son los propios ciudadanos. No se puede elegir a gobernantes tramposos, despilfarradores o «iluminados» y decir posteriormente: » La culpa fue de ellos, que lo paguen ellos». Si no sabemos a estas alturas que el dinero público es NUESTRO DINERO, y que por tanto debemos prestar atención a cuánto y cómo lo gastan nuestros políticos, va siendo hora de que aprendamos. Por las buenas, o a la griega.