Vivimos en una sociedad reglada. Nos dicen que de este modo aumenta nuestra seguridad y debemos sentirnos más protegidos ante los riesgos de la vida cotidiana. Sin embargo, cada regla es siempre una forma de control de la conducta; cualquier prohibición encaminada a minimizar los riesgos para los ciudadanos limita simultáneamente el marco de decisión dentro del cual es posible asumir riesgos. El nudo cada vez más apretado, constriñendo el aliento de la libertad, hasta que nos movemos sólo en un entorno completamente regulado. La disposición de las personas a tomar riesgos es, sin embrgo, una importante fuerza impulsora no sólo para el progreso social: juega un papel especial en la planificación y el presente de la vida de cada individuo . «El que no arriesga no gana» El refrán se queda corto: sin riesgo, no hay futuro.
La responsabilidad de los ciudadanos por sus acciones, a la hora de tomar decisiones y valorar qué riesgos están dispuestos a correr y qué consecuencias se derivan de todo ello, ya no es un criterio para la libertad, sino que se percibe como un peligro para la sociedad y los propios ciudadanos. Las sociedades quedan reducidas a comunidades de asegurados en las que los llamados comportamientos insolidarios podrían conducir al daño de los otros, de forma que los riesgos individuales no sólo tienen consecuencias para el individuo, sino para todos.
Esta solidaridad prescrita nos mete a todos en un único barco, no tiene nada que ver con el sentido original de la solidaridad, por el que la gente ayuda desinteresadamente a los demás por propia iniciativa. La solidaridad prescrita nace exclusivamente de la adopción de normas sociales. Quién no se adapte será castigado. Los deseos, esperanzas y sueños de las personas ya no les son propios, se deciden entre todos. Las reglas aparecen en todas partes y en todo tiempo, convirtiendo las sociedades en comunidades estrictas de las que es cada vez más difícil salir.
Existe en Tirol un refrán concluyente: «En los picos vive la libertad, en los valles la envidia». Para aquellos que quieren subir a las cumbres no sólo se colocan infinidad de piedras en el camino, su mochila también será lastrada a medida. Cuando alguno de estos escaladores se muestra más en forma que los demás, no le queda más remedio que asumir parte de la carga de otros. De este modo se consigue que no pueda llegar a la cima. En los valles vive la envidia.
Así que nadie llegará a la cima para, una vez arriba del todo, alcanzar un horizonte más amplio de conocimiento, que luego pudiese compartir solidariamente (o comercialmente) con los que permanecieron en el valle.
Reglas, leyes, mandamientos, normas y su expansión inflacionaria en nombre de una presunta protección de la comunidad son fundamentalmente el instrumento pedagoguizante que transforma a los humanos adultos en niños menores necesitados de protección. La libertad ya no se ve amenazada sólo por malvados dictadores, sino también por aquellos que vienen cargados de buenas intenciones. Los bienintencionados quieren determinar lo que es bueno para mí. La lucha por la libertad de hoy en día es una batalla contra la desindividualización.
Escrito a la luz de la manifestación de ayer en Madrid bajo el lema «Podemos».
A los españoles se nos achaca como vicio nacional el de la «envidia». Desconozco cual es el nivel de envidia en otros países. Como aficionado que soy a la biología, tiendo a pensar que los rasgos básicos definidores de los individuos de una especie son los mismos en cualquier época y sociedad, y que lo que apreciamos como diferencias son detalles menores que a la postre carecen de importancia.
En este sentido reconozco el poder del sentimiento que llamamos «envidia» entre los humanos.
Por cierto, y entroncando con la biología sería interesante investigar si dicho sentimiento anida también en otras especies; apostaría que sí.
Hay una corriente de pensamiento que trata de culpar a todas nuestras emociones o sentimientos negativos a la cultura: así, no naceríamos envidiosos, sino que aprenderíamos a serlo. Yo no estoy de acuerdo con ella.
En cualquier caso, la envidia se presenta en nuestras vidas desde la más tierna infancia: envidiamos a nuestros hermanos y a nuestros compañeros de clase a quienes denigramos con el clásico «empollón».
Como pasa con todos los sentimientos la envidia puede tener su aspecto positivo si nos motiva para automejorarrnos y de esa manera igualarnos o superar al «envidiado».
Desgraciadamente, la mayoría de los casos solo conduce a desear el mal (y procurarlo si está en nuestras manos) al blanco de nuestras envidias.
Mirado desde un punto de vista evolutivo, podría decirse que la «envidia» es una de las estrategias o armas de los mediocres frente a los mejores dotados, en la lucha por la supervivencia.