Suena el despertador. A través de la ventana llegan las primeras luces del día. Las mismas que tiñen de oro los picos de las montañas en su recién comenzado camino hacia el valle. El blanco de la caliza y el ocre del silicato se suceden valle a valle, río a río, casi hasta el inifinito. Sólo los negros jirones de las escombreras o los “cielos abiertos” delatan lo que la montaña esconde: carbón. Mientras prepara los desayunos recuerda otros amaneceres al lado de quien hoy es su esposo. Cuántas veces sintió la magia de la montaña amplificada por aquel amor adolescente. Sonríe mientras llama a los niños y les recuerda que lleven la ropa de ayer al cesto de lavar. Ella ha de darse prisa en preparar el bocadillo para su marido. La fusca sale a las siete. Vuelve a sonreir: “fusca” repite mientras termina la tortilla de patata. Curiosa palabra para nombrar un autobús. El autobús que cada día se lleva sus sueños dejándola sola frente al día, con su miedo.
Camino del súper se encuentra con sus vecinas. Con ellas comparte la rutina matinal, el hormigón de las aceras, la incertidumbre, las risas, los cotilleos. No entienden de políticas energéticas, ni de emisiones de CO2. Tampoco saben a ciencia cierta cómo funciona el tema de las subvenciones al carbón. No lo necesitan. Ellas entienden de sacrificio, de entrega, saben lo duro que es abandonar su tierra natal en busca de algo de prosperidad: andaluces, gallegos, extremeños, asturianos… juntos en un valle de León en busca de la fortuna. En busca de una casa mejor, comida caliente todos los días, una mejor escuela para sus hijos, un coche, una televisión…. seguridad, confianza en el futuro, estabilidad. ¿Acaso usted no busca exactamente lo mismo?
En la cola de la carnicería se hace de pronto un silencio espontáneo. Cada una de ellas se pregunta –cada una de ellas se lo pregunta cien veces al día- si su hombre estará bien. La prosperidad que disfrutan tiene precio: la vida. La montaña es imprevisible: derrumbes, grisú, máquinas que repentinamente cobran vida y no se detienen ante la carne de aquellos a los que se supone que sirven. Ellas lo saben. Lo saben desde el primer día que acompañan a su marido a la fusca. Lo sufren hasta el mismo día en que llega la carta de jubilación al buzón de casa. Con el paso de los años las rutinas ayudan a sobrellevar el miedo, a esconder las imágenes que en la memoria perduran indelebles: las vecinas viudas, los cuerpos destrozados, las ausencias irreparabes. Lo negro. El carbón no sólo parece negro. Ellas en la luz del valle no pueden olvidar que ellos están dentro, están en el pozo, envueltos en la oscuridad, negro sobre negro atrapados bajo cientos de metros de roca y polvo. Sola, de regreso a casa, piensa en él: el corazón se encoje, el aire parece desaparecer, acelera el paso y se dice: «No pienses en eso, mujer».
La fusca llega puntual a las cuatro y media. Y todos regresan a sus casas. Por unas horas el miedo deja paso a la cotidianeidad. Hasta que vuelva a sonar el despertador.
Ayer, 28 de octubre, a las 13:45 horas, la montaña se cobró seis vidas. La mina destrozó seis sueños. Luto en Paradilla, Bembibre, Ciñera, Fontanos, Robles y Pola de Lena. Ya no volveremos a ver a Carlos, a Manuel, a Antonio, a Orlando, a Jose Luis, a Roberto. En sus familias surge un vacío para siempre. La fusca ayer volvió sin ellos. Descansen en paz.
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[li]Artículo publicado en Libertad Digital el 29 de Octubre de 2013[/li]
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