Hace ya mucho tiempo que la Comisión Europea no ve con buenos ojos la forma de vida de los fumadores: insana, irracional y demasiado cara. Pero por mucho que no falte en Bruselas quien desee hacerlo, aún nadie ha tomado en serio la opción de prohibir fumar por completo. Demasiado grandes las reticencias en las diversas democracias del continente, muchas de ellas felices de poder llenar sus arcas con los impuestos especiales y temerosas de que sus tribunales constitucionales puedan considerar la prohibición de un hábito particular como injustificable.
No hay mejor camino para convertir en deseable una “falta” que prohibirla. No hay prohibición que no pueda ser superada. Prohibir provoca la infracción, ya que toda prohibición puede ser ignorada. Las prohibiciones exigen una vigilancia constante, lo que las convierte en caras y de dudosa viabilidad en los tiempos de crisis que corren. Además, a la clase política europea no le gusta que podamos pensar que son meros estúpidos hiperlegalistas, ésos que creen que prohibiendo se puede alcanzar un mundo mejor. Un mundo en el que el Estado se convierte en depositario y administrador de la moralidad – campo fértil en el que crecen como setas los alarmistas, los delatores y los demandantes. Un Estado en el que no hay norma sin castigo. Saben perfectamente que cuantas más normas, más delitos; cuantos más delitos, mayor el aparato burocrático necesario para controlarnos y mayor su necesidad de financiaión. Vivimos en tiempos de crisis, la solución ha de ser otra.
La mayor parte de los países miembros de la Unión Europea han optado por gravar mediante impuestos el consumo de tabaco camuflando el ansia recaudatoria bajo una capa fina de “es el efecto disuasorio lo que nos motiva”. La Comisión Europea se ha comprometido con la re-educación del ciudadano. Sabiamente dosificado, el corpus legal y normativo europeo ha ido expulsando al fumador de la vida pública y reduciendo sus posibilidades de disfrute de sus humos favoritos. El último capítulo de esta guerra contra el vicio del tabaquismo se llama “Revisión de la Directiva sobre productos del tabaco”, que deberá entrar en vigor el 2014.
Prohibición de aromas caracerísticos, como el mentol o la vainilla. Eliminación de los cigarrillos ultrafinos. Uniformidad de las cajetillas de tabaco. Presentación de los efectos nocivos mediante fotografías alarmantes. Prohibición del tabaco de mascar (excepto en Suecia). Equiparación a todos los efectos de los cigarrillos eléctricos con los normales….
Cuando la Comisión Europea convierte en instrumento aceptable de política democrática la regulación de las características de productos estimulantes fabricados por empresas privadas con el fin de controlar los hábitos de consumo individuales no estamos hablando de un asunto trivial. Se trata de algo más que de la cuestión de si una persona debe fumar cigarrillos mentolados o renunciar a ellos. La Comisión nos muestra através de su estilo de hacer política que han renunciado a uno de los fundamentos filosóficos de la democracia occidental: la esencia de la Ilustración se basa en que el poder del Estado y la violencia que de éste nace, debe respetar siempre a los ciudadanos soberanos como adultos responsables y autónomos, que la democracia sólo es posible si el Estado considera a los administrados no como niños o vasallos, sino como personas independientes, con capacidad de pensar y decidir por sí mismos. La Directiva sobre productos del tabaco de la UE, sin embargo, eleva la pérdida de control individual y la debilidad humanas al rango de norma. Ya no existe el ciudadano responsable, sólo somos autómatas viciosos necesitados de terapia.
Bajo esa perspectiva, a nadie deberá extrañarle que pronto debamos leer en cada paquete de cigarrillos el número de teléfono de líneas directas de ayuda al tabacodependiente. El mensaje de los terapeutas del pueblo es claro: sin la ayuda de los reguladores estatales usted no puede defenderse por sí mismo de la seducción del pitillo humeante. Es usted un débil mental, incapaz de movilizar su voluntad para abandonar, o no caer en el vicio. Pero ¿qué pasa con las decenas de millones de personas que dejaron de fumar sin ayuda del estado en forma de ley? ¿Qué pensar de los muchos fumadores ocasionales que sólo fuman de vez en cuando un cigarrito, porque les apetece? Esta patologización del individuo soberano es indigna de una democracia y abre la puerta a nuevas “medidas administrativas obligatorias de felicidad” que podrian estar relacionadas con cuestiones muy diferentes, más allá de la cuestión banal de si puedo encender un cigarrillo o no.
Lo realmente preocupante es que parece existir una cierta unanimidad dentro de la clase política a la hora de aplaudir el camino regulador elegido. Si de la regulación del tabaco y su consumo se trata, y con la excepción de muy pocos partidos minoritarios, las creencias básicas de las que nacen este tipo de leyes no parecen ser objeto de debate. Tampoco entre los ciudadanos que se autoproclaman soberanos.
La inflación reguladora y legislativa se ha convertido en algo tan natural, que el ciudadano medio ya es incapaz de percibir la pérdida de libertad a la que está sometido. Las prohibiciones determinan la velocidad de nuestros desplazamientos, dónde podemos aparcar y cómo acceder a las ciudades. Cientos de reglamentos regulan los tiempos de consumo y compra de un producto, prohíben trabajos libres de impuestos, el juego no normado. Se nos amonesta advirtiéndonos de los peligros escondidos tras los placeres y el éxtasis en el que nos abandonamos de tiempo en tiempo para aliviarnos de nosotros mismos. Los argumentos de una moral obsoleta convertidos en moderna norma de ley.
Las leyes se convierten en las barricadas protectoras de la normalidad deseada por quienes las dictan, esta zona donde no hay sitio para los malos espíritus y sus veleidades. Los deseos incontenibles e incontenidos, las risas burlonas, las caricaturas de mal gusto, el desprecio a lo “social”, todo lo impuro y pensar sobre ello – ¡prohibido! La base de las políticas prohibicionistas es una paradoja mágica, esotérica: puesto que lo malo siempre actúa de forma contagiosa y con alto grado de virulencia, incluso el más pequeño foco de infección ha de ser eliminado. La prohibición ha de ser entonces disuasoria, preventiva, amenazando incluso a los autores potenciales de un “mal” con el castigo correspondiente. De este modo, gracias a las prohibiciones, eliminamos el temor de los ciudadanos frente al “mal” cambiándolo por el temor al castigo. Cuantas más prohibiciones haya, más temor. Y cuanto más acerbo encuentre el clima de preocupación máxima, más prohibiciones.
Las políticas prohibicionistas se autoatribuyen la bondad de velar por contextos sociales claros y definidos. En su crisol cristalizan de igual modo el crimen y lo deleznable: el exceso de velocidad, fumar, comer hamburguesas… o lo casual, todo aquello que sobrepase la frontera del trabajo y la disciplina. Las prohibiciones dividen el mundo en dos frentes: aquí el bando de la seguridad absoluta normada, del otro lado el reino oscuro y tenebroso de los libertinos, ese que, a pesar de las homilías parlamentarias, todos los días nos seduce. La tentación descarga un primer chorro de adrenalina. Pisar el césped prohibido, fumar el pitillo escondido, beber el alcohol casero o comer la grasienta carne a la parrilla se convierten en los nuevos deportes extremos. La desobediencia es un deseo propio e inherente a la condición humana.
Para muchos ciudadanos, las prohibiciones son uno de los principales medios de la civilización. No es ésta, pues, una idea exclusiva de los prohibicionistas conservadores, de quienes ven en la represión la panacea para solucionar nuestros problemas. No son infrecuentes las ocasiones en las que las gentes de buena fe, ante un revés en sus vidas, reaccionan con rabia reclamando medidas draconianas. Todo parece indicar que nuestra especie es en ciertos aspectos incorregible: ni con educación o asesoría permanente, ni con buena voluntad. Pero las prohibiciones tampoco han sido capaces de erradicar los males de la libertad. El hombre subyugado también sueña con ser alguna vez distinto de como es, con hacer lo que no hace. A largo plazo aún nadie ha podido ser corregido por obligación. La acción de los hombres, en general, no viene determina en función de las normas impuestas. Lo que a uno le conviene, no se lo dicta el deber, sino la virtud. Pero la virtudes están en descrédito desde hace tiempo, justamente desde aquel momento en el que empezamos a transferir nuestra responsabilidad al Estado para que fuese él quien combatiese el mal… a golpe de prohibición.
No se si es su caso, pero el público en general está a favor de esos centros deportivos públicos (normalmente concesiones a empresas privadas).
Eso es competencia desleal en toda regla. Imagínese que usted arriesga sus ahorros y pide un préstamo para montar un centro deportivo. Una tarifa mensual que le permite obtener una cierta rentabilidad a su inversión es, supongamos, 40€.
Un tiempo después, llega un matón que se dedica a quitarle una cantidad muy importante de dinero a todos los vecinos por coacción. Pero, para que no se enfaden demasiado por quitarles el dinero, monta un gimnasio cerca del tuyo, y les ofrece bonos mensuales por un precio simbólico (15€, por ejemplo) pero ha utilizado el dinero robado para montarlo. Evidentemente usted va a perder una parte importante de su clientela, y es probable que no pueda cubrir gastos y termine por cerrar (incluso arruinarse)
Yo, por ejemplo, practico deporte al aire libre, por lo que no necesito ni quiero ir al gimnasio. Pero el «matón» me quita igualmente dinero para que otras personas puedan ir al gimnasio por cuatro duros gracias al dinero de gente como yo (además del que ya les han robado a ellos mismos).
No hace falta que le diga que el «matón» vendría a ser la administración pública correspondiente.
Yo, en principio, estoy a favor de la legalización de todas las drogas y su venta a mayores de edad (sin embargo yo no tomo ninguna).
Lo que ya no tengo tan claro es dónde deben consumirse. Desde luego donde no perjudique a los demás, eso está claro. Pero:
Puedo pasar que lo ninyos vean a alguien tomarse una cerveza en un bar. Puedo pasar que los niños vean fumar un cigarrillo en una terraza. Pero ¿y liar un porro frente a la plaza donde juegan los niños? ¿y meterse uno una dosis de heroína en un banco de la calle?
¿Hay que prohibir el consumo público de toda clase de drogas? ¿unas drogas sí y otras no? ¿cúales y por qué?
Lo que hay que prohibir es lo público. Privatícense esos espacios. A partir de ahí, el propietario decide.
¿¿Privatizar la calle??
Bueno… es una idea… Absurda, pero es una idea… En fin, parece que así es el «liberalismo» de por aquí. Hay que ir acostumbrándose, supongo…
¿¿¿Privatizar la calle???
Donde trabajo las dos calles que dan atrás y adelante son privadas, de la comunidad de propietarios.
Ya lo decía la esposa del reverendo Lovejoy (de Los Simpson): «¿Es que nadie va a pensar en los niños..?»
De mi hijo ya me cuido yo. No hace falta que ningún político se escude en que necesita prohibir cosas para protegerlo. No está prohibido beber en la calle (bueno, en Andalucía sí, sólo si vas acompañado… una de esas leyes absurdas que no se cumplen), y la gente no se muere de coma etílico en la puerta de los colegios.
Cuando leo estas cosas, me dan unas ganas locas de irme a vivir a Suiza, Hong Kong o Singapur. Que les vayan dando a las momias colectivistas europeas.
O hago eso o me doy al contrabando.
Lo segundo es más divertido.
No sólo prohíben. Y pido disculpas al jefe por la intromisión, pero no podía aguantarme. Cito del diario La Verdad, edición impresa de 27 de junio: «Por otra parte, y merced a una inversión de 100.000 euros del Consistorio, se ha reinaugurado la piscina municipal [de Ulea, Murcia] tras unas obras de mejora (…) La Comunidad Autónoma ha colaborado en la ejecución del proyecto, cuyas obras han consistido en la construcción de un nuevo vaso desbordante, tarima exterior antideslizante, instalación de juegos -como mesas de ajedrez y damas- y pérgolas para cubrir de sombra los alrededores del vaso principal (…) reformas que, junto al ‘spa’ e hidromasaje instalados convierten a la piscina como (sic) una de las mejores de la zona. «Todo un lujo», según aseguró el alcalde».
Ni falta que lo jure, Ilustrísima. ¿Población de Ulea? 926 habitantes. No, no es un error: NOVECIENTOS VEINTISÉIS habitantes.
España y yo somos así.
Les dejo un enlace con la adjudicación y una foto de la piscina, supongo que antes de la reforma.
No tienen vergüenza…..
Aún puede ser peor:
Donde yo vivía antes (una de las capitales grandes de España) el ayuntamiento abrió en mi barrio un impresionante centro deportivo «de luxe» con precios «populares». En poco tiempo ya habían cerrado dos gimnasios privados del barrio (que yo sepa… que seguramente caería alguno más).
Veo en la foto un vaso desbordante y una pérgola, así que debe ser después de la reforma.
Sale a 104€/vecino la reforma, que seguro han desembolsado religiosamente tras derrama municipal, porque no me puedo creer que eso lo hayan pagado con dinero de otros. Eso está muy mal.