Cuando la ley no me hace libre

En el fondo somos unos simples. Unos simples felices, creyentes y despreocupados: el estado, en tanto que encarnación del pueblo, es omnipotente y sabio. Todo ocurrirá tal y como se decida en el marco del estado. Los sagrados parlamentos, los ungidos representantes políticos y el aparato de especialistas del estado, en tanto que encarnación democrática del pueblo, establecen no sólo el marco de acción de cada uno de nosotros: deciden lo que va a pasar, evitan lo que no debe ocurrir. Las leyes y normas que nacen del estado son, por tanto, las leyes y normas que nacen de nuestra voluntad, disponen el marco social ideal para cada uno de nosotros y evitan los desastres a los que nos podamos enfrentar. La fe no se discute y por ello no debe extrañarle que sea imposible mantener una discusión racional sobre inifnidad de temas cotidianos y menos cotidianos. ¿Quiere eliminar el sueldo mínimo? Está usted entonces a favor de la esclavitud. ¿Quiere legalizar las drogas? Está usted a favor de calles llenas de toxicómanos violentos. ¿Quiere eliminar las leyes que impiden la tenecia de armas? Está usted a favor de asesinos en serie, muertes en las escuelas y en contra de la paz.

Apenas dos pizcas de sentido común nos dicen, pero, que la intención de una ley no tiene  que tener relación alguna con sus efectos. Es más, en no pocas ocasiones provoca justamente el efecto que se pretendía evitar. Imaginen que el Gobierno decide proclamar una “Ley General de la Felicidad”. Loable intención, sin duda alguna: ¿Quién no quere ser feliz? La infelicidad queda oficialmente prohibida. Si seguimos el razonamiento arriba expuesto, todo aquel que se oponga a esta ley estaría en contra de la felicidad de los demás. ¿Nos haría más felices una ley como esta? Probablemente apenas serviría para aumentar el grado de hipocresía de unos y el miedo a ser castigado de los demás: si no soy feliz, atento contra la ley. Lo mejor es hacer como que soy feliz para evitarme problemas, incluso sabiendo que mi diaria parodia me hace cada vez más infeliz. La ley, absolutamente bienintencionada, produce justamente el efecto contrario a su intención. Sí, el lector inteligente me dirá que el ejemplo es absurdo y completamente alejado de la relidad. Irrisorio dirán los más. Pero, ¿es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible ser pacífico por ley? ¿es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible asegurarse un sueldo “digno” por ley? No olviden: la violencia o los sueldos bajos existen por razones inevitables. La violencia es innata en los animales (y nosotros lo somos) y el precio del trabajo no sólo se ve limitado por la avaricia del empleador, también por la calidad del trabajo realizado o la cantidad de recursos de un empleador no avaricioso. Éste último, probablemente, no empleará a nadie si le obligan a pagar un sueldo “mínimo” y carece de ingresos suficientes para cumplir la ley. El resultado es que muchas personas, lejos de obtener un sueldo digno, no obtendrán ninguno.

Reducir la ecuación al simplísimo “si una ley prohíbe las armas no habrá asesinatos” o “si una ley obliga a sueldos mínimos todos ganremos un sueldo digno” es francamente … ingenuo. No, es peor. Tal razonamiento, enraizado en la creencia por la que la intención de una ley es igual al efecto que ella genera, no es en última instancia más que muestra de nuestra monocausal pereza mental y peor aún, un signo de abandono servil a la doma a que nos someten, de obediencia absoluta a los principios estatales según los cuales el gobierno de un Estado, libre de toda influencia natural,  puede cambiar el mundo y a quienes en él habitamos a golpe de medidas arbitrarias.

¿Qué tiene esto que ver con la libertad? Se preguntará el lector.

Aunque de cada 100 personas que consumen Cannabis 99 se convirtiesen en delincuentes, no sería justo para la única persona que no se comporta criminalemente prohibir el Cannabis. Los 99 delincuentes deben ser castigados por sus actos criminales, no por el uso de Cannabis. En caso contrario, desaparecería la relación causal entre el crimen y el castigo, siendo substituída por la relación entre la causa del crimen y el castigo. Pero la “causa del crimen” es ambigua o múltiple en cualquier caso. Los 99 criminales no lo serían por robar o matar, ya que robaron y mataron por consumir drogas. Pero, ¿por qué consumen drogas? ¿fué la suya una infancia infeliz? ¿se abandonaron a las “malas compañías”? ¿nacieron en una familia asocial? Como ven, esta vía de razonamiento facilita reducir la culpabilidad del criminal adjetivando el acto criminal en sí mismo mediante interminables cadenas de posibles causas en el pasado, interpretables e instrumentalizables a voluntad. De la objetiva percepción de un crimen: “A mata a B” pasamos a la subjetiva valoración del pasado de A, incluso del de B.

En la otra cara de la moneda aparece la idea utilitarista de juzgar las acciones únicamente sobre la base de sus consecuencias, estableciendo cadenas causales predictibles sobre las que se puede actuar preventivamente, lo que nos llevaría ineludiblemente al totalitarismo. De este modo podríamos argumentar, por ejemplo, que hay que reconocer al Estado el derecho de dictar los alimentos disponibles para las personas en función de las recomendaciones de los expertos en nutrición. No olvidemos que la gente podría comer y beber “equivocadamente”. Por lo tanto, podría ser «perjudicial para su salud» y por ello “suponer un coste adicional a la sociedad”. Desde un punto de vista utilitarista, el Estado debería establecer por ley  la cantidad de proteínas, grasas o hidratos de carbono que las personas pueden consumir. Para hacerlo más personal, también se debería considerar el metabolismo individual y el tamaño corporal. Serían necesarios mecanismos individuales de vigilancia a distancia, centralización de la industria alimentaria, del transporte, …

La vida es riesgo. ¿Quién decide qué riesgos deben ser prohibidos y cuáles podemos “abandonar” al criterio de las personas?

¿Por qué no permitir a la gente que decida por sí misma?

Luis I. Gómez
Luis I. Gómez

Si conseguimos actuar, pensar, sentir y querer ser quien soñamos ser habremos dado el primer paso de nuestra personal “guerra de autodeterminación”. Por esto es importante ser uno mismo quien cuide y atienda las propias necesidades. No limitarse a sentir los beneficios de la libertad, sino llenar los días de gestos que nos permitan experimentarla con otras personas.

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5 comentarios

  1. Decía Lao-Tse que un país con muchas leyes hace de sus habitantes unos depravados.

    Actualmente se abusa, en mi opinión, de los delitos de riesgo, es decir, aquellos en los que no se ha producido un daño, pero ha existido la posibilidad. Y el clamor social es que no sólo se endurezcan, sino que se amplíen. Se ha conseguido idiotizar a la sociedad hasta ese punto. Yo, por ejemplo, he tenido discusiones con gente que me decía que engendros como la Ley Integral de Violencia de Género era un gran avance, porque si bien no había tenido ningún resultado práctico, y sí había provocado muchos problemas procesales, su mera existencia era ya generadora de ignoro qué supuestos bienes etéreos, y su modificación o derogación sería un ataque contra las mujeres…

    La idea de que la existencia de una ley ejerce una mágica influencia sobre la realidad está muy extendida. Ya me decía un antiguo profesor que el Derecho y la magia están muy relacionados. De hecho los abogados (de «advocare») y juristas «invocamos» las leyes…

  2. Luis tu planteameamiento desde un punto de vista teórico me parece irreprochable y de hecho coincido con el mismo.

    Pero la cuestión última en lo que a las relacciones humanas se refiere, sean de índole político, social, etc, etc, que a mi me interesa es la práctica, justo por lo mismo que tú indicas: por muy bonita que suene la teoría, por sí sola no garantiza que la práctica sea igual de bonita. Por tanto, para mí la prueba del nueve a la que someto cada ley o teoría es contrastarla con lo que se produce en la práctica: por eso soy contrario a planteamientos teóricos que se basan en principios absolutos, como por ejemplo el rechazo a la pena de muerte en base al supuesto valor intrinseco de cualquier vida humana, lo cual lleva a absurdos como sostener que la vida de una persona honrada y valiosa vale lo mismo que la vida de un asesino en serie y por tanto, ambas deben respetarse por igual.
    Por tanto si me considero liberal, no es porque la teoría me suene peor o mejor que otras ideologías, sino porque he llegado a la conclusión de que sus efectos prácticos sobre el conjunto de nuestra sociedad son, con sus pros y sus contras, mucho más eficaces que los del resto de ideologías «rivales».
    En definitiva, yo podría más el acento en lo que funciona y en lo que no funciona, en vez de en apelaciones a grandes principios como el de la libertad individual, por mucho que a mí me agrade por ejemplo este principio.
    Un ejemplo: yo liberalizaría las drogas no tanto porque lo considere un derecho individual (que también) sino porque su represión se ha demostrado un completo fracaso en todos los aspectos, como en su día ocurrió con la Ley seca en USA.

    • Los principios fundamentales lo son por estar demostrada su valía a lo largo del tiempo mediante sus efectos positivos. Son verdades asentadas en largas experiencias que permiten transmitir y reforzar resultados óptimos en el largo plazo marcando límites a los análisis cortoplacistas.

      El ejemplo que has puesto sobre la pena de muerte es paradigmático para demostrar lo que indico. Haces una simplificación cortoplacista en la comparación del criminal con el inocente para aplicar un castigo máximo e incorregible. Mas la historia demuestra que de aceptar tal enfoque y renunciando al principio fundamental del derecho universal a la vida, acabas teniendo ejecuciones de inocentes, tanto de manera premeditada como por error. Sólo por eso ya se justifica la instauración de tal principio, que no está ahí por motivos estéticos.

      Pero aún hay más, puesto que no son pocos los casos de criminales que tras eludir la pena capital y/o cumplir su condena han acabado intengrándose en la sociedad y han hecho aportaciones positivas y enriquecedoras que habrían sido anuladas de habérseles quitado la vida.

      Con todo no niego que cualquier principio sea revisado, mejorado, pulido y llegado el caso, hasta anulado. Pero esa comparación utilitarista y cortoplacista es muy peligrosa… Y en este caso en el que Luis ha expuesto la justificación lógica y práctica del por qué la razón y libertad de un inocente cuenta más que la de 99 culpables no veo motivo para contraponer dos enfoques que han quedado expuestos con total compatibilidad.

      Feliz Navidad.

      • Además, el índice de criminalidad en paises donde rige la pena de muerte no es significativamente menor que en el del resto, por lo tanto, no es una medida que se justifique por su utilidad. Aunque lo esencial es que si no estoy dispuesto a que el Estado me quite mi dinero, mucho menos mi vida.

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