La dicotomía establecida por el filósofo y matemático francés René Descartes (1641) entre res cogitans y res extensa, esto es, entre mente y materia, trataba de conciliar los conocimientos que la ciencia médica iba adquiriendo en su época sobre la estructura (anatomía) y función (fisiología) del organismo humano, considerado material, y la existencia del alma. Situaba Descartes en la glándula pineal del cerebro el lugar de contacto entre la materia y el espíritu. Este espíritu entraba, según su concepción, como un flujo en el cuerpo a través de la glándula pineal y le insuflaba su humanidad, haciendo posible un «fantasma en la máquina» (Gilbert Ryle, 1949).
La ciencia médica pudo a partir de esta distinción tan clara entre mente y cuerpo, dedicarse a estudiar la enfermedad, es decir, los estados orgánicos disfuncionales, desregulados y maladaptados que conducían a situaciones incapacitantes o a la misma muerte, sin que las creencias en realidades inmateriales se vieran atacadas. Grandes avances técnicos y científicos durante el siglo XIX y principios del XX, así como otros en la organización social en cuestiones de salubridad y atención sanitaria, provocaron un sorprendente cambio sociodemográfico: se incrementó la esperanza de vida del ser humano en varias décadas (en EEUU la esperanza de vida al nacer en 1900 era de 48 años, en 2007 era de 77,9; Matarazzo 2010). La ciencia biomédica había demostrado su capacidad de descubrir y combatir a los enemigos invisibles que nos acosaban desde tiempos inmemoriales: los microbios, que habían dejado de ser la principal causa de muerte entre las personas, siendo otras enfermedades y accidentes los que pasaban a ocupar los primeros puestos de la lista negra. Pero el cambio fue no solo cuantitativo sino cualitativo: lo que ahora mataba no eran primordialmente las enfermedades agudas e infecciosas. El patrón se orientaba hacia las enfermedades crónicas. En 1900, por ejemplo, las principales causas de mortalidad en EEUU, un país desarrollado ya en aquella época, eran la influenza y la neumonía, la tuberculosis y las gastroenteritis. En 2001 la primera causa eran las afecciones cardiacas, seguidas del cáncer y de los padecimientos cardiovasculares en general y los de obstrucción pulmonar (M.M.Sexton, 1979; Murphy, 2000)
Algo que resulta sorprendente es que gran parte de las enfermedades infecciosas comenzara a declinar en su incidencia años antes de que se descubriese su vacuna (McKinlay & McKinkay). Esto nos conduce lateralmente a una reflexión que es central: las enfermedades no tienen un agente único, una etiología perfectamente discernible: los determinantes de la salud son múltiples e interaccionan entre sí (León, Medina, 2002). En este caso se deduce que los cambios en las condiciones ambientales de los centros urbanos y en la higiene en las prácticas médicas fue decisivo. Ello, no obstante, lo único que aclara es que las barreras más eficaces a las infecciones redujeron estas. La multicausalidad de la enfermedad se concibe mejor desde la teoría de sistemas aplicada al ámbito de la salud y la enfermedad, según la cual «todos los niveles de una organización en cualquier entidad están unidos entre sí en forma jerárquica y el cambio en uno de los niveles facilitará cambios en todos los demás niveles. Esto significa que los procesos de micro nivel (como cambios celulares) son acunados en los procesos de macro nivel (como son los valores sociales) y que cambios en los micro niveles pueden tener efectos en los macro niveles y viceversa» (Taylor, 2003)
Sacamos pues, tres conclusiones de los cambios en los patrones de enfermedad del último siglo:
(1) La enfermedad prevaleciente hoy es la crónica, frente a la aguda e infecciosa del pasado.
(2) El estado de salud o enfermedad del cuerpo no es independiente de los factores ambientales, es más, el cuerpo es un sistema con su propio equilibrio homeostático, pero anidado dentro de otros sistemas más amplios y complejos.
(3) Frente a las anteriores evidencias se presenta con toda claridad la crisis a la que se enfrenta el modelo biomédico de salud, centrado en la anatomía y fisiología corporales y en la artificial distinción entre mente y cuerpo, por un lado, y por otro siendo invadido por un creciente número de casos no catalogables como enfermedad, según la vieja noción de enfermedad como algo que provoca síntomas agudos, se combate en poco tiempo, y tiene como desenlace la muerte o la recuperación completa del paciente.
El error de Descartes (Damasio, 1994) queda en evidencia, y el modelo de salud también, entrando en el dominio médico la psicología, más allá del ámbito de la mente en el que estaba confinada como psicología clínica. Primero surge la psicología de la salud (1978), y casi inmediatamente, como una parte esencial en ella, la psicología social de la salud. Y con ello el modelo biomédico ha de ceder paso al modelo biopsicosocial en el campo sanitario.
Este paso supone además el de abandonar la concepción de la salud como ausencia de enfermedad para pasar a considerarla como un «estado de bienestar completo en los aspectos físicos, mentales y sociales del ser humano y no sólo la ausencia de enfermedad o padecimientos» (OMS, 1948). Así considerada, la salud se debe cultivar, promover, a través de hábitos saludables, y la enfermedad no sólo curar sino también prevenir, con el abandono de hábitos insalubres.
En principio la psicología social de la salud se consideró como una disciplina aplicada de la psicología social. Taylor no obstante señala, en su artículo de la 5ª edición del Handbook of Social Psychology (2010), que merece un estatuto aparte, y que puede perfectamente considerarse como parte de la ciencia médica, además de pertenecer a la psicológica como disciplina independiente. En ocasiones se alude a la Psicología de la Salud, y esto ocurre en este artículo de Taylor, de modo general, pero el énfasis se pone en la Psicología Social.