Reforma es la palabra que más se escucha últimamente en los informativos. Por supuesto, la Administración es uno de los objetivos en los que unos y otros, de una u otra forma, tienen puestos los ojos. Es obvio que una reforma de la Administración es esencial. Cualquiera que suela tratar a menudo con ella se dará cuenta que las cosas no encajan.
Y no me refiero sólo al aspecto económico, que también. No entraré en que la compleja maquinaria creada para manejar el Estado es un pozo en el que el dinero no siempre se usa, dicho con una exagerada prudencia, de la manera más eficaz.
Me parece mucho más grave el efecto que un sistema ineficiente tiene en la vida de los ciudadanos y, por tanto, directamente en la economía.
Como decía antes, quien trate asiduamente con cualquier administración, antes o después acabará con la sensación de que todo ese entramado de medios y personal está ahí principalmente para poner trabas a los demás. Sea cual sea la finalidad original para la que fue ideado un organismo, oficina o procedimiento, el resultado es que parecen funcionar con la idea de que el administrado es un estorbo, un tipo que está allí para molestar, cuando no es un delincuente en potencia al que hay que tratar como tal, a menos que se demuestre lo contrario (y a veces especialmente cuando lo ha demostrado).
No voy a ponerme aquí a hacer un estudio pormenorizado de todo lo que no funciona. Me limitaré a exponer cuatro de los problemas que en mi opinión son más graves y más inciden en la vida de los ciudadanos. Espero que se lea este artículo con cierta indulgencia. No son más que reflexiones particulares fruto de la experiencia, y en ningún caso de estudios científicos.
1.- En primer lugar está el uso y abuso de la desestimación por silencio administrativo. Prescribe la Ley 30/1992, de régimen jurídico de las Administraciones públicas y procedimiento administrativo común, que éstas tienen la obligación de resolver expresamente. Comprendo que es una tentación debido a la carga de trabajo, y que en algunas ocasiones no hay más remedio, pero la ley establece el silencio como una situación excepcional y no como la norma, que por desgracia es a veces lo que parece.
El hecho, además de por la pérdida de tiempo, cobra su importancia porque de esta manera se ahorran tener que motivar el acto administrativo, con la consecuente indefensión del particular, que además es obligado a esperar, alargar plazos y acudir a los tribunales con lo que eso conlleva: en el orden Contencioso-Administrativo, además de ser preceptiva la postulación de abogado y procurador, las sociedades pagan tasas judiciales, la Administración nunca es condenada en costas y el procedimiento se alarga durante años.
La solución sería bastante sencilla: entender la resolución tácita a los 30 días del inicio del procedimiento y siempre en sentido positivo para el interés del administrado.
Se puede argumentar que eso crearía un caos en la administración, que es imposible debido a la carga de trabajo… Pero es que el interés que debe salvaguardar la Administración no es el suyo propio, que no existe, sino el del administrado. No es sino eso lo que significa “los intereses generales”: la suma de todos los particulares.
2.- El segundo problema, en el que no me detendré demasiado, es precisamente el de la falta de medios y personal. Un problema que no es tanto de número como de ineficiencia organizativa.
La Administración ha ido aumentando de forma desaforada, no sólo en organismos inútiles, como observatorios variados, “films commisions” de toda índole y demás. En los mismos sectores que constituyen su núcleo duro, la solución a los problemas ha solido consistir en crear nuevos órganos. Para recaudar más, por ejemplo, como parece que no bastan los inspectores, que por cierto no dan abasto, se crean procedimientos nuevos que lejos de ayudar, necesitan de más esfuerzo, más personal y más financiación, por lo que se idean nuevos inventos que absorben nuevos recursos…
Por no hablar de duplicidades funcionales y territoriales.
La solución, aparte de cubrirlo todo con cemento y empezar de nuevo, viene por un serio esfuerzo de replanteamiento del esquema organizativo de las distintas administraciones, además de un trabajo de coordinación entre ellas. Todo ello a día de hoy me parece imposible, pero ahí está el tema.
3.- El preocupante desprecio por la ley y los derechos de los ciudadanos por parte de algunas administraciones.
El ejemplo más flagrante es el de la falta de motivación en los actos administrativos. El Tribunal Supremo mantiene una asentada y clara jurisprudencia acerca de lo que se puede entender por motivación suficiente. Ni siquiera es demasiado exigente. Tan sólo, básicamente, lo que le pide al Estado es que exponga brevemente los hechos, la normativa aplicable y explique sucintamente cómo se encajan aquellos en ésta.
Sin embargo, muchas veces dan ganas de enmarcar las resoluciones en las que al menos se han tomado la molestia de enumerar los artículos aplicables de la Ley. Y ya está, que supongo que hay que ahorrar en tinta.
Por no hablar del clásico “es que aquí no lo hacemos así” de las ventanillas de toda la vida. Todo verbal y sin papeles de por medio, obviamente. Una curiosa forma de anteponer la “costumbre” a la ley procedimental.
La solución está en los tribunales. No hay más remedio, y está íntimamente ligada a la del siguiente problema.
4.- La parálisis de la vía contencioso-administrativa en el ámbito judicial. Porque a fin de cuentas, ninguno de los problemas anteriores sería grave si el ciudadano pudiera acudir a la justicia con una moderada expectativa de poder defender sus derechos.
Obviamente, a día de hoy, esa expectativa no existe. Nadie que deba esperar más de dos años para que el juzgado le de siquiera fecha para juicio se siente protegido. Es un sistema, por tanto, en el que acudir a los tribunales significa que ya se ha perdido, sea cual sea el fallo de éstos.
Se dan casos indignantes, como el de ayuntamientos que ejecutan multas prescritas, echando mano de la más burda vía de hecho, embargando cantidades pequeñas, sabiendo que un Juzgado lo podría anular, pero que sólo el abogado y el procurador saldrán más caros que el importe embargado.
Y la situación se agrava porque las administraciones nunca son condenadas en costas. Eso, y que estén exentas de todas las tasas judiciales, hace que aunque tras dos o tres años de injustificable espera para el juicio, el particular obtenga una sentencia favorable, la Administración recurrirá por sistema, aún en flagrante situación de temeridad procesal. De todas formas no va a tener consecuencias para ella y podrá retrasar el asunto unos añitos más.
Y ya de la ejecución contra la Administración, mejor no hablar…
Aquí la solución pasa en primer lugar por la condena en costas de las administraciones en las mismas condiciones que a los particulares, estableciéndose de manera real y efectiva el principio de igualdad de partes. Es más, en caso de temeridad procesal por parte de la Administración, se debiera hacer responsable a la autoridad o funcionario que decidiese esa actuación. Más que nada para evitar que se vaya por ahí tirando con pólvora del rey, es decir, el dinero de nuestros impuestos.
De igual forma, en los casos de nulidad de actos administrativos por infracción del procedimiento, de derechos fundamentales o por falta de motivación, las costas debieran serle repercutidas a la autoridad o funcionario responsables de dicho acto.
Y por último, quizás debiera plantearse seriamente la integración de la jurisdicción Contencioso-administrativa dentro de la Civil. Sé que es un tema delicado y complejo, pero una simplificación de órdenes y procedimientos podría ser buena, no sólo para la agilización de la justicia, sino también para la efectividad del principio de igualdad de partes.
Completamente de acuerdo contigo Miguel A. La burocracia está servida desde el momento en que se asume que conceptos en principio tan loables como seguridad, salubridad, etc, etc, pueden «garantizarse» por la intervención, no ya de sus propios beneficiarios, sino por la intervención del Estado, vía legislación. Y esto es un error conceptual enorme: como organismos biológicos que somos, mucho antes que sociales, somos esencialmente egoístas. Esto implica que por definición, tenderemos a acoger gustosamente las leyes que nos benefician y a saltarnos (si el coste lo justifica) las que nos perjudican. ¿Significa esto que no necesitamos leyes? En absoluto. Lo que significa es que las leyes deben, en la medida de lo posible, responder a la lógica biológica de costes/beneficios, mucho antes que en grandilocuentes principios «humanistas», por bienintencionados que sean. Otro gallo nos cantaría, si por ejemplo, la ley de Seguridad en el trabajo, en vez de cargarle el muerto de la seguridad al empresario, la cargara en el trabajador que es el principal beneficiado, de la misma manera que el seguro obligatorio de conducir se le carga al conductor y no, por ejemplo al vendedor del coche. Pero claro, eso no da votos, que es de lo , en el fondo, se trata con la burocracia en los países demócraticos: cargarle el mochuelo a quien tenga menos influencia electoral.
Me explico: cuando para un inspector es más importante el hecho de que en el documento de seguridad, no se haya anotado la velocidad del aire que corre por un pequeño almacén de materiales, y ni compruebe las condiciones reales de trabajo de los operarios en las instalaciones en las que trabajan (esto es verídico), es que algo anda bastante desquiciado.
Es como dices. Funcionarios los puede haber buenos o malos, pero lo que falla es que el sistema debería estar previsto para no tener que depender de ese factor.
Sobre lo de las obligaciones formales draconianas impuestas para un fin loable, hay muchos ejemplos. La legislación sobre seguridad e higiene en el trabajo o sobre protección de datos de carácter porsonal son dos ejemplos perfectos. El resultado es que no se consigue el objetivo deseado, porque la obligación formal con que se carga absurdamente al ciudadano se convierte en el fin del sistema en sí misma, olvidanso su finalidad.
Soy empleado público de una administración y no puedo estar más de acuerdo en todo lo expuesto en el art. Un par de matizaciones: entre los empleados públicos hay de todo, como en botica: los que trabajan y los que se tocan los cataplines. En esto no somos muy diferentes a los trabajadores de cualquier gran empresa: una serie de engranajes de una gran cadena . La gran diferencia estriba en la profusión de Leyes, Reglamentos, Bandos y edictos que regulan y dictan el procedimiento a seguir en cada trámite administrativo por esa gran cadena. Un simple ejemplo: qué duda cabe que sería estupendo que en las obras no se produjeran accidentes. Pues en aras de ese loable objetivo los legisladores políticos elegidos democráticamente por los ciudadanos aprueban un Decreto sobre Medidas Mínimas de Seguridad y Salud en las Obras (obsérvese lo de «mínimas» en el título con el que se está reconociendo implicitamente que la ley podría ser muchísimo más exigente en lo que a seguridad se refiere) que básicamente lo que establece es que, cuando en una determinada obra entrañe peligro, se necesita que previamente «alguien» redacte un documento llamado Estudio de Seguridad y Salud que en definitiva sirva para que la obra se ejecute con medidas de seguridad proporcionales al peligro. Hasta aquí genial.
Veamos ahora un caso concreto: un particular quiere pintar la fachada de su casa que tiene dos o más plantas de altura. Lo que se hacía antes era contratar a un pintor y que este se buscara la vida para pintar la fachada. Pero ahora el ciudadano que quiere actuar de acuerdo con la Ley, acude al ayuntamiento a solicitar una licencia de obra para pintar la fachada de su casa.
¿Como actúa el empleado público, en general el técnico municipal encargado de informar esa solicitud del ciudadano? Pues básicamente lo que tiene que hacer es decidir si esa obra en cuestión está regulada por el citado decreto. Este decreto enumera una serie de trabajos en los que se presupone la peligrosidad: entre otros los trabajos en altura. ¿Pintar una fachada de dos plantas es un trabajo en altura? Bueno, depende, pero de lo que no hay duda es que hay gente que se mata(o se hiere gravemente) cayéndose de un andamio situado a 3 m de altura. Así que, ante la incrédula (y en general no demasiada comprensiva) mirada del ciudadano, el tco. mpal le informa amablemente que tiene que contratar a alguien que le redacte ese Estudio (Básico en este caso) de Seguridad y Salud que exige el citado Decreto. Conclusión: el ciudadano aparte del pintor, tiene ahora que pagar a un tco para que le redacte el citado documento que en general y salvo honrosas excepciones, lo único que sirve es para que el seguro (también obligatorio) del tco. que redacta el estudio cubra la posibilidad de que el pintor tenga la mala suerte o la impericia de caerse del andamio mientras pinta la casa del hastiado y paganini, pero ahora sí, protegido ciudadano.
¿Eso es burocracia o sencillamente es que asegurar implica gastos y trámites?
Si se piensa un sg no es muy distinto a la diferencia entre caminar (que hasta ahora es gratis) y conducir un coche (que implica gastos y burocracia). ¿Pero que pasaría mañana si a los ciclistas que hasta ahora circulan (y algunos mueren ) gratis por carretera, un bienintencionado decreto de turno les quiere proteger obligándoles a sacarse un carnet de ciclista y a contratar un seguro obligatorio?. ¿Se cabrearían los ciclistas (como de hecho nos cabreamos los conductores) con los guardias civiles de tráfico que les multaran por incumplir lo que exige la Ley aprobada por aquellos a quien democráticamente elegimos?
Es posible que esa sea la razón por la que muchos defiendan la jurisdicción contencioso-administrativa. Al fin y al cabo es típico del pensamiento «totalitario del buen rollito» la idea de que la igualdad de partes beneficia a los «malos», sin tener en cuenta que precisamente el juicio está para averiguar quién es ese «malo».
El Derecho Administrativo y los procedimientos burocrácticos, sin embargo, se idearon para evitar la arbitrariedad del poder público, para no tener que depender de la buena fe del funcionario de turno, y para dar garantías al ciudadano frente al poder coactivo del Estado. Obviamente no ha funcionado, pero no lo ha hecho por las sucesivas maniobras del poder para zafarse de los controles.
La justificación de la jurisdicción contenciosa fue en su momento la necesidad de la especialización de los jueces en un tema en el que se necesitan (supuestamente) especiales conocimientos técnicos. El resultado es el que es.
Pero lo grave es que la idea del Derecho Administrativo es justo la opuesta: establecer garantías para el ciudadano frente al dinosaurio estatal
A mí siempre me han enseñado lo contrario a esto: que el Derecho Administrativo surge para evitar que lleven las causas contra la Administración jueces de lo civil, que serán mas renuentes a darle la razón a la Adm. Vamos, esto dicho por profesores sin ningún asomo de liberalismo precisamente. Esto es, que el resultado (perverso para nosotros) del sistema es el esperado.
¿Un superavit presupuestario en un Ayuntamiento?
Trae pa’cá las cuentas.
Leído en diagonal, dejo para más tarde su lectura como se merece. Os apunto un ejemplo a seguir de adminsitración pública. El Ayuntamiento de Majadahonda, que afirma : «Estamos llevando a cabo políticas económicas liberales que dan oportunidades a los empresarios. Esto permite que se cree empleo y, además, adelgaza el peso de la Administración». Y aquí http://tinyurl.com/crft9jb los resultados.
Has dado en el clavo, Germánico.
Pero lo grave es que la idea del Derecho Administrativo es justo la opuesta: establecer garantías para el ciudadano frente al dinosaurio estatal. Sin embargo, ya se han encargado a lo largo del tiempo (lo ha habido desde el siglo XIX) poco a poco de ir minando y convirtiéndolo en lo que hoy es…
Al fin y al cabo ¿qué es eso de que el ciudadano tenga derechos? Ya dijo en su momento el director general de tráfico aquello de que «está bien que los particulares tengan garantías, pero hay que acabar con sus garantismos»… Y se quedó tan pancho. E incluso hubo quien le aplaudió y todo. Vivan las caenas…
El Derecho Administrativo es un derecho hecho a propósito para separar todo procedimiento administrativo de lo humano, para poner al Gran Administrador por encima del humilde administrado o ciudadano (teóricamente la divinidad, pero en la práctica el pringao) que tiene sus derechos perfectamente regulados y sus vías perfectamente marcadas, pero que lo único que recibe son impagos, arbitrariedades e injusticias, y luego un poquito de contencioso-administrativo para que el papeleo no tenga fin.
Menudo país que tenemos… cada día me da más asco, Miguel.