Hará un par de meses o así que oí hablar de incursiones de grupos de jabalíes en zonas urbanizadas de la Sierra de Guadarrama. Manadas compactas, hoplitas de la naturaleza en busca de alimentos que hasta un mendigo despreciaría. Esos espartanos y salvajes animales, con sus cerdas de cerdo duras y punzantes, auténticos mazacotes sobre cuatro patas robustas, capaces de correr a velocidad de vértigo en una huida o una embestida, penetraban el territorio humano y se paseaban por él ante la mirada atónita de viandantes a los que nada les hubiera sorprendido ver una urraca, un mirlo, un gorrión, un gato, o un perro, o si me apuran hasta un caballo o una vaca debidamente acompañados por otro humano. Pero ¿una manada de jabalíes? Sí, esos cerdos no debidamente domesticados, que escaparon de la selección artificial a la que sometió el hombre a sus colegas de granja, esos salvajes que no han aprendido a estarse quietecitos y listos para ser convertidos en un «aquí todo se aprovecha».
Habían estado en Collado Mediano y en Collado Villalba. En Navidad pasaron cuatro grandes jabalíes por delante de mi terraza en Alpedrete. Estaba oscuro, pero se veían sus rápidas sombras moviéndose entre las plantas. Uno de ellos echó una veloz carrera al ver salir a un hombre de un coche y casi embiste a otro que estaba cerca. ¿Qué hombres tan insensatos se acercaban a tan peligroso grupo de fieros cochinos? El responsable de jardines y mantenimientos de mi urbanización era el que salía del coche, el casi embestido era el vigilante, muy mal pagado para morir embestido por un jabalí.
En Rebelión en la Granja, el gran escritor inglés George Orwell nos cuenta cómo los animales se rebelan contra el hombre y lo expulsan de la que hasta entonces fue su morada y su explotación. Hace una metáfora del comunismo realmente acerada, y en ella sitúa a los cerdos en la cúspide del poder. Los cerdos resultan ser los más listos y los más perversos del grupo de los rebeldes, y terminan por ocupar el lugar del hombre en la explotación, siendo ellos los «explotadores» del resto de los animales. Entre las primeras leyes que promulgaron estaba la de «a cuatro patas sí, a dos no». Pero en una sucesión de cambios legislativos terminan por promulgar la ley de «a dos patas sí, a cuatro no», y empiezan a caminar bípedamente y a trabar relaciones de comercio con humanos de granjas vecinas.
No cabe imaginar una rebelión semejante, pero la entrada de jabalíes en la escena del plácido paseo de última hora de la tarde o primera de la noche (son merodeadores nocturnos), es una señal clara que nos envía la naturaleza, o, quizás mejor sería decir: el resto de la naturaleza. Los animales oportunistas y con hábitats cada vez más reducidos pueden acercarse a nosotros para buscar un sustento que ya no encuentran en su territorio. Emigrantes del «Edén», vienen al mundo hecho a nuestra imagen y semejanza para darle a cualquier momento de tranquilidad un poquito de picante, para hacerle dar al abotorgamiento un respingo, para despertar nuestros sentidos dormidos, para provocarnos un subidón de estrés natural, genuino, no debido a un jefe con mal genio (que no es que sea un genio).
Nos recuerdan que a pesar de nuestra calefacción, nuestros sistemas de saneamiento de aguas, nuestras ropas, nuestros cuadros, nuestras sinfonías, nuestros juegos literarios, nuestras democracias, nuestras muestras de solidaridad, nuestras supersticiones con el Gordo de la primitiva, nuestros enamoramientos etc etc etc…somos un depredador, y que tenemos que elegir entre dejar a la naturaleza en paz o, en consonancia con nuestro impulso, por otro lado natural, salir cada día a hacerla a nuestra imagen y semejanza, disponer del coraje necesario para admitir lo que somos y tratar de serlo de la mejor manera posible para la gestión de la transformación del medio.
Igual que por la asepsia de hospitales y drogas sedantes puestos entre la muerte y nosotros no vamos a evitar morir ni sufrir la muerte de nuestros seres queridos, por muy eficaces que los mataderos sean con sus cámaras de campo de concentración Nazi, haciendo el cotidiano holocausto de animales con gases, vamos a dejar de ser asesinos. Porque vivir es matar, y al final, en cualquier caso, la muerte le llega a todo bicho viviente, que lo ha sido a costa de una sucesión de otros seres previamente matados o muertos.
En El Señor de la Moscas, William Golding, otro autor inglés, nos habla de esto, en cierto modo, y de la naturaleza humana. Un grupo de niños sobrevive a un accidente aéreo y van a dar a una isla perdida en medio del océano. Abandonados a su suerte tratan de organizarse lo mejor que pueden para sobrevivir. Al principio conviven desordenadamente, pero luego tratan de montar algo así como una democracia en torno a una caracola. Quien la tiene en su mano tiene el turno de palabra en las reuniones. Hay rivalidad por el liderazgo entre dos niños, y dos propuestas distintas sobre cómo afrontar la situación en la isla. Uno de ellos pretende hacer una gran fogata en lo alto de la isla para atraer la atención de cualquier avión o barco que pasase cerca. Otro pretende dedicar los esfuerzos a la caza de los cerdos salvajes, de los jabalíes, que se mueven por entre los matojos de la isla. La disputa acaba mal, la frágil democracia queda destruida, y se forman dos grupos mutuamente hostiles, el de los cazadores y el de los que apuestan por el rescate. Por supuesto los cazadores se cobran sus piezas. Una de ellas es troceada en el mismo sitio en el que cae muerta y su cabeza se clava en una pica. Queda así, la cabeza del jabalí, con rostro inexpresivo, en lo alto de un palo, rodeada de moscas, bautizada por la imaginación de un niño que la observa alucinado como «el señor de las moscas». Después de la caza del cerdo comienza la caza del hombre, y los cazadores matan a algunos, antes de que llegue el tan ansiado rescate, al final de la obra, justo en el momento en que iban a dar caza al líder del otro grupo.
El tan anhelado por muchos «estado de naturaleza» se parecería bastante a lo que ese otro inglés, Thomas Hobbes, dijo al comenzar su Leviatán, o a lo que muestra Golding en El Señor de las Moscas. Formación de grupos que se diferencian por pequeñas cosas pero que acaban formando culturas distintas y mutuamente hostiles y «enfangados» en luchas de suma cero por el poder y los recursos.
Pero en fin, hagamos pues el sacrificio ritual en el altar de nuestras fiestas, sean estas Navideñas o de cualquier otro tipo que la convención o la cultura dispongan. Pongamos al Señor a salvo de las potencialmente patógenas moscas en su pica. Pero cuando disfrutemos del banquete sepamos que es un banquete de muerte, y que nuestras manos están ensangrentadas, y que nosotros también moriremos, y que en ese comer opíparo también están los caminos que aceleran nuestra propia muerte, ahora que los microorganismos patógenos parecen estar temporalmente contenidos con fármacos (y las moscas alejadas).
Las Navidades son en cierto modo una continuación de las Saturnales Romanas, en las que, por un día, el siervo cambiaba su papel con el amo. En aquella sociedad esclavista el hombre era esclavo del hombre, y eso a todos nos conmueve mucho, snif, que pena. En las Navidades de nuestro tiempo, otro año más consumadas (y consumidas) celebramos la venida al mundo de quién murió por todos los hombres en el sacrificio más horrendo que cabe imaginar, siendo crucificado. La sangre de Jesús se convirtió en el vino tinto que se consume en la cena de noche buena y la carne en,…..bueno, no en pan exactamente….por ejemplo en el cochinillo asado en cuya salsa untamos el pan. Una cría de cerdo, vaya. Nadie siente lástima por ese ser. No es humano, ni siquiera se aproxima. ¡Pero si era sólo un niño! ¿Qué niño? Para ser niño tendría que haber sido un humano, con un desarrollo cerebral, cognitivo y conductual humanos. Eso exige el antropocentrismo. Y el antropocentrismo es un dictado de la propia naturaleza, quien lo contraviene va contra sí mismo.
Cuando pones a un bebé boca abajo con el culo en pompa y le echas cremita parece igual que un cochinillo a punto de ser horneado con su manteca. Ciertamente se parecen mucho, y sus genomas y su desarrollo constatan que el parecido es razonable. No. No voy a hacer apología del vegetarianismo (una dieta apropiada requiere proteínas animales). Pero esos cochinos jabalíes que pasaron por delante de mi terraza me hicieron pensar en estas cosas, y creí que debía contárselas a los demás, para que pensaran también en ellas al llevarse el bocado a la boca.
Germánico… has escrito un articulazo. Pero me has chafado cualquier futuro gozo sentado frente a un cochinillo convenientemente horneado. «Es sólo un niño¡¡» pensaré. «No, porque no es humano» responderá por mí mi subconsciente antropocentrista. «Por qué coño me da en pensar en estas cosas» gruñiré por lo bajini. Y será tu culpa…
Bueno, piensa que Saturno, en cuyo honor se celebraban las Saturnales, se comía a sus hijos recién nacidos, y eso al menos te tranquilizará ante el cochinillo navideño. Es curioso, el devorado de bebés de Saturno (Cronos griego) representa el paso del tiempo. Las Saturnales supongo que serían una celebración de ese paso, una especie de fiesta de fin de año. El destino es morir o envejecer a costa de otros que mueren más jóvenes. Pero el tiempo es implacable con todos, a todos nos devora, pues todos somos hijos (apenas recién nacidos) del tiempo.
El horizonte es la frontera de todo misterio. Pero no estoy seguro de que esto hayan llegado a atisbarlo los cerdos que hincan sus hocicos en el lodo.
Vale, acepto la mayor. El buen salvaje soy yo, y bien cerdo. No estoy seguro de lo que puedo hacer con la buena nueva, pero sí estoy seguro de que no hemos llegado al punto de llenar Aranda de hornos para cerdos por ser solamente cerdos. Oteo un misterio escondido tras el horizonte.
La suerte que corren los cerdos no es tan buena. Pero si su sacrificio sirve para salvar mi vida, estoy dispuesto a asumirlo.
😉
Del cerdo se aprovecha todo, Catalina, hasta para la medicina. Su insulina fue usada durante muchos años para la diabetes.
Gracias por tu interés. Las cosas no han mejorado sustancialmente, pero cuando miro al futuro empiezo a ver la posibilidad de una isla (que me perdone Houellebecq por tomar su título).
Algo es algo. El cerdo también es símbolo de buena suerte 😉
Sí, hay superpoblación de jabalíes desde hace varios años. Y los cazadores están en peligro de extinción.
Dicen que el cerdo es el animal con el corazón más parecido al del hombre (y esto no es un fino sarcasmo). También son omnívoros. Extraño post; en cualquier caso, me alegra mucho volver a verte por aquí y espero que tus cosas hayan mejorado algo. Yo ando muy callada, pero ya enredaré cuando sea. Un abrazo.