Persiguiendo a Godot

Imaginen un Mandala: uno de esos bonitos dibujos realizados por monjes tibetanos con arenas coloreadas que con un simple soplo de viento dejan de constituir una unidad visual grata a nuestra mente para convertirse en polvo abigarrado que carece de un orden y de un posible significado que nuestro sentidos puedan percibir o nuestro cerebro crear espontáneamente.

El Mandala puede simbolizar muchas cosas para nosotros, mientras mantiene su forma, pero el mensaje que nos envía está en su fragilidad y en la sencillez con que pasa de ser una estructura en la que apreciamos patrones a un conjunto disperso de partículas que acaso puedan provocarnos un estornudo si estamos demasiado cerca de él en su disolución, pero no un patrón intuitivamente e inmediatamente comprensible.

La disolución del Mandala representa lo efímero de la materia y del orden. Es su expresión máxima.

El Coliseo y el Partenón y otras edificaciones construidas para la eternidad, por ejemplo, también nos trasmiten ese mensaje. Las cosas cambian, según su naturaleza lo hacen a distintas velocidades, pero esta naturaleza es movimiento, y el pasado queda como una ruina o una reliquia y el futuro nos llama a la puerta para que no acabemos convertidos en peleles, tentetiesos, jueguetes rotos y seres contrahechos y anquilosados. Y no me voy a poner  hablar de entropía, que de eso saben más otros que por aquí escriben y pasan que yo.

Tenemos que pasarnos los días construyendo Mandalas. Repitiendo en ocasiones el mismo Mandala una y otra vez, dura jornada tras dura jornada, para, al despertar al día siguiente, descubrir que nada queda del que con tanto esfuerzo esbozamos el día anterior.

Si uno echa la vista atrás, haciendo uso de ese proceso cognitivo denominado memoria, ve verdaderamente dentro de su mente imágenes borrosas. Las retoca cada vez que las saca a la luz de nuevos acontecimientos que han suscitado su emergencia. Con el tiempo el recuerdo es una historia que en gran medida es nuestra particular ficción.

Yo ahora he dejado atrás una larga etapa de mi vida, durante la cual he trabajado contabilizando en una empresa logística de cuyo nombre no logro acordarme. ¡Ay, del recuerdo!

En ella tenía ese grupo humano heterogéneo llamado compañeros, e interactuaba con cada uno de ellos en distinto grado según las funciones que tuviéramos respectivamente atribuidas. Sus caras, sus voces, sus caracteres físicos y sus comportamientos están en mi memoria, teñidos emocionalmente, unos negativa y otros positivamente, la mayoría de forma bastante ambigüa, para qué lo vamos a negar. Eran personas que, como yo, buscaban sobrevivir y estar bien, y lo hacían con los recursos y capacidades de los que les había dotado la selección natural, su ambiente y el azar (que nadie me mencione la voluntad y el esfuerzo, los considero incluidos en los anteriores).

Pero ese teñido también destiñe, pierde intensidad en su color emocional. Y al final recuerdo una serie de caricaturas irrelevantes, casi inidentificables. Y ¿Qué quieren que les diga? Me gusta. Me gusta olvidarles. Me gusta que hayan desaparecido de mi vida. No me interesan en absoluto. ¿Es que acaso éramos amigos? ¿En una empresa? Bueno, si, hay casos. Pero muchos de ellos apoyan su amistad, sin saberlo, en el puro interés. Tarde o temprano una situación o circunstancia adversa puede romper esa amistad con la misma facilidad que Alejandro cortó el nudo gordiano.

Yo mantenía una relación cordial con los compañeros. Quizás en ocasiones me excedí, siendo más sincero de lo que exigen las formas en un entorno que no es enteramente impersonal pero tampoco enteramente personal como es el laboral. Cometí errores. Pero creo que no muy graves, y si lo fueron acaso desde la perspectiva presente resultaran aciertos.

Algunos psicólogos aconsejan a quienes han sufrido un trauma que olviden, frente a esa corriente hasta hace poco muy extendida (y no sé cuanto ahora, la verdad, con el descrédito del psicoanálisis) que hurga en la herida una y otra vez, haciendo recordar, sacar nuevamente al escenario de la mente a los mismos actores, las mismas tragedias, los mismos miembros amputados y corazones partidos). Borrón y cuenta nueva. Lo que hay que hacer es olvidar. Olvidar e ignorar. Pasar de largo ante los pensamientos relacionados con lo que sucedió. Porque lo que sucedió, sepámoslo bien, fue que un Mandala que nos resultaba particularmente bello y esencial se disolvió por el paso de algún viento de cambio azaroso.

Mi salida de aquella empresa de cuyo nombre no quiero acordarme hace que olvide asimismo a los personajes del escenario, ahora convertida la obra en comedia. Una especie de comedia absurda como las de Samuel Beckett, que envuelve una tragedia cósmica, cómica. Esperando a Godot.

Y, en fin, es lo que te queda por hacer, por no hacer, nos susurra la desesperación, «esperar a Godot». Para Beckett debía de tratarse de la inutilidad y futilidad de todo esfuerzo por trascendernos. God-ot sería Dios. Y su espera un sinsentido. Según se mueven las manecillas en el reloj de mi vida pienso en todos esos animales hambrientos, sedientos y codiciosos de bienestar material y acaso lujos que me han rodeado, inquietos, astutos, en ocasiones malévolos, otras altruistas, en el pasado. Ese lastre cae por la borda mientras me elevo buscando aires más puros y horizontes más despejados, acaso  a Godot. Pues Godot me pide que salga a buscarle, no que me quede esperándole, y nos lo pide implícitamente a todos: ese es nuestro diseño. El pasado es pasado, y rememorarlo es PRESENTE.

Algún día presente se me aparecerá algún fantasma para hablarme de no se qué experiencia que tuvimos en común en no se lugar del espacio-tiempo. Si, esa cara me suena, y si la abofeteara probablemente me sonara más. ¿Debo seguir fingiendo que me importa qué fue de su vida? Si, soy una persona educada, lo que significa que aunque comprendo la necesidad de no mirar atrás para evitar convertirse en estatua de sal, no por ello he de ser descortés con quien se cruza en mi camino. Soy un animal social.

Lo que verdaderamente queda está en el inconsciente. Son procedimientos, estructuras mentales para afrontar situaciones dentro del marco de las organizaciones, en relaciones interpersonales, conceptos, modos de enfocar los problemas nuevos. He aprendido, y debo seguir aprendiendo. La búsqueda perpétua es nuestro único destino. No hay otro. Quien se detiene a esperar está muerto. Por eso debemos decir adiós al pasado, y gritarle a  Godot que salimos en su busca, sea en el cielo o en la tierra.

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Germanico
Germanico

No hay aprendizaje sin error, ni tampoco acierto sin duda. En éste, nuestro mundo, hemos dado por sentadas demasiadas cosas. Y así nos va. Las ideologías y los eslóganes fáciles, los prejuicios y jucios sumarios, los procesos kafkianos al presunto disidente de las fes de moda, los ostracismos a quién sostenga un “pero” de duda razonable a cualquier aseveración generalmente aprobada (que no indudablemente probada), convierten el mundo en el que vivimos en un santuario para la pereza cognitiva y en un infierno para todos, pero especialmente para los que tratan de comprender cabalmente que es lo que realmente está sucediendo -nos está sucediendo.

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7 comentarios

    • Godot, siempre Godot en el horizonte, amigo Arturito. Aunque al final no haya nada. Gracias.

  1. Me ha gustado mucho tu reflexión. Personalmente, considero que el pasado hay que asumirlo tal cual fue, sin regodearse en el sufrimiento, pero tampoco renegar de él. Es difícil compartir esa máxima nietzscheana en virtud de la cual deberíamos afirmar que estamos encantados con nuestro pasado, que lo volveríamos a vivir una y mil veces más si se pone a huevo. El olvido no es un acto voluntario, si no un mecanismo de defensa que actua por si solo. En cuanto a los compañeros de trabajo, en fin… qué quieres que te diga si lo has expuesto magistralmente. Un fuerte abrazo. Aunque no te comente, te sigo siempre que puedo y sé lo que estás viviendo. Ánimo

  2. ¿¿Matarlo??!! ¡¡¡Perso si perseguirle es lo que da sentido a lo que, de otra forma sería un vagar sin rumbo!!!. Para alguien consecuente el destino subsiguiente sería quitarse la vida.

  3. Sí, es labor de toda una vida – o de varias-, llegar a empaparse de que no hay cambio sin destrucción, ni tampoco creación. Es justo lo contrario del famoso apotegma: La materia – la vida, todas las cosas-  se destruye y se crea, esto es, se transforma.
    Pero esto hay que saberlo con las tripas, cuando eso significa y pone en juego el fondo, esto es, el fracaso total de la propia vida. Mientras uno no está dentro de aquello que aprende y vive, sólo hay eso, «conocimientos», puros objetos, hacer la batalla de Stalingrado con muñecos en el salón de casa.Lograr mirar desde fuera, estar a salvo, nadar y guardar la ropa, escamotear el propio cuerpo, eso que llaman «objetividad». (Ja!)
    A Godot, efectivamente, no hay que esperarle. Hay que darle caza y matarlo.

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