Decía Orson Scott Card que solo aprendemos de nuestro adversario y por tanto para mi es difícil, tras seis años de permanente discusión económica (que abarcan desde la epistemología y el papel de las matemáticas en economía, hasta detalles técnicos sobre la operativa bancaria) distinguir las aportaciones objetivas de Juan Ramón Rallo a la teoría económica, de sus aportaciones a mi propia comprensión de la economía. Así que en vez de contaros que ha descubierto Rallo, os voy a resumir en esta introducción lo que yo he aprendido con y de él.
En cuanto a la descripción del proceso económico real (porque ningún economista monetario puede ser solo un economista monetario), gracias a Rallo me he visto obligado a mirar de cerca al famoso fondo homogéneo de capital K de la economía neoclásica, para descubrir que dicho capital es por una parte el derecho a percibir la renta de una actividad económica y por otra parte los bienes que hacen posible la generación de dicha renta. Todo bastante obvio ¿no? Pues no está en el Romer…
En cuanto a la economía monetaria, Rallo representa a día de hoy el punto intermedio entre los defensores de la banca libre (Selguin y White) y los cuantitavistas (Jesús Huerta de Soto) que consideran que toda emisión de dinero o sustitutos del dinero genera inflación. Para lograr esta síntesis, Juan Ramón ha sustituido el concepto de banca de «reserva fraccionaria» por el de «descalce de plazos» como el punto central en el análisis de los efectos inflacionarios (y sobre la economía real) de las actividades bancarias.
Desde estos dos puntos fundamentales (una teoria descriptiva correcta del capital y una reformulación clarificadora de la economía monetaria), Rallo nos ha ofrecido la mejor versión que conozco de la teoria austríaca del Ciclo. Mantener la coherencia analítica en más de 100 hojas de argumentos lógicos, algunos de ellos con contenido cuantitativo, sin la ayuda de la modelización matemática es (en mi opinión) superior a la capacidad humana, y por tanto los argumentos de Rallo (en su tesis doctoral de próxima publicación) aún partiendo de las bases correctas llegan en ocasiones a conclusiones menos sólidas que las premisas de las que parten. En todo caso, su obra es enormemente instructiva y clarificadora, para todo economista, con independencia de su escuela de pensamiento.
Y solo está empezando.
Los ciclos económicos –períodos recurrentes de malas inversiones generalizadas– tienen una causa común en el capitalismo: la progresiva iliquidez de los agentes económicos y en especial del sistema bancario. Dado que los tipos de interés a largo plazo son superiores a los tipos de interés a corto, hay fuertes incentivos para que los agentes se endeuden a corto y presten a largo. De este modo, sus obligaciones van venciendo cada vez antes y sus activos cada vez más tarde. Se trata de una práctica por la que los intermediarios financieros falsean la cantidad de ahorro real de la que dispone la economía para invertir a largo plazo. Se les está diciendo a los empresarios que «pueden emplear como gusten estos factores productivos durante cinco años», cuando en realidad los ahorradores no les han prestado a los intermediarios sus fondos durante tanto tiempo, es decir, no están dispuestos a esperar cinco años para hacer uso de esos escasos recursos que los bancos les han cedido a los empresarios o para que los empresarios les proporcionen los productos que están fabricando.
Al final, los ahorradores hacen prevalecer su soberanía al demandar el control de bienes presentes, de modo que todos aquellos proyectos empresariales con un vencimiento más a largo plazo tienen que liquidarse anticipadamente.
Lo cierto es que este proceso puede desarrollarse en cualquier tipo de mercado, desde los más libres (o absolutamente libres) a los relativamente intervenidos (en el socialismo no hay crisis porque no hay cambio ni corrección espontánea de los errores empresariales que encarna el ciclo); la cuestión es por qué en esta y otras ocasiones se ha prolongado tanto el ciclo de expansión del crédito y de las malas inversiones.
Y aquí hay que responsabilizar con claridad al marco institucional. Por un lado, los bancos centrales se han convertido en monopolios de la emisión del dinero que actúa como curso legal para saldar las deudas, de modo que pueden refinanciar a tipos de interés absurdamente bajos las posiciones ilíquidas de los bancos, que a su vez pueden seguir extendiendo crédito a los empresarios para que durante un tiempo no tengan que liquidar sus inversiones y renunciar al control de unos bienes presentes que debería pasar a manos de los ahorradores. Por otro, existe todo un entramado de regulaciones por las que el Estado protege de sus riesgos a bancos y demás compañías financieras (precisamente por la frágil situación en la que se encuentran cuando el banco central prolonga su iliquidez), de modo que las incentiva a asumir riesgos mucho mayores que aquellos a los que estarían dispuestos sus acreedores y accionistas sin la red de protección.
Realmente, más que problemas inducidos por la moneda son problemas inducidos por el crédito. El crédito es una herramienta muy poderosa porque facilita la coordinación intertemporal de los agentes, pero por eso mismo también puede ser abusado con facilidad. La manera de combatir los abusos del crédito desde siempre ha sido obligar a que estos se paguen (se liquiden). Si el deudor empieza a gastar alocadamente a crédito, llegará un momento en que no podrá conseguir la suficiente cantidad de dinero como para amortizar sus deudas y en ese momento los abusos de crédito comenzarán a purgarse. El problema es que si tenemos un sistema financiero capaz de crear de manera muy elástica el crédito, en lugar de liquidar las malas deudas lo que hacemos es refinanciarlas permanentemente hasta que las distorsiones en la economía son tan grandes que ésta colapsa. Cuando tenemos algún tipo de patrón metálico, sin embargo, la elasticidad del crédito no puede ser muy grande, pues cuanto más crédito se crea más difícil les va resultado a las entidades financieras seguir extendiéndolo; pero hoy no tenemos ese patrón metálico, sino que la base del propio sistema es la misma deuda. Es decir, creamos más dinero cuanto más endeudados estamos, lo cual provoca que la expansión crediticia sólo se detenga cuando lo hace la demanda de crédito y esta a su vez sólo se paraliza cuando la economía ya no da más de sí con las distorsiones acumuladas.
El dinero es perfectamente desnacionalizable. El patrón oro en cierto modo era un patrón monetario internacional independiente de la política monetaria nacional y nacionalista. Hoy ese criterio se ha abandonado y tenemos una bacanal de tipos de cambio flexibles que no son más que una manera de defraudar a los acreedores internacionales y, por tanto, de aislarse de la división internacional del trabajo. Un peligroso disparate al que algunos incluso quieren regresar dentro de la Unión Monetaria Europea; por fortuna, de momento el euro fuerza una cierta disciplina entre nuestros indisciplinados gobiernos.
Por supuesto las categorías y la metodología de la contabilidad nacional difiere en numerosos aspectos de las de la contabilidad privada, que tampoco deberíamos considerarla como un todo homogéneo con independencia del sector y del país que estemos tratando. Sin embargo, los principios contables básicos son idénticos: cuanto más a largo plazo invirtamos, más ilíquido se vuelve nuestro activo; cuanto más a corto plazo estemos endeudados, más ilíquido se vuelve nuestro pasivo. Ningún sujeto, tampoco el gobierno, es capaz de mantener indefinidamente una degradación persistente de la liquidez de su activo y de su pasivo. El resultado final es siempre el mismo: un default deflacionista o inflacionista de las obligaciones.
La aportación novedosa de la Escuela Austriaca a este respecto no es tanto señalar un resultado que los contables conocen desde hace siglos –mantén un mínimo fondo de maniobra si no quieres caer en una suspensión de pagos– sino demostrar como la degradación de la liquidez del pasivo (asumir deudas a corto plazo) va de la mano con la del activo (invertir en activos a largo plazo) y todo ello distorsiona de manera insostenible la estructura productiva (hipertrofiando las etapas productivas más alejadas del consumo a costa de las más cercanas) hasta que inevitablemente debe reestructurarse por sus contradicciones internas (lo que Hayek llamó el Efecto Ricardo).
Todos los agentes son susceptibles de degradar su liquidez –ya sean familias, empresas, bancos o el Estado– y todos ellos contribuyen a generar el ciclo, si bien la voz cantante de la oferta de crédito la llevan los bancos y la de la demanda los otros tres agentes citados.
No hay un período de 20 años en los últimos dos siglos en los que la bolsa haya perdido valor. Por tanto sí, a largo plazo es una inversión tremendamente segura, más que la renta fija ya sea en momentos de inflación o de deflación. Jeremy Siegel calculó que la rentabilidad media anual del S&P 500 entre 1927 y el año 2000 fue del 7% en términos reales; es decir, un período muy largo de un índice muy representativo muestra que, aun con una gran depresión, una guerra mundial, un crecimiento desproporcionado del intervencionismo estatal y casi una quiebra del sistema monetario internacional, la media anual de revaloración bursátil es elevadísima. Invirtiendo 2.000 euros anuales durante 40 años a una media del 7% obtendríamos un patrimonio final de 400.000 euros: es decir, habríamos multiplicado nuestro capital aportado (80.000 euros) por 5. El 7% anual sobre 400.000 euros permitiría sufragar una pensión mensual media de unos 2.300 euros. Es decir, con apenas un ahorro de 2.000 euros anuales (menos de la mitad que lo que pagamos ahora de media a la Seguridad Social para obtener pensiones misérrimas) obtenemos al cabo de 40 años una pensión mensual de 2.300 euros más un patrimonio de 400.000.
Mucha gente se queja de que rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras, adagio que sostengo para empresas individuales. Pero para el conjunto del mercado y a largo plazo es difícil estar de acuerdo con esa afirmación. Nuestras economías pueden crecer –libertadas de la carga del intervencionismo estatal– perfectamente a una media del 2%-3% anual y de lo que estamos hablando es de cuánto se revalorizan cada año una selección de las empresas punteras de ese país (los índices bursátiles). No es descabellado pensar en que estas empresas se expandan como media un 7% anual en términos reales, máxime si tenemos en cuenta que la capitalización de todo el brutal ahorro que ahora se pierde por los sumideros del sistema de reparto nos permitiría incrementar notablemente nuestra riqueza y nuestras posibilidades de crecimiento.
Una cosa es que me gustaría que el Estado no tuviera ningún papel y otra que crea que hoy, aquí y ahora, puede no tenerlo. Soy un libertario bastante gradualista, tal vez porque atribuyo más importancia a Hayek que la mayoría de rothbardianos; aunque reconozco que tampoco deberíamos caer en una absoluta complacencia con el statu quo. Puede, por ejemplo, que la defensa no sea hoy privatizable por completo, pero sí podría serlo sin duda el Estado de Bienestar, aunque para ello haya que dar la batalla teórica.
Si la pregunta es, en cambio, si desde un punto de vista económico el Estado es imprescindible para generar un marco normativo y de defensa, mi respuesta tentativa sería que no. Veo problemas serios para su privatización, pero ninguno insalvable ni mucho menos. Probablemente el caso más complejo sea el de la defensa, por la persistencia del concepto de «defensa nacional», que predetermina el resultado concreto que se le exige a una empresa privada. Aún así reconozco que hay que investigar mucho más sobre estas líneas. Como dice Peter Boettke, el anarquismo hoy más que un proyecto político sigue siendo un proyecto de investigación, del que de momento, por cierto, se están extrayendo frutos muy interesantes.
Desde un punto de vista económico la pregunta no es del todo pertinente, porque para responderla es necesario dar el salto a la ética o incluso a la ciencia jurídica. La economía es una ciencia libre de valoraciones morales, y en este sentido lo único que podemos plantearnos es si un determinado medio es económicamente eficiente para alcanzar un cierto fin. Aun así, si asumimos, como es razonable, que el fin de un orden social extenso es incrementar de manera sostenida la prosperidad de todos sus miembros minimizando los conflictos internos y externos, sí podemos plantearnos qué sistema normativo –que concepto de justicia– es el más eficiente para lograr esos objetivos. Y aquí podemos decir que se tratará de un sistema normativo que pivote sobre la propiedad privada individual o comunitaria (dependiendo del área económica a gestionar), pues será éste el que permita una mayor coordinación entre las decisiones empresariales de sus miembros. De este modo, grosso modo justicia y eficiencia irían de la mano: lo justo (la propiedad privada) ofrecería resultados eficientes (minimización de conflictos y maximización de la prosperidad), por mucho que a la hora de la verdad los roces y las fricciones entre individuos y entre sistemas subsistan.
Frente a esta visión se encuentra otra que está ganando bastantes adeptos dentro de la izquierda en la actualidad que sostiene que la justicia social redistributiva va de la mano de la eficiencia o prosperidad para todos (el conocido caso de The Spirit Level). Esta teoría, sustentada sobre correlaciones de datos bastante amañadas, podría y debería refutarse con relativa facilidad empleando a Hayek y su crítica del concepto de justicia social y a Mises y su análisis del intervencionismo. Lástima que no haya muchos austriacos trabajando ahora mismo en ese importante frente, pues se trata de un cóctel indudablemente peligroso para una sociedad libre –en la medida en que exalta el dirigismo estatal sobre los intercambios voluntarios– que ataca con claridad ese concepto de justicia clásica (suum cuique) que nos permite alcanzar resultados dinámicamente eficientes dentro de la sociedad y que, como digo, no resultaría demasiado complejo de criticar.
Ahora mismo estoy concluyendo mi tesis doctoral donde reformulo varios aspectos de la teoría austriaca del dinero, del crédito y de los ciclos económicos para posteriormente aplicarla al análisis de la crisis actual. Me ha supuesto un enorme trabajo pero estoy razonablemente satisfecho con el resultado.
Creo que por una obvia y necesaria evolución de mis intereses –en línea con otros economistas austriacos– mi siguiente campo de estudio, una vez empiece a leer menos de cuestiones monetarias, debería ser el análisis del socialismo de nuestros días, esto es, del intervencionismo estatal y el Estado de Bienestar. Pero veremos llegado el momento en qué centro mis investigaciones. Otros campos apasionantes y donde queda mucho por hacer es la teoría de la competencia y el monopolio o una historia real sobre la Gran Depresión que desmonte casi todos los mitos que aún hoy pesan sobre ella (el papel del patrón oro, las bondades de los planes keynesianos y de FDR, la existencia de un absoluto laissez-faire liquidacionista con Hoover, lo determinante de la II Guerra Mundial para salir de la crisis…).