Nadie nace liberal. Nacemos, de hecho, dependientes. Nuestros primeros impulsos son los de agarrar y succionar. Los padres, en especial la madre, nos proveen de todo aquello que necesitamos mientras nos protegen de un entorno potencialmente hostil para enfrentarnos al cual todavía no estamos preparados.
En el remoto pasado dicho medio social estaba formado por un reducido número de personas con las que, por lo general, teníamos sólidos lazos genéticos.
Durante millones de años, como homínidos, y un par de cientos de miles como humanos anatómicamente modernos, hemos ido sufriendo cambios en nuestro cerebro, tanto en el tamaño como en sus conexiones, que han servido de base para el desarrollo de nuevas facultades tales como el lenguaje o el pensamiento simbólico, bien conocidas, y otras más sutiles para el trato social de las que ni siquiera somos conscientes. Prueba de la existencia de estas últimas es la rapidez y efectividad con la que evaluamos situaciones y circunstancias sociales frente a nuestra evidente torpeza manejando conceptos abstractos, que nos obliga a reconsiderar muchas de nuestras preconcepciones durante un largo aprendizaje.
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La imagen que acompaña este post la vi por vez primera en el blog vecino Liberalismo Online. Friedrich Hayek fue sin duda un brillante economista y un gran defensor de la libertad de mercado. Pero decir que era un economista y un liberal, a secas, es dejar de lado en la valoración que de él se hace su importante faceta como pensador evolucionista. Llevadas a sus últimas consecuencias, como él las lleva, las ideas evolucionistas tiran abajo el castillo de naipes del constructivismo, el racionalismo ingenuo y la candidez buenista, e iluminan la realidad como lo que es: algo complejo, dinámico, sin ningún centro ni dirección, sobre lo que sólo podemos hacer tímidas tentativas, ensayar y errar.