Uno de los mitos de los estatistas es la presunta gratuidad de los serviciosdel Estado.
El estado controla dos servicios fundamentales: la educación y la sanidad. Evidentemente estos servicios cuestan dinero. En concreto entre estos dos servicios el estado se gasta más de 100.000 M€ ,el 10% del PIB de España.
Hay quien dice que los gastos del Estado son improductivos. No puede decirse eso en estos dos casos. Proporcionar servicios sanitarios y educación sí son gastos productivos. Pero en cualquier caso lo que no son es gratuitos. Los españoles debemos aportar esos 100.000 M€ en impuestos.
Los estatistas quieren hacernos creer que sin el Estado esos 100.000 M€ simplemente desaparecerían o quedarían en manos de los ricos mientras que el resto de la sociedad no podría disponer de unos servicios sanitarios y educativos decentes.
La realidad es que ese dinero ha salido de la mayor productividad de los trabajadores y de los mayores beneficios de las empresas, debidos a su vez a las mayores inversiones y a la eficiencia del sistema de libre mercado en dirigirlas. El único papel del Estado ha sido apropiarse de esa creciente riqueza. No hay Estados del bienestar en países pobres. No se crea riqueza poniendo impuestos. Los bienes y servicios que compran con sus sueldos profesores y médicos del sector público son producidos por empresas privadas en un sistema de libre mercado.
Los Estados del Bienestar se han ido edificando con una creciente presión fiscal que ha ido transfiriendo la riqueza de las personas y las empresas al Estado.
Sin embargo la sensación que tiene la gente es que, mientras que el sistema de libre mercado no puede satisfacer sus necesidades de ciertos servicios, el Estado mediante su intervención sí puede.
Pero lo que ocurre es que es imposible que el mercado satisfaga esas necesidades de sanidad y educación por dos razones: el estado se apropia de los recursos que podrían dedicarse a esos sectores y por otro difícilmente las empresas privadas se van a meter en sectores donde tendrían que hacer frente a la competencia del Estado que obliga a la gente a “comprar” sus servicios. A pesar de eso la gestión del Estado es tan desastrosa que ni siquiera en esas privilegiadas condiciones ha sido capaz de eliminar a la iniciativa privada.
¿Por qué los estatistas se oponen ferozmente al cheque escolar? Porque no quieren competencia. Un sistema de cheques escolares o sanitarios pondría al Estado en competencia con la iniciativa privada en igualdad de condiciones. Apelan al argumento que con un sistema de cheques los más ricos podrían completar con su dinero una educación o sanidad mejor, pero eso no impide que los ricos acudan a sistemas privados, ni siquiera que las clases medias contraten seguros médicos privados o lleven a sus hijos a colegios «concertados».
Pero si el Estado no se hubiese apropiado de esa riqueza ¿Qué hubiese ocurrido? El argumento, aun más burdo, de los estatistas es que toda esa riqueza hubiese quedado en manos de los ricos. No hay que ser un genio para darse cuenta de que en un sistema de libre mercado eso sería imposible.
Más productividad, en un sistema de libre mercado, significa mayores beneficios para los empresarios pero también mayor competencia y a la larga precios más bajos o salarios más altos (veremos más adelante en detalle este punto que es uno de los clásicos de la mentiras estatistas )
Hemos visto que los servicios público ni son gratis ni tampoco son pagados por los ricos gracias al Estado.
Todos pagamos impuestos de una manera u otra. La cuestión es desenredar la madeja, saber quién paga y quien recibe, quien se beneficia y quien sale perjudicado. El Estado introduce toda una serie de ineficiencias y sobre todo de información errónea que a la larga perjudica a (casi) todo el mundo, pero especialmente a los más pobres.
La próxima semana veremos como bajo la promesa de servicios sanitarios y de educación “universales y gratuitos” el Estado nos ofrece unos servicios caros y de mala calidad y que además perjudican a los más pobres.
Saludos amigos.
N.e: también publicado en Una, Rica y Liberal
Narmer, es una idea que ya hemos barajado si mi memoria no me engaña. Yo lo solucionaría convirtiendo a todos los trabajadores de empresas privadas en autónomos a todos los efectos. Eliminaría a la empresa como intermediario con el estado obligando que cada palo aguante su vela y tenga que saber a la fuerza todo lo que implica su relación con la hacienda pública.
Eso también convertiría a todos en empresarios, por lo que la legislación laboral leonina que sufrimos quedaría automáticamente abolida (desaparecería la distinción de castas que tenemos que nos califica como patrones o empleados) y la flexibilidad contractual sería total…
Si durante un minuto yo tuviera el poder para imponer una nueva ley, siempre he pensado que sería ésta: prohibir las retenciones de los sueldos de los asalariados.
Me gustaría que todo el mundo, cuando llega el veranito, tuviera que ver cómo mengua su cuenta corriente con los impuestos que debe pagar a hacienda. Y además eso pondría fin de las «devoluciones», que muchos incluso lo sienten como si el estado les estuviera dando una extra de vacaciones. Yo sueño con que un día, cada contribuyente sin excepción, tenga que SUFRIR la pérdida de su dinero directamente. De su bolsillo. Sólo eso.
A lo mejor me equivoco, pero me gusta imaginar que sería una auténtica revolución social: el fin, en el imaginario colectivo, del «gratis total». Y el comienzo de un nuevo ciudadano español: el ciudadano responsable al que le preocupa lo que se hace con el dinero de los impuestos.
Si, ya se, pero soñar no cuesta nada…
Partiendo de una premisa correcta o no, si aplicamos un proceso de toma de decisiones defectuoso, el resultado podrá ser correcto en un porcentaje de ocasiones por pequeño que este sea.
Partiendo de una premisa incorrecta, aplicando un proceso de toma de decisiones perfecto, el resultado será incorrecto siempre.
Partiendo de una premisa correcta, aplicando un proceso de toma de decisiones perfecto, el resultado será correcto sólo y exclusivamente para con la premisa utilizada, no teniendo que serlo para todas las demás variables involucradas.
El problema del socialismo en particular y del estatismo en general es que la inmensa mayoría de las veces se mueve en el segundo supuesto. Y algunas veces, pocas, en el primero o tercero.
Por ello la argumentación empleada en el artículo, siendo exacta y cierta, es inútil para blandirla ante un progre, porque él no llega a ese nivel de análisis al entrar los costes en las premisas, no en el desarrollo.
El socialismo parte de premisas falsas como el sistema económico de suma cero, o de la acumulación de derechos sin exigencia de obligaciones (pues el débil no puede asumirlas y el estado está para proteger al débil), o de que el estado no puede quebrar, o de que el dinero vale lo que determine el poder establecido, o de que el fuerte siempre optará en libertad por aplastar al débil…
La razón es nuestra aliada, pero no es el campo de batalla. Hemos de darnos cuenta de que la guerra es dialéctica ante todo y de normalización en segunda instancia.
El socialismo funciona proyectando una realidad deseable para luego imponerla sin mirar costes ni efectos secundarios, porque es lo correcto y es lo que hay que hacer. Ahí entra la tan nociva ingeniería social que si las gentes de bien comprendieran lo degradante que es poco deberían tardar en revelarse contra sus pérfidas acciones…
Es este el esquema que debemos atacar. Y ahí no entran costes, sino la bondad supuesta del esquema propuesto.
En cuanto a la sanidad y la educación son prototipos típicos de derechos que ha de proveer el estado. Primero por la naturaleza de derechos que tienen. Y segundo porque se supone incorrecto lucrarse a costa de un derecho (esto viene del sistema de suma cero, pues si uno gana tiene que ser a costa de que otro pierda).
Una manera de romperles este esquema es proponer situaciones límites que demuestran la inviabilidad del sistema.
Personalmente me gusta escandalizarlos (con algo que no debiera escandalizar a nadie) indicando que, por ejemplo, el coste de salvar una vida por fuerza tiene un límite económico. Entonces saltan indignados porque poner precio a una vida es inmoral. Entra entonces en juego el ejemplo de nuevos medicamentos como fue en su día el interferón, que sólo estaba disponible para quien lo pagara a unos precios astronómicos. Cuando se les da a elegir entre financiar un tratamiento único para salvar una vida valorado en cientos de millones y pagar el sueldo a los funcionarios de una ciudad (aquí vale cualquier gasto alternativo, también puede ser mantener un hospital para niños huérfanos con SIDA), ya eso de que la vida no tiene precio no les cuadra. En ese momento, incluso si se quejan de que es un caso extremo, ante la innegable necesidad de trazar una línea límite, es cuestión de pedirles que sean ellos quienes la tracen. Nunca lo hacen, optan normalmente por cambiar de tema ante lo que yo acabo proponiendo que sea el mercado quien trace la línea aprovechando la zozobra progre por el golpe sufrido.
Un episodio así, que debería ser una victoria aplastante de la razón, no deja de ser una pequeña mella en la construcción ideológica en la que la mayoría de la población ha sido adoctrinada. Es cuestión de ir dando golpe tras golpe con sus normas y en su campo para que, de entrada, dejen de defender ciertas cosas en público. Y con el tiempo y algo de suerte, tal vez, sea un aliciente para que empiecen a pensar por sí mismos fuera del corral de la corrección política.
Cuando hablen de subsidio para el desempleo, corrijámosles e indiquemos que es quitarle dinero a los que trabajan para que otros vivan sin trabajar. Y que no tiene nada de malo que el que se quede sin trabajo y no haya ahorrado las pase canutas, que eso es hasta bueno.
Cuando hablen de subvenciones para ayudar a lo que sea, hagámosles ver que eso es quitarle por la fuerza dinero a unos para que ganen esos de «lo que sea», que eso no es justicia social sino robar con todas las letras.
Ataquemos las premisas y dejemos que saquen conclusiones. Entrar en números no está en su idioma. Eso sí, es cuestión de tiempo el lograr que nuestro discurso se normalice como para que no se escandalicen y cierren ojos y oídos al verse ante él.
Y si somos capaces de ponernos de acuerdo para llenar de contenido palabras como democracia y libertad ganaremos una munición impagable… 🙂
Cierto. Como el resto del artículo.
Sin embargo, a pesar de la claridad de la exposición, es muy difícil hacer llegar estas simples ideas al grueso de la sociedad.
¿Será por la dificultad intrínseca del mensaje frente a la fácil demagogia del «LopagaelEstao»? ¿O quizá hay algo más?