Los Juegos Olímpicos fueron originalmente un fenómeno griego. Los siempre desunidos pueblos que habitaron la península griega se (re)unían periódicamente para competir armoniosamente. Por una vez la competición no era cruenta, y seguía las reglas no escritas del juego. La fuerza, la velocidad y la belleza de los torsos masculinos desnudos (que entonces gustaban mucho) se exhibían en la gran celebración de la ciudad de Olimpia, en el Peloponeso.
En el monte Olimpo se hallaba la morada de los dioses. Es de suponer que los dioses, desde las alturas de ese monte, a larga distancia de la ciudad del mismo nombre, mirasen complacidos el espectáculo de esos pequeños mortales esforzándose denodadamente por ser los primeros en sus respectivas especialidades atléticas. Motivo de risa quizás sería la fútil aspiración de tan insignificantes pedazos de materia por inmortalizarse con sus éxitos deportivos.
Hoy los políticos, además de los deportistas, tratan de inmortalizar su nombre con las Olimpiadas. Si bien su hazaña no es ni deporte ni fruto de un juego en el que impere la deportividad. También debemos a los griegos el término política. Deriva de Polis, que es ciudad, en griego. Los asuntos de la ciudad, entonces, y del mundo, ahora, son por definición asuntos políticos y de políticos. Al abrazar el mundo entero, los políticos aspiran a salir de sus pequeñas parcelitas de mundanal poder y elevarse con ello a las alturas de lo universal y lo eterno, de sufrir una apoteosis digna de sus exorbitadas aspiraciones. Los Juegos Olímpicos son un fenómeno social y cultural de una gran trascendencia –dentro de los limites que la naturaleza impone a tan frágiles e insignificantes pedazos de materia con forma y mente humanas. Son universales porque (re)únen a todos los pueblos del mundo, por muy desunidos que estos estén en la práctica y en la vida diaria.
Conseguir que ese fenómeno global se celebre aquí, sea este aquí dónde sea, es una de las nobles aspiraciones de tan innobles dignatarios, que quieren las imágenes para la eternidad, el espectáculo y la grandeza de unos Juegos. Cuando el Pan no es el principal problema el Circo se convierte en el mayor reclamo para cualquier demagogo que se precie.
Luego ondean las simbólicas banderas en ordenados desfiles, se encienden antorchas gigantes, se tiran globos multicolores y blancas palomas al aire, se canta al ser humano y a la fraternidad de los pueblos, y….hasta los próximos Juegos.
Los medios y los políticos, hoy lamentables aliados, llevan unos cuantos días machacando con la puñetera candidatura de Madrid. Esos insignificantes humanos que ostentan el poder juegan un juego perverso que no es el olímpico, pero pretende serlo. Quieren ascender por las escarpadas laderas del Monte Olimpo hacia la gloria inmortal y el poder supremo. Y en su camino ascendente pasan olímpicamente de todo lo demás. Por ejemplo, los ciudadanos.
Pues ya sabes eso de «una buena bofetada a tiempo». Claro que en este caso pondremos la otra mejilla…o, dicho de otra forma, los políticos pondrán la mejilla del otro. Y nadie aprenderá nada.
No lo siento por Gallardón pero es una bofetada al país. Y patético Obama haciéndose el negrito humilde y saliendo escopetado después. Quienes manejan a ese hombre-anuncio pretenden sacarle partido incluso en las derrotas…
Habia una buena razon para dear que ganara Madrid. Darles en le complejo de superioridad a los nazional-catalanistas.
Lo íbamos a pagar caro, Hurssel, pero algún dios del panteón se ha apiadado de nosotros y ha condenado a Río.
Hombre, Germánico, pasan del ciudadano relativamente, porque de alguna cartera habrá que sacar la pasta para que Albertito, por ejemplo, pueda regalar esos jamonacos que ha repartido en copenhague.
Ya sabes, «Hola, everyone. Be payer, my friend»