Es en el lóbulo frontal, llamado por Goldberg órgano de la civilización, donde reside, parece ser, la capacidad de toma de decisiones típicamente humana. Es particularmente importante la corteza orbitofrontal. Antonio Damasio estudió a personas con daños en ese lugar del cerebro que revelaron ser perfectamente incapaces de tomar una decisión sensata, y menos aún de proyectarse en el futuro, de pensar en las consecuencias de diversos cursos de acción como algo igualmente diverso, con ganancias y pérdidas. Podían apostar a caballo perdedor una y otra vez sin ni siquiera inmutarse. En cierto sentido les daba igual todo. Pros y contras no existían. No había nada que sopesar, nada, en realidad, que valorar. Las emociones estaban atrofiadas y la razón se revelaba inútil.
La neuroeconomía es una nueva área de estudio que trata de comprender la toma de decisiones. Al entrar en este terreno entramos en los de la libertad y la moral. Tomar decisiones es elegir entre un conjunto de opciones, para lo cual todo aquello que restrinja o amplíe las mismas es de enorme relevancia. Uno es tanto más libre cuanto menos limitaciones (externas e internas) tenga a la hora de tomar sus decisiones. El entorno cultural, legal, institucional, político, económico y social que rodea y sirve de contexto al decisor, así como las capacidades e impulsos que este tenga, innatos o adquiridos, hacen las decisiones más o menos responsables. Son más responsables las decisiones de quien no está apenas limitado por nada, y menos aquellas a las que uno se ve, digamos, abocado, sea por una irresistible tendencia natural sea por los dictados incontestables de algún sistema represor.
El bien y el mal son patrimonio de los agentes, de los que actúan con libertad, no limitados en demasía ni por apetitos irrefrenables ni por una autoridad incontestable. Ellos son los únicos que pueden y deben elegir. Se considera, con acierto, que es la madurez cuando uno alcanza la plenitud de sus capacidades cognitivas y emocionales para elegir su propio destino. Por supuesto no hay una edad exacta en la que se alcance, ni siquiera por término medio, pero los estudios del cerebro apuntan al término del desarrollo del lóbulo frontal como el momento en el que el ser humano es ya un adulto pleno, y esto es algo que sucede a lo largo de la segunda década de la vida. En el lóbulo frontal, al final de su desarrollo, funcionan ya a pleno rendimiento los mecanismos que permiten modular y, llegado el caso inhibir los impulsos que vienen desde el cerebro emocional. Uno tiene una mayor capacidad de contención, de demorar la gratificación.
En cierto sentido los niños y los adolescentes son seres inmaduros. Pueden articular un discurso más o menos coherente –normalmente más coherente con la edad- pero tienen notables carencias en su capacidad de juzgar sobre lo que es bueno y malo para sí mismos y para los demás, así como de elegir un curso de acción adecuado a sus capacidades. Tomar una decisión es algo que está a su alcance, pero su libertad está coartada no sólo por las limitaciones de su edad y experiencia, o las que le imponga una autoridad paterna o doctoral (un profesor, un médico, un juez…), sino también y especialmente por sus propios impulsos todavía imperfectamente canalizados y contenidos.
Así que si la Bibi cree que una chica de 16 años puede decidir convenientemente sobre lo mejor para su vida y la vida de otro que lleve en su seno sin el apoyo que brinda la familia y, dentro de ella, quienes disponen de más juicio, más experiencia y, por ello, más prudencia, es que la Bibi no ha desarrollado del todo sus entendederas. En Libertad Digital hablo esta semana de Aído y el aborto.