Luis:
Leo que el corazón de Mario Vargas Llosa está desgarrado, azorado. Corazón o mente, la duda se instaura en las ideas, en la simple fe, con los contratiempos: puede llamársele la crudeza de la realidad, ese maldito juez que termina con las veleidades de toda buena teoría. Dudar es, quiero creerlo, síntoma de una mente sana. En el periódico entrecomillan: «A los liberales esta crisis también debe llevarnos a revisar la idea de que a menor Estado, mejor funcionamiento de la sociedad«.
Mario Vargas no ha parado de advertirnos contra la creencia en el paraíso. La idealización de la vida que es tan propia de todo el que se llama humano, pues no es otra cosa que su esperanza en un mundo perfecto, a salvo del mal y de la maldad de los demás, casi siempre confundida con la diferencia de criterio, la obscenidad que toma cuerpo en nuestro cerebro ante el hecho incomprensible de que los demás hacen cosas que no nos gustan con su libertad. Y, así, es fácil concluir que el problema del paraíso es su carencia de objetividad, la certeza de que mi paraíso no coincide con el de mi vecino.
Soy un pobre ignorante de muchas cosas. Entre ellas del doctrinario exhaustivo de cualquier teoría política. Casi más me siento un espectador frente a una tragedia griega, personajes solitarios en busca de un dios que les salve y un coro que desgrana las conciencias de espectadores y se ríe de la debilidad de cualquiera que desafíe la voluntad de los dioses. Y es bien cierto que no creo en otro dios que datos, números y observaciones, de la observación tanto de certezas más o menos irrefutables (mi pared es blanca) como de sentimientos y confusiones (¿me quiere?).
Así, cuando leo estos debates tan intensos sobre el estado y las conversaciones sobre su ausencia plena, no puedo por menos que contraponer grial contra realidad. El sueño del hombre libre como paraíso. El sueño de la carencia de coacción y el milagro de que el equilibrio llegará por la actuación de todos en busca de intereses legítimos. Tanta ensoñación como el hombre nuevo de Guevara y esa aspiración al reino de dios de otros.
Incluso la palabra estado me parece engañosa. De una forma o de otra, aparecen coaliciones de personas con intereses que pactan, por ejemplo, cuidar el jardín. Inevitablemente, de nuestros propios pactos libres también creamos un sector público, un algo que nos pertenece a varios en una demarcación física determinada y que no es una mera acumulación de capitales para un fin, sino resolver un problema común en un plano de igualdad. Sionistas digitales aparte.
Claro está que puede decirse mucho sobre las reglas de ese pacto y lo que puede o no puede hacer. Claro está que surgen muchas preguntas ante el intento de una minoría de imponer su voluntad por la fuerza. Y, por supuesto, surgen muchas preguntas sobre la protección de los más débiles, de los que no se pueden valer por sí mismos. Seguramente, a todo esto se dedica la ciencia política.
Desconozco cuánto es un estado pervertido culpable del enésimo pánico financiero que sucede a la enésima fiebre del oro. Desconozco cuánto de responsable es la carencia de un sector público vigilante. Ni siquiera cuanta culpabilidad tiene el dinero fiduciario en que nuestras riquezas aumenten o disminuyan. Casi creo que está todo dicho: «Las siete vacas buenas son siete años de abundancia, y las siete espigas buenas, siete años son: porque el sueño es uno solo. Y las siete vacas macilentas y malas que subían después de aquéllas, son siete años; e igualmente las siete espigas flacas y asolanadas, es que habrá siete años de hambre».
Tan antiguo como nosotros es el drama de las idas y venidas, del riesgo de la prosperidad. Nadie puede librar al fuste torcido de la humanidad de su propio delirio. Construir torres de marfil en nuestras cabezas no resuelve la realidad. Porque no podemos imponer nuestro paraíso a los demás, conviene acostumbrarse a que a lo más que podemos aspirar es a que el delirio alternativo, el colectivo, no termine con nosotros en una ruina mayor.
Si puedes, escríbele a Vargas. No es la idea de alejar al estado entrometido de nuestras vidas lo que falla, fallan los humanos que son, de por sí, defectuosos. Entes a los que cuesta tomar decisiones acertadas en incertidumbre, esa plaga que hay que sobrellevar. Falla la creencia de que es posible actuar como si la realidad no existiera: parece que nadie puede decir que desde la vida en las cuevas no haya habido una forma de protegerse del miedo a lo desconocido que no entrañe una pequeña o grande reducción del libre albedrío. Es el abuso de ese temor lo que termina con nosotros, pero es sencillo admitir que el miedo, que es nuestro compañero, suele pedir alguna forma de red, una malla que acote el daño. Una malla que, como obra humana, será también defectuosa.
El combate, dile a Mario, estoy seguro de que piensa así, es mantener la lucidez para conservar la humildad de admitir que las ideas deben revisarse, admitir que lo falsado es superior al empeño y la tozudez. Lo que no quita para tener presente en todo momento que nuestra prosperidad y nuestra oportunidad de perseguir la felicidad se sigue basando en poder ser protagonistas de nuestro destino.
En Aldea del Sacristán, el otoño ya es viejo.
Tuyo,
Mardito Roedor
Es que esa idea en la que Vargas Llosa resume el liberalismo (para alegría, supongo, de totalitarios, estatistas y progres de cualquier pelaje), diciendo,
No es muy exacta. Dejando aparte los rollos ancap, a los que sí aplicaría tal frase, en un sistema liberal, el Estado sí debe hacer ciertas funciones. Y hacerlas bien. El problema es que hay mucho Estado, que se ocupa de lo que no debe y que descuida lo que sí debería hacer.
Es que hay que jo..robarse las cosas que posteamos aquí. Esto pasa cuando descargas horas y horas de conferencias al mp3: un día te inmolas en un foro.
«La gente, en un principio, suele estar dispuesta a creer lo que le dicen. Por pura supervivencia. Así que yo me repito: soy un buen tipo. Y, al cabo de un tiempo, no me queda mas remedio que procurar serlo para no defraudar a nadie. El único peligro de mentirse consiste en elegir la mentira equivocada, una que no sea digna del fingimiento al que obliga o del propio fingidor.»
Andrés Neuman. Autor de «Bariloche». Lo peor que puede hacerse, con los demás o con uno mismo, es decirles la pura verdad, y dejarles creer que ésa es la suya sin remedio.
En lo que a las crisis se refiere, el problema con el estado es que éste crece sin límites con la excusa y promesa del «estado de bienestar», del estado que tiene que ser fuerte para evitar las crisis y en caso de que se produzcan, protegernos ante sus efectos. Esa es la gran mentira. Primero porque las crisis son inevitables, pues devienen inevitablemente por innumerables motivos: un crecimiento de población que hace escasos los recursos, una guerra lejana que nos priva de materia prima, una mala cosecha, una plaga, etc, etc. Así pues no tiene sentido que el estado crezca para realizar un imposible: evitar las crisis.
Y segundo, porque no es esa la función del estado. El estado está para garantizar el imperio de la ley y de los valores fundamentales, la defensa del individuo y del colectivo, encauzar (no controlar ni dirigir) los movimientos colectivos y poquito más. Ante las dificultades que surjan ha de ser el individuo el que reaccione y resuelva sus problemas. No hay nada malo en que venga una mala racha y el que estaba acostumbrado a vivir con 100 tenga que apañarse con 50. ¿En base a qué ha el estado de compensar esa disminución? Y mucho menos cuando lo hará quitándoselo a otros e incluso al mismo que recibe… Por lo tanto no es función del estado realizar tal trabajo. Y por experiencia sabemos que siempre que el estado se sale de sus atribuciones, el resultado es siempre nefasto. En el caso que nos ocupa acaba por producir más crisis y aumentar las que surgen…
En lo que a la lucha de las ideas, si bien es relativamente fácil encontrar quien argumenta que su planteamiento nos llevaría a un estado de las cosas paradisíaco, no es lo relevante ni lo perseguido. Mi aspiración es el establecimiento de un sistema de libertades y justicia en el que cada uno pueda trabajar sin trabas para buscar su felicidad de manera que su trabajo repercuta beneficiosamente en el colectivo. Y un sistema que sea sólido en el tiempo.
Para ello es preciso fijarse en bastantes más cosas que en el tamaño del estado. Es como si para levantar un edificio sólo tuviéramos en cuenta el tamaño de las ventanas de la fachada…
Por otro lado, es inviable una sociedad universal. Las sociedades se erigen para dar cabida a los similares, pues se precisan puntos en común para organizarse y vincularse. Por lo tanto una sociedad es lógico y normal que expulse a los que no tienen cabida en ella y que abra las puertas a los que la pueden hacer más grande y más fuerte. Siempre habrá sociedades diferentes y hasta contrapuestas, lo cual hace necesario que todas cuiden su defensa….
Mi vecino siempre tendrá sueños distintos a los míos, pero tanto en cuanto tengamos un mínimo de puntos en común, serán compatibles y enriquecedores. Y si no hay ningún punto en común es que o uno de los dos está en el sitio equivocado, o que esa sociedad está camino del caos…
Recuerda a B. Smith/K. Hayek/. En fin, eso.
De acuerdo que las crisis son cíclicas, y posiblemente siempre existirán. La cuestión es que unas políticas equivocadas no las exacerben o prolonguen. Por tanto, si hay menos Estado, menos daño hará.