Democracia es una palabra y una realidad sacrosanta. Es peligroso acercarse a ella sin prosternarse, es peligroso nombrarla si no es para alabarla, llegado el caso adularla. La Divina Democracia está en lo alto del Panteón Político como la suprema forma de organización política de nuestro tiempo (y la panacea de todos los tiempos). Los mismos tiranos tienen que rendirle culto, se visten de demócratas y cantan las alabanzas de la diosa, haciéndole ofrendas en altares de cartón piedra denominados parlamentos, dentro de los cuales unos actores, en número variable pero que sobrepasa normalmente el centenar, realizan los rituales exigidos por la Gran Madre, a cambio de un sobresueldo o de un sobre con el sueldo…. Defender argumentadamente, con las herramientas de la persuasiva oratoria y del decisivo voto, los propios principios e ideas, escuchar lo que tiene que decir el adversario ideológico y político y llegar a una transacción con este que beneficie los propios intereses o el de los colectivos representados, de acuerdo a la proporción de votos populares obtenida.
Toda esta gran mentira sirve a un fin: que no se maten entre sí los hombres en su lucha por el poder. Igual que el deporte, la Democracia es una lucha ritualizada. Se teme que sin ella acabemos todos en un todos contra todos hobbesiano alternado con despotismos, en una anarquía dantesca y fraticida como entreacto del eterno retorno de los dominios absolutos. Y más aún si se sugiere la libertad en algún ámbito relevante. No es un temor nuevo el que padecen, con fobia cerval, muchas personas al mercado y a la libertad en el mismo. Se teme que la libertad en el mercado llevará al caos, y este, andado el tiempo, a alguna forma de despotismo. Es por ello que los más apasionados adoradores del Ídolo Democrático sean también apasionados detractores de la libertad del mercado, lo que, en definitiva viene a constituir un rechazo de la libertad en su conjunto. En lugar de una batuta de mando, de un cetro Real, de un Rayo de Zeus dictando sentencias arbitrarias e injustas, creen en la tela de araña de la regulación opresiva lentamente tejida por leguleyos al servicio de los populistas. Nadie puede andar por libre, hay que rendir cuentas de todo lo que se emprende, de todo lo que se hace. No importa si al establecer tan férreos controles se desincentive el movimiento. Lo importante es que la araña estatal tenga su parte. Tras enredar al incauto que osó acercarse con su tela, la araña lo devora.
Los totalitarios de la democracia creen que la democracia debe regular todos los aspectos de nuestra existencia, que lo que “todos” eligen (entiéndase que una mayoría no son todos, de ahí que el liberalismo defienda las minorías) es la verdad que ha de grabarse en letras de oro el frontispicio del Templo de la Democracia. De esta forma se anula toda singularidad, se ahoga toda iniciativa que pudiera generar un cambio a mejor, se destruye el capital, es decir, la inversión de futuro, y se limitan los horizontes de la sociedad. La tierra vuelve a ser plana y acaba en una catarata, al final del mar.
La idea de libertad de estos totalitarios es clara: ser libre es poder votar, poder rellenar una papeleta ya diseñada por otros y meterla en una urna cada cuatro años. Que eso conlleve una representatividad enormemente limitada, una oligarquía partitocrática de intereses creados y grupos de presión, de medios de comunicación en los que suena la voz del que más grita y más desafina, no es algo lamentable, sino maravillosamente necesario. Los más bajos instintos y las peores perversiones tienen su representación y su aplauso de la vulgaridad imperante y obligada, y a eso se le llaman elevados ideales y nobles propósitos. La responsabilidad, el esfuerzo, demorar la gratificación, crear capital….son formas de renuncia que quieren imponernos los que creen que hay límites a lo que la política puede hacer. Afortunadamente nuestro representantes harán todo lo que esté en su mano por liberarnos de responsabilidades (bendita libertad) y ofrecernos a cambio el Paraíso de la Abundancia.