Un amigo me dijo que la actividad de la caza seguramente le resultaría satisfactoria, pero que se sentía incapaz de practicarla porque conservaba en su mente la indeleble huella de un trauma infantil: en la película Bambi un cazador mataba a la madre del cervatillo. Eso hizo que mi amigo sienta una repulsión visceral hacia la cinegética, que, unida a su biofilia, le hace percibir la caza en particular y la acción humana sobre el entorno natural en general, como una intromisión intolerable. Por lo que pude comprobar ayer, al poner por primera vez Bambi a mi hijo (y verla yo también la primera vez), la mitología de Disney (¿y qué otra cosa se le puede dar a los niños que les entretenga?) es un exceso de animismo. Todas las criaturas hablan como nosotros, sienten como nosotros, piensan como nosotros y, lo que es más absurdo, viven en una maravillosa paz comunitaria que haría las delicias de los utópicos más desproporcionados.
El hombre, como animal que es, ha de tomar de su entorno lo necesario para su supervivencia y para su bienestar. Sin embargo su explotación de la naturaleza no es gratuita. Como todo tiene un coste de oportunidad, que debiera reflejarse en un precio. Los recursos naturales no son ilimitados, y es sobre ellos sobre los que se asienta y de los que depende toda nuestro entramado social.
Habiendo perdido, como lo hemos hecho, nuestro vínculo directo con la naturaleza, resulta difícil ver la íntima interconexión que existe entre todos los seres vivos en la biosfera. Salimos al campo a respirar aire puro y a pasear por lugares salvajes, libres de la contaminación atmosférica y de la atmósfera contaminada por el mundanal ruido del mundo de los hombres y sus complejas relaciones, mediadas por el lenguaje. Una de las cosas con las que más disfrutamos en el silencio, o el tenue sonido del viento o del agua, en medio de un entorno natural. Aparentemente la naturaleza es paz y armonía. Sobre todo cuando vamos a lugares relativamente cercanos a nuestra civilización. Carteles, vallas, caminos de piedra… nos recuerdan que esos lugares han sido hollados y transformados por el hombre, si bien en menor medida que nuestras megapolis. Muchos habitantes de ciudades caen en ensoñaciones calenturientas contemplando el paisaje, con su flora y su fauna escasas, de las cercanías de su centro urbano de residencia y trabajo. Su biofilia, por un lado, y su hartazgo de las tensiones que supone sacar adelante cualquier empresa, sea la que sea, en un contexto de competencia, les llevan a la utopía ecologista y anticapitalista. Sienten que la naturaleza es bella, si bien no perciben que tras pasear por ella retornan al confort de una casa con calefacción, sillón, tele, microondas….etc etc. De esta manera adoptan una visión sesgada de la realidad. Ven lo malo en la civilización y lo bueno en la naturaleza. Por otro lado son incapaces de trasladar conceptualmente la lección que enseña la armonía natural a sus concepciones sociales y políticas. El orden espontáneo resulta ser cruel sólo entre nosotros. Hace falta un Gran Hermano, un todopoderoso Director que nos guíe, cual rebaño de inútiles. En la naturaleza, se dice, Dios está de más. Esta surgió y evolucionó por azar y necesidad. ¿Es que acaso no podría, la sociedad humana, crear un orden mejor sin las cien mil trabas y los cien mil lastres impuestos por los mastodontes políticos, o al menos convirtiendo la política en algo más liviano y menos perturbador? Esto también sonará a utopía….pero es lo que oyen algunos de quienes escuchan más atentamente al canto de la naturaleza. Esta nos enseña mucha economía, si sabemos escucharla.
Como decía antes, el hombre, como animal que es, ha de tomar de su entorno lo necesario para su supervivencia y para su bienestar. Sin embargo su explotación de la naturaleza no es gratuita. Como todo tiene un coste de oportunidad, que debiera reflejarse en un precio. Apostar por lo público es el mejor camino para echar a perder cualquier cosa. Los libros de las bibliotecas se maltratan, en las calles se orina y se rompe mobiliario urbano, en el mar y en los ríos se echan vertidos. Las personas pueden soñar utopías de todo tipo pero, a la hora de la verdad, valoran lo suyo y lo de los suyos, a sí mismos y a aquellos con quienes tienen vínculos más estrechos. Así nos lo enseña la selección de parentesco. Todo lo demás es palabrería. Como decía Thatcher: la sociedad son individuos y familias. Y tenía razón.