Si hacemos caso de los últimos estudios publicados, el «sobrepeso» aparece significantemente correlacionado con la pobreza y un bajo nivel de estudios. Desde luego que es más positivo que la, hasta ahora generalmente aceptada, habitual correlación entre pobreza y hambre, tal y como nos la había descrito con inusitada violencia Engels al hablarnos de la Inglaterra de finales del siglo XIX. Eran los tiempos en los que los panes se multiplicaban a base de ceniza y salvado y cuyos hijos se empeñaron en reducir la media de estatura más allá del Canal primero, en estos lares después.
Adipositas: el consuelo de los pobres
Incluso reconociendo que comer bien y con gusto ha de ser aprendido, pretender explicar el fenómeno de la obesidad con dos pizcas de pobreza, un chorreón de grasas saturadas y la falta de libros en la receta me resulta un tanto simplista. Son las circunstancias sociales, pero de forma indiscutible el bajo precio de los alimentos en nuestros pagos, los responsables de que comer se haya convertido en el único vicio posible de los pobres. Allí donde llevar un coche deportivo, ser socio del club hípico, jugar una partidita de golf o dedicar 6 horas a la semana a modelar el propio cuerpo bajo la atenta mirada del coach particular es impensable, sólo queda una forma de autocomplaciencia pagable: comer. Y es ahí donde entran en juego los verdaderos highlights de nuestra civilización: el cheeseburger, el cerdo a la cantonesa y el bocata de chorizo entrecallado. Acudimos a los templos de moda y recibimos por ponernos a la cola una porción tangible y equivalente a nuestro deseo. A las colas del paro llevamos nuestra propia piel y todo lo que recibimos a cambio es el equivalente de la pura supervivencia, aderezado con dos ramitas de engaño estatal y un «vuelva usted el mes que viene». Nada que ver con los frutos conquistados en dura pugna con los poderosos desde la Revolución Francesa, sello en formulario que corrobora nuestra esclavitud prospectiva.
El indigente de hoy necesita de lo palpable, lo gustable, del olfato y del calor en el estómago. Necesita traducir la intangibilidad de la limosna estatal en tangibilidades agridulces, ketchup, queso y glutamato. Lo han comido y ya nadie podrá arrebatárselo. Ya no es necesario rellenar más formularios. Es seguro. Le hace sentir existente y dueño de sí mismo. Inmune ante la envidia, pues, otros tendrán esto o aquello, ellos han comido… y se ve.
Las migas de pan duro hábilmente repartidas entre las barbas de los hijosdalgo en nuestro pícaro pasado han encontrado su forma subcutánea, convirtiendo a su portador también en alguien categorizable, analizable, escandalizador: existente. Curiosamente el problema no es identificado como la pobreza en sí misma, queda encarnado -quién lo diría- en el desprecio por una de sus manifestaciones: la obesidad. Obesidad diametralmente en oposición a la imagen idealizada del individuo deseable para nuestra propia sociedad. Cuadro sin estridencias, igualitario y justo. Esta sociedad narcisista que abomina de esos seres extraños, rodeados de una capa de grasa blanda y batiente con cada paso y cada gesto. No, no asistiremos a la implantación de medidas encaminadas a erradicar la pobreza, a extender la educación, a facilitar el acceso al trabajo. Nos amenazan interminables cursos de cocina para pobres, disfrazados de campaña gubernamental, y alguna que otra prohibición, todo en aras de mantener la imagen ideal de sociedad sana, deportiva y vital. Y es que, los europeos, somos todos altos y guapos. No?
jo
Amén.
El Estado no existe…. Está formado por hombres y mujeres con cara y ojos, eso si, muchos de ellos desconocidos, pero humanos al fin y al cabo. ¿Cómo va el Estado a devolvernos la racionalidad si son hombres quienes lo forman? Si los hombres no son racionales una superestructura, por muy poderosa que sea, nunca podrá imponer SU racionalidad porque en sí no existe.
Otra cosa distinta es que haya mecanismos sociales que permitan imponerse a aquellas conductas que mejor responden ante los embates de la vida y el comportamiento social. Es decir, aquellas estructuras que permitan la supervivencia de los mejores, si, dicho así, a lo crudo, y que garantice comportamientos voluntarios de solidaridad, que también tiene que haberlos, eso nos hace más humanos, pero que en ningún modo nos obliguen ni a ser mejores, conforme al criterio de unos pocos, ni a ser más solidarios, incluso con aquellos que no saludaríamos al cruzarnos por la escalera.
El Estado no existe, el Estado no tiene racionalidad, el Estado sólo puede servir para defender al individuo, incluso dentro de su propia irracionalidad, pero no imponerle ninguna racionalidad.
Tiene el estado el deber, el derecho incluso de devolvernos a la racionalidad? Es más, tiene el estado la capacidad de discernir qué es y qué no es racional? Y de fomentar lo que le parece racional? Siempre lo niego. Las tres.
Eso quiero decir con el artículo, Bastiat. 🙂
Pues no sé…
El post que… (¿Qué coñ… significa post?) El comentario que has escrito a mi me deja un regusto amargo porque la interpretación puede ser muy otra.
Resulta que antiguamente, en la época de las migajas de pan en la pechera de los hijosdalgo, la demostración de poder económico solía ir aparejada con una obesidad manifiesta. Había joyas, terciopelos, pero aquel que no estaba gordo es que no tenía lo suficiente ni para comer, y eso era ser pobre.
A día de hoy nos reclaman salud, según ellos delgadez, desde las filas del Estado. Y no dejan de tener algo de razón, lo curioso es que el comportamiento de “los pobres” es, en cierto sentido, irresponsable. ¿Nadie se ha dado cuenta que es mucho mas barato comer en casa y verduras que irse todos los findes al burguer?
Pero ciertamente no es sólo el estar gordo, el estar extremadamente delgado también ocurre en mucha juventud hoy en día. Porque, sobre todo, se busca el aparentar belleza y el poderse poner la ropa del Zara, nunca hay tallas xxl, o del estradivarius o el pimkie, ropa que o estas muy delgado o no hay manera de ponerse.
¿Somos los seres humanos seres racionales? A veces lo dudo.
Y es que ocurre que en la mayoría de las ocasiones, las subvención, el subsidio, la ayuda o el paro acabamos gastándolo en aparentar que hemos comido, aunque sea el salir al bar en vez de hacer economía y ajustarnos a lo que tenemos o a lo que nos dan para poder mejorar en un futuro nuestra situación. El ahorro, quizás, es lo que menos de moda está, y sin embargo, como todos los austriacos saben, es la principal arma de los empresarios porque sin ahorro no hay inversión para que después pueda haber beneficio.
Ingeniería social barata. Lo dice Germánico de forma más directa que yo. JFM, por supuesto que las «costumbres» no siempre son buenas consejeras. En esto del comer, lo único que vale es lo de «somos recolectores y cazadores». Frutos y carne. Claro que, si miramos lo que cuesta un pollo, que el pollero ha de ganar dinero, el transportista, el matadero, otro transportista, el envasador y el súper… qué come el pollo? es pollo?
Me alegra que le guste, Doña Mary. Sobre los estiramientos y los modelos de «belleza» podríamos escribir otro día otro panfleto de estos. El tema da para mucho, o para poco, depende de lo que tengamos que siliconar o de lo que tengamos que cortar 🙂
Qué buen post,don Luis. Yo diría que además, la sociedad burguesa también está más estirada y botulínica…
De todas formas esto es algo de toda la vida, las clases son las clases… y el rico come el manjar escaso (sea pan,sea fruta tropical, sean especies de lo más refinado… sean drogas de alto diseño),mientras que el pobre come lo que hay. Lo que pasa es que el que está entre los dos come lo que hay pero con tinte exótico: comida china todo a cien, en vez de pan con queso y vino del porrón.
Tambien hay en los que hemos tenido padres o abuelos que habian pasado hambre una educacion de forzarse a acabar lo que se ha cocinado a pesar de ya no tener hambre «par aque no se pierda». Tenia sentido cuando no se sabia si se comeria al dia siguiente (mas valia hacer reservas), hoy no. Pero seguimos impregnados por el «que no se desperdicie» y tenemos una gran repgniancia a tirar la comida ademas de que es muy dificil calcular exactamente por lo tanto lo normal es preparar un poco mas por si acaso alguien teien mas hambre de lo previsto o para a tener en cuenta el margen de error. Hace falta hacer un esfuerzo de voluntad para decirse que tira esa comida que sobre pero que ni nos apetece ni nos beneficia (mas bien al contrario) no es mas «desperdiciar» que forzarse a ingerirla.
El viejo «Pan y Circo» se ha convertido en Big (Big) Mac (el segundo big entre paréntesis, no sea que lo prohiban desde algún Ministerio) y partido de fútbol, o algo así.
Hace poco tuvo mucho éxito en la televisión inglesa un Documental en el que se narraban las peripecias de un chef de allí, un chico joven y bien parecido (y además Chef) que iba por los colegios enseñando a las cocinera de cada uno de ellos cómo hacer a los chicos comidas con más verduras y fruta y menos grasas grasosas y grasientas, y asimismo, tratando de que los mejunjes exquisitos elaborados a partir de sus recetas atrajesen a los nenes y nenas que, a fin de cuentas, eran quienes tenían que ingerirlos.
Todo eso me parece una ingeniería social barata, porque si es más fácil de hacer, más barato y gusta más, los nenes y cocineras, tras un período de sonreir o bufar delante de la cámara y cocinar y tragar delicias, volverán a ello, por muy malo que sea para la salud y para la imagen.
Todo ello por no hablar de nuestra psicología, a la luz de la evolución, que nos mueve a ingerir cierto tipo de comidas y de cierta manera, digamos, compulsiva. Hace falta tener poderosas motivaciones e ilusiones alternativas que le aparten a uno de esos «vicios», o sea, otros vicios, como dijo Nietzsche en uno de sus aforismos. ¿Y qué otra cosa tienen los «pobres» de la actual «pobreza relativa», que contraponen los llorones de la igualdad a la pasada «pobreza absoluta»?. Como bien señalas poca cosa.
¡Mira que me gusta la comida-basura!. Confieso que de mi cartera no se caen muchos billetes.