«Luisito, haz el favor, anda, vete al almacén y me repones las estanterías del departamento de liberal, que tienen claros».
Don Liberio era un hombre cabal, de esos que apenas levantaba la voz para gritar los goles de su equipo del alma y necesitaba siempre diez segundos de reflexión antes de pronunciar una palabra. Etéreo, casi nunca visible pero siempre presente. Yo llevaba trabajando con él algo más de 5 años cuando me sorprendió con una tarea que sólo en contadas ocasiones había dejado en manos de otro: reponer existencias en el departamento de «liberal».
Repartidos en decenas de pasillos, cientos de estantes y más de 50 categorías, los productos de «liberal» habían sido siempre la Babel del súper, el último obstáculo a salvar para dejar de sentirse nuevo en el negocio. Todos lo sabíamos aunque nunca hablásemos de ello. Durante las pausas, entre bocado al sandwich y chiste fácil, lo habitual era acompañar la masticación silenciosa con miradas furtivas hacia los estantes entre los que suponíamos a Don Liberio -que nunca paraba para comer-.
Mis manos sudorosas resbalaban inseguras por la barra de tiro del pequeño montacargas. En él iban apilados todos: los clásicos, los de promoción, los publicitados en la tele y los no-name. Y me puse manos a la obra. Tras más de tres horas perdido en el laberinto de estantes sin haber podido colocar ni uno sólo de los paquetes, me dejé caer al suelo, apoyando mi espalda contra una pila de libros sobre la que colgaba un cartel que rezaba: «ofertas del mes, todo un 20% rebajado». He de confesarles que mi desesperación era muy superior al sentimiento de derrota. Tres horas buscando sitio para el primer paquete!
Tenía cosas de von Mises y Hayek, pero carecía del envoltorio intelectual que le hubiese dejado en el estante de «Teóricos», ni siquiera en el de «Teóricos Pretenciosos». Rasgos fóbicos hacia el estatismo le hacían cercano al minarquismo pero tampoco era un anarquista. Olía a un individualismo penetrante, pero con una nota de responsabilidad social, casi solidaria. Ésta última le confería un cierto carácter misionero, a pesar de que entre los ingredientes se podía leer «no te metas donde no te llaman, no te metas donde no te llamo». En el apartado de aditivos se podía leer un «emocionalidad» y escondido en una esquina, apenas visible para el ojo no entrenado, un «inflamable». Si me fijaba en el empaquetado no se podía negar cierto grado de objetivismo, tal vez para disimular inmmadureces, o para solventarlas.
Estaba yo en estas elucubraciones cuando percibí el murmullo. Nunca antes había reparado en él. Era como si los productos en los estantes mantuviesen una conversación ininterrumpible. Cerré los ojos, concentrándome en el torrente de susurros, intentando visualizar en la mente origen y final de los mismos. Subían. Ascendían sobre las últimas baldas de aquellos estantes para unirse todos cerca del cartel que definía la sección. Y, por vez primera, lo ví. No ponía «liberal», ponía LIBERTAD.
Algo de eso hay: buscando sombra para no estar solo.
Pero, querido (*), quién no lo ha hecho alguna vez? No es eso lo que me desagrada. Después de todo todos queremos tener un algo al que regresar. Me desagrada más que entre ovejas negras, agotado ya el capítulo de la reivindicación de lo que uno cree como propio, nos dediquemos a buscar la manchita blanca en la patita trasera o en el morro del prójimo. Luego, como usted dice, llegará el lobo y muchos no sabrán tras que cabrón correr huyendo. No le digo ya nada de con cual hacer fente al monstruo.
Libertad es lo que anhelan los esclavos; los hombres libres, que les quieran. O mucho desconozco al género, o en poco me equivoco si afirmo que ese hablar a gritos que tipifica a su clientela no pone de relieve más ni menos que el terror de cada quisque a quedarse solo, el desenfrenado intento de salir del catálogo de las ofertas para encontrarse consigo mismo. ¿Que le pasa a pueblo tan gritón?
No solo que incultura y aumento de decibelios van de consuno, sino que quien chilla anhela acercarse a la masa sorda y a la ciudadanía sin rostro; el chillido intenta sanar en la raíz una sordera; en la era de la desconfianza no podría ser de otro modo: llaman al telefonillo presentándose como cartero comercial, eufemismo maquillados del reparto de propaganda en los buzones, que recurre al término de cartero porque si dijese simplemente “deseo repartir propaganda en su buzon” no hubise franqueado el portal, probablemente. Otra llamada un rato después, a la voz seca de “el cartero”, camuflaba la del cartero del banco, que así evitaba por su parte posibles perdidas de tiempo. Finalmente llama el cartero de veras, vaya mañanita, y estoy por decir que corrió el riesgo de quedarse en la calle debido a la proliferación de pseudocarteros y de hemicarteros previos.
Recuerde el cuento del lobo: cuando de verdad llegó el lobo, los pastores de la lejanía no acudieron porque se habían visto burlados antes en falso.