Vuelvo a «guardarme» uno de esos (pocos) artículos que, además de expresar lo que pienso, lo hace infinitamente mejor (me muero de envidia, no sé si sana). En esta ocasión se trata del artículo «La España de los desengañados» de Ricardo García Cárcel para el diario ABC. No es que yo sea uno de esos desengañados, pero mi mirada al panorama nacional es cada día que pasa más y más escéptica. Lo comparto con ustedes:
«AQUÍ en España, todo el mundo prefiere su secta a su patria». La frase de Castelar, escrita en 1876, está más vigente que nunca. El sectarismo determina hoy la política nacional. Las dos Españas parecen cabalgar más arrogantes que nunca, entre descalificaciones y acusaciones mutuas, indispensables la una a la otra, como decía Figuerido: «Como las valvas de unas castañuelas opuestas e inseparables para producir el sonido característico». Pero hoy no se confrontan las dos mismas Españas que poetizó Machado: la que muere y la que bosteza. Ahora las dos bostezan, de autosatisfacción consumista, mientras se acomodan en sus correspondientes plataformas mediáticas. Porque, efectivamente, las dos Españas cultivan celosamente el mercado de la opinión pública con sus respectivos palmeros y turiferarios más o menos orgánicos. El poder de los media es de tal naturaleza que una y otra España rinden tributo de pleitesía infinita a los presuntos administradores de la llamada opinión pública. Ninguna de las dos parece tener en cuenta aquello que decía Larra hace dos siglos: «Cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa del que llamamos público; éste es caprichoso y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que lo componen, intolerante al mismo tiempo que sufrido y rutinero al mismo tiempo que novelero, que se deja llevar de impresiones pasajeras, que ama con idolatría sin por qué y aborrece de muerte sin causa, que es maligno y mal pensado y se recrea con la mordacidad, que por lo regular siente en masa, que suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana…». No ha cambiado mucho, me temo, la realidad de la opinión pública desde los tiempos de Larra pero la misma, en la sociedad mediática que vivimos, ha adquirido una trascendencia que pugnan por conquistar obsesivamente las dos Españas actuales. Como frontera de diferenciación de éstas, actualmente, más que la ideología cuenta la representación, la imagen pública, a la busca ambas del monopolio del gran ídolo de la modernidad, con acusaciones de extremismo y radicalismo ideológico por ambas partes. La España ideológica de izquierdas explota el filón del fantasma del franquismo proyectándolo sobre la España ideológica de derechas, un tanto acomplejada aun, lastrada todavía, con la mala conciencia, a cuestas, de lo que fue el franquismo. La España ideológica de derechas, por su parte, intenta descalificar a la otra España poniendo sobre la mesa la banalidad de la retórica, mal llamada progresista, demasiado deudora de la militancia anti-franquista, y de la herencia del sarampión sesentayochista. Las dos Españas siguen arrastrando los costes del franquismo y del anti-franquismo, hipotecadas ambas por la España que fue y por la que no pudo ser.
Pero, insisto, más que la ideología, lo que pesa, esencialmente, en la hora de la confrontación es la dependencia de la opinión pública con la dicotomía integrados-apocalípticos que estableciera Umberto Eco. De una parte, están los integrados políticos, felizmente semovientes en las entretelas del poder, los que han sabido adaptarse sabiamente a los cambios del tiempo histórico sin sonrojos ni pudores, los que han hecho ideología de su propia biografía autosatisfecha, o se han inventado una biografía ad hoc para cada coyuntura. Fieles, sumisos, dóciles, políticamente siempre correctos, repiten el discurso oficial establecido sin capacidad crítica. Optimistas impenitentes parecen convencidos de que todo va bien. Ante las contradicciones surgidas cuando la realidad choca con su discurso, optan por un silencio discreto. Su sentido del compromiso empieza y acaba con su seguimiento del poder dominante, que marca, en todo momento, lo que toca hacer o decir. Hábiles estrategas o tacticistas, disfrazan la mala conciencia de no haber sufrido nunca la dureza de la historia, con los sueños adánicos de ser ellos los que hagan historia. En la otra orilla del ruedo ibérico, están los apocalípticos, los que viven fuera del Arca de Noé del poder legitimador y protector. Propensos al rasgamiento de vestiduras, a la escenificación dramática, han hecho de su irritación, ideología de oposición frontal sin matices. Con miedo al futuro, hacen gala de un pesimismo fatalista respecto al presente, planteándose la política como un ejercicio de resistencia numantina. Al relativismo moral de los integrados, ellos oponen un fundamentalismo doctrinal de principios rígidos e inalterables.
El mayor objeto de confrontación de las dos Españas, hoy, sin duda, es el modelo de construcción del Estado. Ha habido una histórica colisión, ciertamente, desde el siglo XVIII, desde que Felipe V instalara la nueva Planta en la antigua Corona de Aragón, entre la España centralista y vertical con la España horizontal y plural. La primera la defendió en el siglo XIX el pensamiento liberal, mientras que la segunda fue, más bien, patrimonio carlista y reaccionario, salvo la fugaz experiencia federal de la Primera República. La izquierda, sólo en la Segunda República, asumirá algunos de los planteamientos de los nacionalismos sin Estado y su alternativa constitucional y estatutaria buscó en el Estado autonómico la solución al problema de la invertebración hispánica. Superado el túnel del franquismo, la Constitución de 1978 enterró estas dos Españas, diseñando un modelo de Estado de las autonomías que conjugaba unidad y diversidad, pero, ahora, el enfrentamiento, parece deslizarse hacia la confrontación entre la España autonómica de la Constitución de 1978 y una nueva-vieja España confederada, austracista, plurinacional, con nostalgia del régimen previo a Felipe V. Bilateralidad, derechos históricos, naturaleza y usos de las lenguas… son fuente de conflicto entre las dos Españas actuales que se han batido a fondo en los debates estatutarios. Lo curioso del caso es que el sueño de la confederación hispánica no sólo lo tienen los nacionalistas periféricos sino que parece alentarlo la España oficial de los integrados políticos.
Entre esas dos Españas crece cada vez más la tercera España de los desengañados, los decepcionados, los perplejos ante una bipolarización cada vez más delirante. Tiene una larga tradición esa tercera España, aunque el que la denominara por primera vez, como tal, fuera Alcalá Zamora en 1937. El desengaño marcó ya las decepciones de Saavedra Fajardo en plena locura barroca entre los olivaristas y anti-olivaristas. Al final de la Ilustración fue Jovellanos el que encarnó la decepción ante el godoyismo y la posterior amarga constatación de sentirse utilizado por los primeros liberales de las Cortes de Cádiz. Después, fue Larra el que patentizó vitriólicamente su desengaño ante los conservadores y los liberales de la generación del Estatuto Real. Luego fueron los noventayochistas los que intentaron abrir paso a la regeneración entre la mediocridad de una derecha y una izquierda corruptas. Más tarde, vinieron los intelectuales insatisfechos con la dictadura primoriverista, que apostaron por la República, se decepcionaron con ella y acabaron asistiendo impotentes a la tragedia de la Guerra Civil. El guadiana del desengaño ha recorrido, pues, toda la historia de España.Hoy, los desengañados, en medio de la polarización de las dos Españas, desconfían cada vez más de toda la clase política, de los integrados y los apocalípticos, de los arbitristas con sus pócimas mágicas y de los predicadores del supuestamente único destino trágico de la España negra de nuestras pesadillas. No tienen miedo al futuro ni les asusta la imaginación, pero reivindican la asunción de la realidad con toda su complejidad, más allá del optimismo de la voluntad, exigen humildad autocrítica, y apelan a las lecciones de la experiencia histórica, la auténtica memoria histórica, larga y ancha. Y, desde luego, la principal lección a asumir es la necesidad de no repetir el viejo vicio sectario, cainita, al que se refería Castelar al final de la guerra Carlista: «El demagogo del mediodía que no piensa si no en la bandera roja… frente al campesino de la montaña del norte que pide la bendición a su cura y el casto beso de su madre o esposa y se va armado de su fusil a matar liberales como mataron sus padres a moros y judíos».
RICARDO GARCÍA CÁRCEL. Catedrático de Historia Moderna Universidad Autónoma de Barcelona
Está en la dinámica del bicho humano, por lo menos del bicho humano español, y precisamente por occidental, una vez que ha tenido sus necesidades de subsistencia momentáneamente resueltas, el intentar siempre cambiar algo, y siempre creyendo que avanza o mejora, el fundar nuevos tipos de realidad institucional, el perfeccionar métodos o abolirlos.
Y sobre todo, el comprender más.
Sólo hay un fenómeno social que no sigue esta inclinación humana, demasiado humana: es el, por varias razones abracadabrante, de la estática mentalidad conservadora, cuando ni siquiera desea saber más, nada de más de lo nuevo pero tenido por supuestamente desestabilizador.
La mentalidad conservadora se organiza sólidamente con unas estructuras fijas e inmutables y así se halla fina y segura, en una ombliguista serenidad y prepotencia que valora más que la verdad total, a la cual, sin advertirlo, se cierra.
Y eso se debe a otra inclinación humana, demasiado humana, la de conservar el poder, sus privilegios, las posesiones y el estatus; sacrificando a ello, sin advertirlo, no ya valores humanos esenciales, sino hasta el conocimiento y la lucidez mental, la verdad y la estima humana del otro y los sentimientos justos e indulgentes hacia él…
Desgraciadamente, tanto las mentalidades liberalprogres estepaisanas como las diversas denominaciones de origen de la conservadora están todas ellas más que dispuestas a ignorar y a vender al vecino, a la madre, al hermano y a la mascota, a torcer injustamente la verdad y a malograr así lo que es más sano y útil para todos, con tal de mantener una situación de privilegio y de poder que halague y estimule el propio ombligo, la arbitrariedad agresiva y la irracionalidad, y a movilizarse a favor de intereses demasiado tangibles, de sector y de clase, y en detrimento de la mayoría popular y de la igualdad de oportunidades.
O sea.
Desde este punto de vista, es tal vez imposible la democracia.
Vale. El tiempo lo dirá.
Lo que de hecho se consigue, aun con votaciones concurridas, es un conjunto de oligarquías que filtran información, manipulan la verdad y explotan como siempre a los muchos, aunque ahora sea en nombre de siglas, de agencias de publicidad y de Hermenegildo Zegna. Incultura generalizada.
Salvo en la mentalidad ingenua, por ultraísta e innovadora, de Rousseau o en la de algunos beneméritos blogueros estepaisanos como el leonés Yuste, el pueblo nunca puede ni podrá ejercer su soberanía natural, pues la técnica de su ejercicio requiere unos intermediarios que inalterablemente actuarán, aun sin advertirlo y creyendo que se trata de las mejores y más equitativa soluciones a problemas colectivos, como supone todavía más ingenuamente Rawls, en provecho propio y de sus vecinos, madres, hermanos y mascotas, y aun en el supuesto de que ya se hubiesen abolido (?) las tópicamente malfamadas «clases».
El siglo XX ha demostrado que aun en pleno socialismo real surgen automáticamente nuevas clases sociales, bajo otros nombres o innominadas. Lo que nunca se consigue es que el pueblo, las masas, el país tenga acceso real a todos los bienes de igual calidad para todos, y sobre todo, a los resortes de una equitativa administración de justicia y a las fuentes de la salud, la educación, la cultura o a la información financiera acerca de cómo hacer prosperar los propios y escasos bienes económicos al mismo nivel y con la misma facilidad que los miembros de las nuevas clases o incluso de familias cercanas al poder.
También estos años alcanzarán el prestigio de lo pasado, así que más ironía si cabe.