Normalmente los grandes terremotos van precedidos de otros menores, casi a modo de aviso. Uno de esos terremotos menores fué el fallido golpe de estado del paraciadista Hugo Chávez hace década y media. Gracias a la «falla» social venezolana – ese país tan rico en recursos naturales – fué posible que el acto de entonces se convirtiese en el punto de partida de Chavez para su apropiación dictatorial del poder a la que asistimos todos como si nada ocurriese. La insatisfacción de un amplio sector de la población venezolana con su situación económica y el estancamiento de una democracia pobre en sus estructuras básicas se convirtieron así en las placas tectónicas inestables que el dictador bolivariano necesitaba para su seísmo particular. La candidez de sus enemigos políticos – dentro y fuera del país – hizo el resto.
Estos últimos tardaron demasiado en darse cuenta de quién es verdaderamente Hugo Chávez, quiénes sus amigos, su familia, su entorno político. Le menospreciaron de forma sistemática y me pregunto si no lo siguen haciendo aún hoy. Algo sí ha cambiado: la fase en la que todo el mundo consideraba a Chavez una especie de Robin Hood suramericano ha terminado
Desde sus devaneos político-amorosos con el régimen de Teheran ya son muy pocos (Zapatero y Moratinos no cuentan: simplemente no se dan cuenta de nada) los que ponen en duda que tras la palabrería del «socialismo del siglo XXI» se esconde una estrategia de conquista del subcontinente por parte de un dictador egómano. Con sus petrodólares – esos que le roba al pueblo venezolano – y la ayuda de sus amigos cubanos, Chavez monta de forma sistemática su juego de dominó: primero Bolivia, luego Ecuador y ahora Nicaragua.
Cómplices políticos no le van a faltar: piensen en el «contrapresidente» mejicano, el izquierdista López Obrador o fíjense en el Presidente Kirchner en Argentina. La lucha por el futuro del continente está abierta. Y casi todos miran hacia otro lado.