Hace unos día Antonio Yuste escribía en esta sección un artículo en el que se lamentaba del sistema nacional de pensiones (un sistema de reparto). Un sistema desolador y deprimente que no funcionaba y que, por tanto, no podía calificarse de sistema.
Yo voy a añadir otras ideas que creo que, aunque las hayamos podido leer en otros sitios, no estaría mal ponerlas juntas otra vez.
La tesis fundamental es que un sistema de reparto conlleva una serie de problemas que no aparecen en un sistema privado de capitalización. En un mercado libre, el actual sistema de pensiones no existiría porque su funcionamiento implica la realización de un fraude. Se trataría de hacer pagar a B la pensión de A a cambio de que B recibiera en un futuro la pensión de C, sujeto que nada sabe del contrato y que nada recibiría a cambio a no ser que consiga concertar ese mismo contrato con D, otra persona que nada sabe a cambio y que no tiene por que aceptar. D, así mismo, con E, entrando así este tipo de contrato en un proceso en el que finalmente se incluiría a personas nonatas, aumentando así la inseguridad jurídica de dicho contrato. De ahí que haga falta la imposición y la coacción para que la ciudadanía lo use. De otro modo, si fuera el mejor sistema, ¿por qué imponerlo? Sería voluntario.
La realidad es que, por lo menos hace unos años, el tema de las pensiones ha sido un tabú que pocos (sobre todo políticos) no se han atrevido a criticar. Nadie lo criticaba pero todo el mundo se quejaba: los trabajadores por pagar demasiado, los pensionistas por no cobrar lo suficiente, las empresas por tener elevados costes laborales, y los contribuyentes por pagar grandes cantidades a un sistema que ven insolvente a largo plazo. Y todas las quejas son igualmente justas.
Hoy en día la situación ha cambiado. Las críticas ya son numerosas. Y por eso convendría ver el desastre del sistema estatal para favorecer la concienciación de cara a una posible reforma o “desenganche voluntario” hacia un sistema en el que tanto los empresarios como los trabajadores (en realidad toda la población) saldrían beneficiados.
En un comienzo, la introducción de sistemas públicos de pensiones de reparto pudo haber sido una medida tremendamente política. Se creaba un sistema demagógicamente fácil de explotar con unos costes iniciales que podían asumirse sin grandes dificultades. Se trataba de beneficiar a los jubilados y así fidelizar unos cuantos votos.
Sin embargo, por aquel entonces no se daba uno de los problemas que afecta hoy a este apartado de la Seguridad Social y que lo hacía más fácilmente asumible. Hoy, la población envejece y la relación entre los trabajadores activos que pagan las pensiones y los jubilados del momento que las reciben se deteriora. Hay menos de los primeros y más de los segundos. Las cargas que deben soportar los trabajadores activos crecen en espiral, hasta que llegará un punto en el que será imposible mantener con los impuestos del trabajo (contribuciones) las pensiones prometidas.
Así, las tensiones aparecen inevitablemente (como siempre que se actúa bajo coacción). Con este sistema se ha creado un vínculo obligatorio intergeneracional que antes se realizaba dentro del ámbito personal, familiar y voluntario. Se provoca una situación de dependencia de los pensionistas con los contemporáneos trabajadores. Aquellos, ahora, suponen una carga -eso sí, menor de la que supondrá mantener a los trabajadores de hoy (futuros pensionistas) por los trabajadores del mañana.
Tampoco existe seguridad de lo que percibirán los jubilados del mañana –que son los que ahora no dejan de aportar su dinero para la jubilación de otros. Dependerá de lo que en el futuro los trabajadores de las próximas generaciones quieran gravarse para pagar lo que sus pensionistas se prometieron.
Se fabrica un extraño incentivo (político) según el cual, lo que se busca ya no es la protección de uno o de su familia, sino la protección de otros obligatoriamente. Es decir, una protección política para ganarse los requisitos administrativos que en su día le otorgarán (al menos teórica y burocráticamente) el derecho de recibir prestaciones. Con esto se adulteran los incentivos personales, se destruye la responsabilidad individual y se estataliza la protección. Con tal sistema, se limita la capacidad y la independencia de todos y se somete a todos a depender con gran incertidumbre de lo que hagan las generaciones futuras. A las cuales, por supuesto, no se les ha consultado si querían participar en tan caótico sistema Se supone que también se les obligará.
Con tal política no sólo se distorsiona la armonía que humanamente se puede alcanzar entre las personas en una sociedad de intercambios libres y voluntarios. Se asientan unas bases, unas pautas de conducta viciadas, que conducen a graves consecuencias económicas.
Una de ellas es la falacia de las contribuciones. Por un lado, nos referimos a contribuciones cuando de lo que estamos realmente hablando son de imposiciones. ¿Cómo puede haber una contribución impuesta, obligatoria? Eso no es una contribución, que es algo voluntario. Es una imposición. El lenguaje se pervierte. En términos orwellianos: “lo obligatorio es voluntario”.
Por otro lado, se trata de pagos que realiza el trabajador, no del empresario. La apariencia jurídica puede ser que es el empresario quien contribuye. Sin embargo, el empresario descuenta la contribución del salario total que percibiría el empleado. Ocurre lo mismo con las vacaciones pagadas. El contratante no paga ese mes que el trabajador no trabaja. El empresario descuenta del salario anual ese periodo de tiempo que su empleado no producirá nada. Esa falsa impresión también ha sido prefabricada por la propaganda estatalista.
Además, la imposición de contribuciones a los trabajadores puede agravar al mismo tiempo las consecuencias de otra ley coactiva: la de los salarios mínimos. Así, si después de que el empresario descuente del salario las contribuciones se está por debajo de lo marcado por el SMI (Salario Mínimo Interprofesional) el empresario no contratará a dicho trabajador. Por tanto, se tratan de imposiciones profundamente regresivos y creadoras de desempleo.
Por otra parte, la implantación de un sistema de reparto destruye algo fundamental en toda economía, básico para el desarrollo del género humano. Se influye negativamente en parte de los hábitos de ahorro de la población. Ya no se tienen incentivos para atesorar de cara a los días de madurez. La responsabilidad y capacidad de cada uno en protegerse a sí mismo y a los suyos (y en proteger a los demás, a los que uno cree necesitados, basándose en una opción personal, moral y voluntaria) se ha prohibido y minorado.
El intercambio que podría darse con ese ahorro se elimina. Así, una de las principales funciones que se dan en el capitalismo, si no la principal, se ve seriamente deteriorada. El potencial del capitalista se merma considerablemente. La financiación que adelanta al empresario y que será usada para fabricar instrumentos y organizar la producción de cara a la mejor satisfacción del consumidor, desaparece. La estructura de la producción se ve disminuida. Ya no es tan compleja, tan ancha y larga por que no hay ahorro con qué invertir. La producción se vuelve más rudimentaria de lo que podría ser con mayor cantidad de ahorro. Y eso significa que la población, por entero, se ve privada de una mayor y mejor oferta de bienes y servicios. Como consecuencia, el nivel de vida es menor de lo que podría ser con más ahorro que hubiese provenido de un adecuado sistema de capitalización, y los más perjudicados resultan ser los que tienen menos recursos.
Por último, hay una serie de problemas que nacen de la naturaleza de un sistema artificial impuesto desde arriba. Como modo de actuar contrario a la libertad, este sistema estatal impide el libre ejercicio de las actividades económicas de los hombres. El desarrollo espontáneo de nuevas fórmulas que saldrían continuamente para intentar resolver los problemas que en lo referente a las pensiones podrían surgir, se ve obstaculizado casi totalmente. El juego de la empresarialidad a lo largo del tiempo de cara a conseguir sistemas que cada vez sean más eficientes y respondan de mejor modo a las demandas de los consumidores, de la población, se para. De este modo, la agresión institucional que supone este apartado de la Seguridad Social detiene la evolución e impide la creación de instituciones en el ámbito de las prestaciones por viudedad, orfandad, invalidez o supervivencia.
Hasta aquí, los problemas de carácter económico. En el próximo artículo sobre pensiones hablaremos de los problemas de carácter más ético y de la contradicción interna (bastante llamativa) de este sistema, así como de los beneficios que podrían florecer con sistemas privados de capitalización.
JClavijo, el whisky del bueno se bebe sin hielo.
Cuando dices que laclase media se siente descapitalizada ¿indicas acaso que estar descapitalizado es negativo, y por lo tanto estar capitalizado positivo?. El articulo de APM es la descripcion de un elemento concreto contrario al capitalismo asi que, si para ti lo que descapitaliza es negativo deberias estar en contra de este elemento de descapitalizacion.
Ya, yo tampoco lo creo, AMDG, si no estamos apañados. Pensaba primero completar el anterior y luego, la semana que viene, podría poner algo sobre el tema del regreso.
Un saludo AMDG!
Clavijo, si vas a repetir la deposición que ya has dejado en tu triste sitio procura escribir dos frases y dejar un enlace.
El artículo de Adriá es irrefutable: los sistemas públicos de pensiones son un “camino de servidumbre”, implican un ámbito político de coacción económica (coacción que el capitalismo hizo desaparecer, como reconoce el mismo Marx), dificultan la movilidad internacional del trabajo…
Es cierto que son una trampa en la que se cae fácilmente, por el poco coste de entrada. Sin embargo, en España, fueron generalizadas con Franco, que no necesitaba fidelizar a los pensionistas. Se hizo por convicciones políticas y por ponerse a la altura de otros países.
Hay que decir que, en último término, todos los sistemas son de reparto pues tiene que haber ciudadanos que trabajen para los pensionistas. Pero las pensiones de cada cual deben instrumentarse como derechos financieros privados.
Adriá, espero que nos muestres también la salida en tu próximo artículo; el camino de vuelta. Aunque sea duro el regreso no creo que el sistema de reparto sea un river of no return.
Radiografía española durante el Aznarato (Su Majestad Aznar I de España y V de Alemania):
Las privatizaciones son quizá el registro más indeleble de la dañina huella económica del gobierno del Partido Popular en España.
Ahora, como entonces, conocemos cómo el gabinete financiero del PP hiló fino para depurar esos flecos que traslucían cierta oscuridad en un proceso privatizador que sólo era el vértice de una política económica urdida para desmantelar progresiva e invisiblemente el Estado del Bienestar en España.
Y todo a costa del défict cero: el gran logro del PP, aunque sobre él se posaran algunas dudas técnicas.
Pero ahí estaba el Aznarato y su tupida red de amigos liberales para, hoy por mí, mañana por ti, mezclar política y finanzas y configurar una esfera de intereses donde todo quedaba en casa. Porque ambas, política y economía, en los felices años del Aznarato, eran hijas indisociables de la madre y muy liberal patria española diseñada por Moncloa y apoyada por expertos financieros que se pusieron las botas con operaciones bursátiles y de capital riesgo y aun de sociedades financieras bajo el lema del “España va bien”.
Claro que el vulgo algo se olía cuando añadía aquella coletilla de “…para sus amigos”. En efecto, para quienes, sillón de cuero, whisky del bueno con hielo picado, ventanal a Recoletos, y almanaque de sanjosemaría, remitían a los principios de la libertad del individuo para dar justificación filosófica al latrocinio de cuello blanco.
Como la bien planificada liberalización de suelos -caso escandaloso y sielenciado de Gescartera aparte-, el gran instrumento de la España liberal y de centro para lucrarse a costa de la marejada especultiva, a la que sumaron, sin pudor, y a la búsqueda de maná apenas descubierto, los señores alcaldes y sus respectivos ayuntamientos, los grandes y pequeños promotores, las agencias inmobiliarias y cualquier españolito de a pie, arrastrado por la soflama de que su 60 m2 podría generar, en el mercado, poco menos que petrodólares.
Y así se creó y difundió el España va bien de los Rato, Aznar y Rajoy. Y de esas Aguirre que, con tal de ser la primera madrileña entre todos los madrileños, deja libre albedrío a la burbuja, le duela a quien le duela. Y se convierte en exponente máximo de que, en la familia liberal, política y economía son hijos de una misma madre programática y de un mismo padre teórico. Vamos, porque así lo quieren quienes son más demócratas que nadie.
Porque así, dicen, lo quisieron los ciudadanos en la mayoría absolutísima de 2000.
Ahora, cuando todo está consumado, cuando se enajenó patrimonio público a diestro y siniestro con la excusa de la buena onda económica; cuando, rindiendo culto a las estadísticas, en España al Gobierno no le dio por hacer carreteras, sino por hacer guerras; cuando se potenció la seguridad privada y la Academia de Ávila estaba famélica de aspirantes a “nacionales”; cuando el odioso estado se redujo a su expresión mínima; o cuando la creación cuantitativa de empleo era la coartada perfecta; cuando los proyectos se realizaban en las “comunidades amigas” y la colabboración se centraba “en los países amigos”; cuando ya se cuidaría la Inspección de vigilar a los agentes del España va bien; ahora, insisto, nos empezamos a coscar de esa España del Progreso y sin corruptos ideada en chalés de La Moraleja o en fincas de la sierra de Madrid.
Ahora, cuando la clase media se siente descapitalizada por el arma de engaño masivo que es la hipoteca, se piden cuentas a los del habano, banderaspaña, castellanos encima de la mesa y chivas en ristre, sin darnos cuenta de que el éxodo de estos capitalistas/liberales/patriotas/demócratas les otorga inmunidad ante la opinión pública.
O si no, están blindados en consejos de administración de empresas privadas, bajo el “santa rita, santa rita, lo que se da no se quita” o haciendo abuso de su condición de aforados, ese muro que impide pagos políticos y hasta penales por construir una España que parecía un cortijo. Sin señoritos, sí, pero con mucho yupi, mucha gomina, mucho brocker y mucho suelo.
Esa fue la herencia del Aznarato: una España regresiva, ultracatólica, privatizada, nacionalista y corrupta, muy corrupta. Pero sin papeles de por medio y sin la trena como horizontes para quienes robaron, invisiblemente, a los ciudadanos.
Ya he escuchado a algún liberticida del ala siniestra sugerencias acerca del pago de una cuota por parte de las “máquinas”, que “sustituyen” al empleo humano y por tanto debieran asumir ese “coste”.
Ideas para que aceleremos de culo y cuesta abajo no les van a faltar.
Saludos
Impresionante artículo. Enhorabuena.