En mi pueblo tenemos banda de música. Es un pueblo pequeño, pero de raíces culturales ancestrales, por lo que a nadie debe extrañar que, a diferencia de otros pueblos tal vez más grandes, el mío pueda enorgullecerse de tener una banda de música que nos ameniza las mañanas y las tardes de todos los días del año. Tenemos palmeros, guitarristas, gaiteros, dulzaineros, tamborileros, zampoñeros, flabiolers y txistularis. En otras épocas, ya lejanas, cada vez que la banda de mi pueblo se ponía a interpretar una de sus piezas, el mundo contenía el aliento y se paraba a escuchar.
Eran otros tiempos, no necesariamente mejores. A mí me basta con oír la banda desde el recogimiento de mi banco en el jardín del pueblo. Sus ritmos y melodías me hablan de mi historia, me recuerdan mi presente y me motivan para buscar el futuro.
El tamboril, el cajón y las palmas reverberan el pulso de los tiempos, el pulso de mi corazón. Crean la magia necesaria para provocar un acto de éxtasis colectivo que invita, exige casi, entrar en movimiento y emprender. De fondo, sirviendo de alfombra sonora que amortigua las punzadas del quehacer diario oigo las guitarras y las zampoñas. El río de música está vivo y rebosa notas percusivas pero, al mismo tiempo, invita a esparcirse en la suavidad ondulada de las cuerdas. Casi en estado de trance, interiorizando la música que llega de fuera y amalgamándola con la que llevo dentro, percibo las notas fulgurantes, casi estridentes, llenas de carácter de dulzainas, gaitas, txistus y flabiols. Dibujan los contornos del arroyo musical, las piedras sobre las que salta la melodía cristalina, las crestas espumosas que pronto ceden a la paz del remanso.
Desde mi banco me dejo llevar por este torrente de músicas viejas y nuevas, en perfecta comunión con los sonidos del alma, de mi alma.
Si los txistularis se van, una parte de mí se quedará sorda para siempre.