Ahora que parece que ha pasado el estupor inicial por el resultado del referéndum británico sobre su salida de la Unión Europea, y con algo más de calma, viene bien hacer una pequeña reflexión sobre lo que es esta entidad supranacional, lo que pretendía ser y quizás, comenzar a preguntarnos qué ha hecho que tomase el camino por el que ahora transita.
Antes de nada, advertir que soy lo que sin entrar en honduras podría definirse como un europeísta, aunque no demasiado entusiasta. Lo que viene a significar que la idea de una Europa sin fronteras me parece atractiva, aunque no es precisamente ésta que se nos presenta, y mucho menos la que me temo que nos dirigimos.
No es mi intención, claro está, ponerme a disertar sobre el origen de la idea del paneuropeísmo, de si fue o no una creación política de los EEUU, o si simplemente se unieron al carro al descubrir que les convenía a sus intereses estratégicos (y los nuestros, no lo olvidemos). Me es indiferente en la práctica, por muy interesante que efectivamente me resulte, y desde luego que me lo resulta, desde un punto de vista teórico. Y mucho menos pretendo entrar en estériles discusiones sobre imperativos históricos o corrientes naturales de la Historia, conceptos que en mi opinión, ya eran risibles en los oscuros años del romanticismo, cuando se inventaron (sin duda bajo los efectos de la absenta).
Lo que llamamos Unión Europea es en realidad un producto del Derecho Internacional, y a él hay que remitirse para entenderlo correctamente. Por mucho que nos intenten hacer creer que estamos ante una especie rara y novedosa de Estado Confederado, o un tipo original de país (toda la parafernalia mediática de la fenecida Constitución Europea iba dirigida a crear esa ilusión), realmente nos encontramos ante un conjunto de tratados internacionales entre Estados soberanos, mediante los cuales, éstos ceden algunas de sus competencias a órganos conjuntos creados por esos tratados.
Dicho así pierde bastante de esa épica nacionalista que tanto daño ha hecho desde el primer cuarto del siglo XIX. Pero otorga a todo mucho más valor. No estamos ante un hecho histórico inevitable, fruto de un místico espíritu colectivo continental, sino ante una construcción intelectual de seres humanos concretos, que tuvieron que solventar importantes cuestiones técnicas y confrontar intereses para llegar a acuerdos que fueran funcionales.
Todo empezó con un «humilde» tratado de libre comercio de carbón y acero, la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero). En él ya se vislumbraba su ideología paneuropeísta, y cierta conciencia de que los países de la Europa Occidental pertenecían a algo común. En mi opinión, ese algo común era que todos le tenían un lógico miedo a las alrededor de 20 divisiones acorazadas soviéticas (el número varió con los años, así que permítanme la licencia de no ser exacto) al otro lado de la frontera que dividía a las dos alemanias, y al monstruo represor que representaban. No hay nada que una tanto como una amenaza compartida.
Aunque hay antecedentes de algunos similares, no puede negarse la originalidad y el avance que este tratado supuso en las relaciones internacionales. Pasamos de un mundo de Estados cerrados y proteccionistas, a otro en el que dos bienes estratégicos pasaban a ser de libre comercio entre quienes, no hacía demasiado, se estaban matando entre sí.
Era evidente que la situación no podía ser más que transitoria. Si aguantaba lo suficiente las tensiones internas, no había justificación para que el sistema no se fuese extendiendo, no sólo a otros países, sino a otras mercancías y servicios. El tratado nacía con vocación expansiva, y así ocurrió.
Posteriormente, otros acuerdos internacionales firmados entre Estados europeos desarrollaron este primer y prometedor comienzo, avanzando hacia lo que todo el mundo veía como el fin ideal: convertir a los países democráticos europeos en un solo mercado abierto sin fronteras ni aranceles. De esta forma siguieron otros en la misma línea: el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM), y el de la Comunidad Económica Europea (CEE), (ambos de 1957); los de Bruselas (de 1965) y Luxemburgo (de 1986), que refundían los anteriores; el de Maastricht, de 1992 (el tratado de la Unión Europea); y luego siguieron otros como los de Amsterdam (1997), Niza (2001) y Lisboa (2007, el de la famosa y fallida Constitución Europea).
Pero lo que parecía algo sencillo, no lo era tanto, en realidad. El mismo resultado se podía lograr por varios caminos diferentes. Desde el más simple (tratados de libre comercio y tránsito ampliados) hasta la plena unión política, pasando por múltiples posibles situaciones intermedias. Y sobre todo, había que tener en cuenta las reacciones internas de grupos de presión que, acostumbrados a vivir bajo el paraguas del proteccionismo, no veían con buenos ojos lo que les aparecía como una indeseable competencia extranjera. El nacionalismo, mezclado con una arraigada mentalidad intervencionista, no casaban (ni casan) bien con un mercado abierto.
Si bien a los nacionalismos estatales se los trató de combatir enterrándolos bajo una fuerte inversión en propaganda sustentadora de otro nuevo, igual de sentimental e irracional (el europeísmo), realmente pocos gobiernos (y mucha menos población) han estado nunca dispuestos a abandonar sus ideas estatistas, cuando no abiertamente socialistas, con lo que el resultado fue que éstas fueran alegremente asumidas por la unión. Por ello, lejos de mejorar, ambos problemas se han agudizado llevándonos donde estamos.
Pero volvamos a la creación de nuestra Europa unida. Sé que voy dando saltos, pero ruego un poco de indulgencia al lector. Estábamos con unos Estados firmando tratados de libertad de tránsito de servicios, mercancías, capitales y personas. Y como en cualquier tratado internacional multilateral, no tenemos una norma única aplicable a todos los firmantes por igual. Cada Estado, de forma soberana, puede decidir que no se considera sujeto a alguna cláusula, o que la interpreta de una determinada forma muy concreta. Esto, que a todos les indignaba tanto cuando se acusaba al Reino Unido de haberlo hecho, es habitual y legítimo en Derecho Internacional. Y en principio no resulta un problema salvo para aquellos que intentan hacer pasar dichos tratados por una suerte de Constitución, o equipararlos a lo que no son, es decir, legislación interna de un Estado al uso.
Es peligroso, sobre todo en política y en Derecho, perder de vista lo que son las cosas en realidad. Sobre todo cuando se empeñan en ponerles nombres que conscientemente pueden llevan a la confusión.
Aún así, al principio muchos veían el futuro muy sencillo. La idea de construir un gran mercado abierto, sin impedimentos para ejercer una profesión, vender una mercancía o fabricar un producto, parecía al alcance de la mano. Pero las cosas nunca son tan simples.
A pesar de que formalmente los miembros se comprometían a eliminar las aduanas internas y a no aprobar leyes que impidiesen la libre circulación, quedaba el riesgo de colar medidas proteccionistas enmascaradas bajo otras normas supuestamente pensadas para otros fines. Todos lo habían hecho ya antes, y la propia UE lo suele hacer con socios externos, por ejemplo, EEUU.
Pongamos por ejemplo que en un Estado exista una gran compañía que fabrica motores para cortacéspedes, y sus vecinos tienen otras. Poca gente verá con malos ojos que se legisle para proteger el medio ambiente, prohibiendo el uso de motores de cortacéspedes que emitan un determinado volumen de CO2, por ejemplo. Y si la cifra límite está un poco por encima de la que emiten los motores que se fabrican en el país, pero (¡Oh, sorpresa!) un poquito por debajo de la los motores de sus vecinos… El gobierno siempre podrá alegar sesudos informes técnicos y jurar que no hay intención de beneficiar o perjudicar a nadie.
De modo que para evitar esas trampas, los socios decidieron crear instituciones que no sólo decidieran en caso de conflictos de esa naturaleza (Como el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas), sino otras en los que los Estados delegarían funciones propias de los gobiernos internos, para armonizar (un término que ha derivado en un eufemismo bastante dañino) determinadas materias.
Y ahí, en mi opinión, está el epicentro de lo que está llevando al fracaso a la Unión. Ya estaban ahí la excusa y la herramienta perfecta para ponerse a redactar normas como locos. Al fin y al cabo no hay que perder de vista quiénes componen un club para darse cuenta de cómo actuará dicho club. Es difícil que prospere una idea basada en la libertad económica y el libre comercio, si quienes deben desarrollarla son fervientes socialistas, estatistas, nacionalistas, partidarios del proteccionismo y del cierre de fronteras.
Así, una asociación de libre comercio se ha convertido en un espacio cerrado y blindado para los productos exteriores, excepto para países privilegiados con los que se trata por motivos meramente políticos. Una región proteccionista, aislacionista, lastrada por una política de subsidios y cuotas. Todo ello en absoluta contradicción con la idea fundacional de la Unión.
Una asociación para la libertad económica que regula de forma centralizada hasta las cajetillas de tabaco, que ataca empresas privadas por motivos populistas y que clama abiertamente por la abolición de la poca competencia (por ejemplo la fiscal) que queda entre territorios.
El fuerte componente sociológico socialista que impregnó, desde el principio, a la cada vez mayor y creciente maquinaria burocrática que se creó para gobernar la Unión, se encarga de decidir que todas las etiquetas de champú deben tener un determinado formato en todos los países miembros, prohibir la publicidad de ciertos productos legales, u obligar a todos los criadores de cerdos a proporcionarles materiales de juego (a los cochinos, no a los tecnócratas).
De la reglamentación técnica de todo lo que se mueve, al directo atentado a la libertad individual, hay una frontera muy difusa.
Pero es más, nos encontramos ante una tendencia proteccionista que no opera por igual para todos los miembros del Tratado. Así, la hiperprotección de la agricultura francesa (de la que también se benefició la española cuando entró) se hace a costa de la libertad comercial de otros miembros, y sobre todo, contra los intereses de los ciudadanos de toda la Unión. Lo mismo se puede decir de la industria alemana. Para compensar unos privilegios, se van concediendo otros (la cuota británica, por ejemplo) hasta conseguir que lo que trataba de ser una unión de economías abiertas, acabe siendo en realidad lo más parecido a un nuevo Imperio Austrohúngaro, pero sin emperador.
Por otro lado, la segunda parte de la idea del libre mercado continental era la unión política. Si una libertad de mercado hubiese traído, sin duda, una paulatina unión política (aunque quizás a un plazo más largo y de una naturaleza difícil de predecir), a los nuevos rectores de la política común, erigidos en una aristocracia supranacional con poder sobre una importante red de competencias, les repugnaba no poder dirigir ellos los destinos del continente.
El resultado ha sido enfrentar un artificial nacionalismo europeo, que aparece como algo lejano y en manos de soberbios burócratas, a los tradicionales y muy trabajados nacionalismos estatales. Es evidente que Europa no estaba en condiciones de ganar en este terreno. Ningún relato mistificador inventado por funcionarios desde Bruselas, por muy apoyado por comités de expertos que esté, puede vencer a un sentimiento forjado durante dos siglos, sustentado sobre los monumentos a millones de muertos, e inculcado mediante las historias contadas por los abuelos al pie de la cama, relatando cómo desembarcaron en la cabeza de playa Sword, o pasaron hambre en el refugio.
Como tampoco está en condiciones de ganar en el plano económico o social, convertida en el monstruo intervencionista que pretendía evitar, y peor aún, cada vez más desplazada del eje económico mundial.
La delirante respuesta de las autoridades europeas al bofetón británico ha sido la misma que se podría haber esperado de la extinta gerontocracia soviética: “El malestar ciudadano contra la UE es causado porque no regulamos lo suficiente, porque aún permitimos diferentes regulaciones nacionales en algunos ámbitos, porque no tenemos suficientes competencias… Hay europeos que no nos quieren porque son malos, tontos, o porque aún les permitimos demasiados ámbitos de libertad”.
En resumen, no sé si por una cuestión de propaganda o de mera disonancia cognitiva, desde Bruselas creen que el descontento de muchos europeos se debe a que la UE no es aún la URSS.
El caso es que personalmente y desde el aspecto meramente formal, me da igual pertenecer a un Estado llamado Reino de España, Unión Europea, o Margraviato Hispalense de la Macarena. Lo determinante es el tipo de sociedad que pueda desarrollarse en ese ámbito jurídico y territorial. Y hoy por hoy, lo que se vislumbra es una sociedad europea regulada y controlada, en todos los aspectos de nuestra vida, por una burocracia centralizada y tecnocrática. Justo lo opuesto a lo que este tinglado pretendía ser. Un claro caso de traición a los principios fundacionales, tan común, por otra parte, en la creación de nuevos Estados.
Habrá que ver si la consecuencia del trauma británico (que lo es, para todos y en muchos aspectos) es una corrección del rumbo, o como parece, un sostenella y no enmendalla.
Lo dice pero casi lo olvida.. caido el muro ya no habia enemigo comun., miedo ….. y se desfrenaron
Han ido demasaido deprisa, pero eso ha permitido verles el plumero.
Muy bien expuesto. Felicidades. Y eso que, como sabes, yo sueño con ser uno de esos tecno-burócratas. A ser posible, en la OLAF o en la DG. Competencia. 🙂
Muchas gracias por el texto. Me ha sido muy instructivo. Y lo comparto al 100%. Yo también me considero europeísta por los pelos. Y también creo que la Unión Europea era una buena idea, en función de que hubiera seguido en la línea de quitar fronteras y dar libertad de movimientos (de personas y capitales). Pero en mi opinión cuando se empezó con los subsidios y tal el experimento empezó a descarrilar, porque con todo el sentido del mundo los alemanes (por ejemplo) no iban a querer subvencionar a los españoles (también por ejemplo). Se podrá decir que es insolidaridad, y que esas subvenciones son básicamente las mismas que dentro de las regiones de un país. Pero no lo son, por el sentimiento nacionalista que hay dentro de los países que componen la UE, del que hablas en tu artículo, ya que las personas de esos países se consideran primero de esos países y luego de la UE. Con esos mimbres no es extraño lo que ha pasado en el Reino Unido. Y si los burócratas de Bruselas siguen por el mismo camino, lo extraño será que no haya más países que sigan el mismo camino, como muy bien apuntas en tu artículo. Y ya corto. Perdona por el rollo 🙂 Gracias de nuevo por tu escrito, que me ha gustado mucho. Un cordial saludo.
Gracias a ti. Sí, fíjate que una entidad que nació de una idea netamente liberal, funciona con criterios socialistas, o al menos muy intervencionistas. La cosa tenía que explotar por algún lado.
Antes he escrito para dar las gracias, que me ha encantado el artículo, y decir que soy europeísta porque nací en nuestra post guerra, y sólo con cruzar los pirineos era una maravilla y una envidia, y que estoy muy chafada con los burócratas de ahora, pero el blog me ha mandado al limbo. No sé si por hacer alusión a Abengoa y al Deutsche Bank, o si por poner un enlace a un artículo, en el NYT, de Tim Parks sobre el Brexit
Si me vuelve a mandar al limbo, sería por lo del Banco…
¡ Que intríngulis !
Hola. Muchas gracias.
Es raro lo del comentario, porque no lo he visto ni en espera de moderación ni nada de eso. Debe de ser alguna conspiración malvada, o algo así.
La idea central de la CECA, y en general del resto de los tratados constitutivos, era crear las bases para evitar otra guerra en Europa. Era una idea con bastante lógica, por parte de personas que habían vivido al menos una de las guerras mundales. Supongo que las siguientes generaciones, con otros referentes, tenían otras prioridades.
No creo que sea ninguna conspiración . Debe haber una prohibición en el servidor del blog, o algo, contra los enlaces puestos por visitantes.. Porque la primera vez, mandé un post en donde además de dar las gracias y esas cosas, y decir que esperaba que no acabásemos todos pagando lo de Abengoa, y lo del Deutsche Bank con nuestros impuestos, ponía el enlace al artículo de Tim Parks.
Ese post se fue a las tinieblas exteriores. Y luego escribí el post de arriba, sin el enlace a Tim Parks, y ese sí salió. Y otro, por separado, con nada más que el enlace, y una linea , avisándolo , que no llegó a aparecer.
Es que yo no me fío de recordar contraseñas, y escribo siempre como invitada.
Debe ser eso. Por si las flais, no vuelvo a intentar subir enlace ninguno.
Y pido mil perdones por todo.
Muy buen artículo. Hace mucho que tengo la impresión de que el rumbo de la UE no es otro que convertirse en algo así como la URSS del siglo XXI. Por desgracia es lo que cabía esperar de esas instituciones de la UE infestadas de socialistas de todos los partidos.
Hola. Gracias.
En Europa había desde el principio dos tendencias peligrosas que en un principio se pretendían evitar.
Una era de la de URSS. En los primeros tiempos parecía imposible. Estaba ahí, amenazante, como muestra de aquello en lo que no se podía caer. Supongo que desaparecida la amenaza, y convertida en mero mito, la vigilancia se relajó bastante.
La otra era la del imperio Austro-Húngaro: Un Estado multiétnico, en la que pueblos separados que se veían con cierta inquina entre sí, eran gobernados por su bien por una élite desde Viena y en menor medida, Budapest. Un cacao de diferentes privilegios, normas incumplibles, corrupción, ciudadanos (y territorios) de primera y de segunda… Y todo ello presa de una decadencia incontenible y un desprestigio interno que terminaron haciendolo desaparecer de forma dramática.